https://medium.com/@mescuderoolano/time-to-rethink-our-economic-paradigm-55b9f1e2ddf6
La pandemia del coronavirus ha sacudido los cimientos del mundo que conocemos. Es la primera pandemia global desde 1918, por lo que nos enfrentamos a algo totalmente nuevo para todos, de la misma forma que desconocemos cómo nos recuperaremos de ello.
Desde luego, esta situación ha desvelado los elevados riesgos de la deslocalización industrial masiva a países lejanos al público y a los políticos y expertos que preferían mirar para otro lado. La falta de mascarillas y otros EPI básicos y las dificultades para conseguir pruebas para la COVID-19 fiables son la parte más visible, pero solo la punta del iceberg si miramos de forma más amplia y a más largo plazo.
Más de la mitad de los principios activos que utilizamos en Europa [y España] se fabrican en China e India. Pero incluso el sector de la automoción, que depende principalmente de suministradores de componentes locales ha tenido problemas para conseguir todas las piezas que necesitaba para seguir fabricando, porque algunos componentes “de bajo valor” habían sido externalizados a China. Por ello, al inicio de la pandemia, cuando estaba extendiéndose de forma amenazadora por Europa, algunos de estos fabricantes decidieron pagar elevados costes para traer esas piezas por avión a fin de evitar tener que parar las líneas de producción.
Si esto sucedió con un rápido crecimiento de la demanda y algunas restricciones en la fabricación china, imaginemos qué podría sucederle a Europa y Estados Unidos si hubiera una guerra comercial o una situación de guerra fría con China.
Me pregunto cómo tantos gobiernos y empresas en Europa y América no vieron venir esto. Nos preocupa la dependencia energética del extranjero, y la cuantificamos, pero, ¿por qué nadie calcula la dependencia industrial de un país y toma medidas para reducirla o, al menos, no continuar aumentándola?
Ahora estamos pensando que deberíamos haber tenido una estrategia contra pandemias para estar mejor preparados, o que deberíamos diversificar las cadenas de suministro de material médico y medicamentos o tener una reserva nacional de estos. Esto está muy bien, nos ayudará a afrontar mejor futuras pandemia, pero, ¿qué sucede con otros retos más complejos?
Algunas voces, especialmente en los Estados Unidos, están hablando del “desacoplamiento” con China, relocalizando cadenas de suministro completas y de la vuelta a un mundo bipolar. Esta es una posible solución al problema. No es necesariamente la mejor, pero en cualquier caso no tiene en cuenta el cuadro completo.
Lo que necesitamos es un verdadero cambio de paradigma, un debate público sobre cómo consideramos el valor económico y cómo integramos las consecuencias y riesgos a largo plazo de nuestras acciones no solo en política pública, sino en los mecanismos de mercado. Tenemos que pensar de forma holística y a la largo plazo.
Teoría del valor
Comencemos con la teoría del valor. Hoy en día es generalmente aceptado, por la mayoría de los economistas y por las empresas en sus estrategias empresariales, es el valor es igual al precio. Por mucha retórica que utilicen sobre el alto o bajo “valor” o “valor añadido” la realidad es que casi siempre medimos el valor económico de un producto por su precio [nota: por su precio actual]. Los productos de “alto valor añadido”, que no tendemos a deslocalizar, son productos más caros o, siendo más precisos, por los que obtenemos un mayor beneficio. Esto implica que productos esenciales para nuestra vida como la comida o los principios activos son “de bajo valor añadido” e incluso lleva a la absurda noción de que el envasado y el marketing de la comida y las medicinas tienen un mayor valor que la comida en sí o las sustancias que te curan.
Mariana Mazzucato argumenta en El valor de las cosas (centrándose en las implicaciones de la financiarización de los sectores industriales) que estas consideraciones acerca del valor no siempre han sido así y que probablemente no deban ser así. El hecho de que el precio sea la forma más sencilla de medir el valor económico no implica que sea precisa o deseable, y cuando uno piensa sobre ella sin prejuicios, algunas de sus limitaciones se revelan rápidamente.
Esta teoría dominante nos dice que los productos de alimentación tienen bajo valor y que un Ferrari tiene un elevado valor, porque la comida es mucho más barata que un Ferrari – en la actual situación de mercado. De la misma manera que algunas personas ahora dicen que la pandemia nos está haciendo “pensar en las cosas que realmente importan”, si hubiera escasez de alimentos la gente se centraría antes en comprar comida, luego ahorraría por si necesitaren compra más comida en el futuro próximo, y por último, pensaría en comprar coches y bienes de lujo.
En un periodo prolongado de escasez, los precios de la alimentación y de otros bienes básicos se dispararían – convirtiéndose mágicamente en productos de alto valor añadido. ¡Pero el producto es exactamente el mismo! ¿Tiene sentido esto o debería el valor de un producto estar relacionado con lo que realmente nos aporta, no su precio en un momento determinado? Esto es difícil de medir, pero lo que es obvio es que una situación así, si un millonario tuviera que elegir entre comer o comprarse un Ferrari, elegiría primero comer.
[Para esto no hace falta elaborar una nueva teoría del valor, sino considerarla de forma dinámica. Hay que meter la elasticidad de la demanda en la ecuación y no fijarnos en los precios actuales para identificar bienes básicos o de los cuales depende toda una cadena de valor de bienes de elevado valor].
De la misma manera, cuando medimos la productividad, tomamos el valor medido como la relación entre el valor de los bienes producidos (medido como precio) y el tiempo de trabajo utilizado para medir esos productos. Esto tiene mucho sentido cuando comparamos dos fábricas de un sector que producen bienes similares, ¿pero realmente lo sigue teniendo cuando comparamos actividades tan diferentes como la agricultura, producción industrial, ingeniería o servicios de hostelería? ¿Y para comparar economías en su conjunto, añadiendo todos los sectores en un indicador?
En el Sur de Europa estamos acostumbrados a oír que nuestras economías son menos productivas, incluso aunque estos países exporten muchos productos alimentarios a otros países más productivos, esto es, permitan a sus habitantes tener una dieta mejor y más variada a un menor precio. Pero claro, son cosas de bajo valor. Por supuesto, nosotros utilizamos las mismas medidas y discurso con respecto a otros.
Como ingeniero al que siempre le ha gustado más trabajar en una oficina que en medio de la grasa y el ruido de una fábrica, y como trabajador público, no puedo decir que trabajar largas horas bajo el sol cuidando de cultivos sea menos productivo, ni mucho menos decir que esos trabajadores son más vagos (que es como alguna gente interpreta una productividad más baja).
Esto nos lleva a otra contradicción interna de la teoría. Como los salarios se incluyen en el valor de un producto, exactamente la misma cosa fabricada con la misma tecnología tendría un alto valor añadido si esta fábrica se encuentra en Suecia que si está en Bulgaria. Esto tiene pinta de referencia circular: los salarios son mayores, luego la productividad es mayor, luego los salarios son mayores. Por eso hay correcciones en los cálculos del PIB, como calcularlo a paridad de poder adquisitivo.
No estoy diciendo que estas medidas del valor sean inútiles ni que no tengan sentido, pero quizás les podríamos llamar de otra manera, como “precio” o “beneficio añadido”. No me estoy inventando nada, las teorías intrínsecas del valor son antiguas. Mi pretensión es iniciar un debate sobre cómo consideramos el valor, si como algo intrínseco basado más en las necesidades actuales, que en las preferencias actuales o los sistemas de producción y otros mecanismos de mercado.
Pensando en el largo plazo
En cualquier caso, otro aspecto relacionado que debemos tener en cuenta es cómo tenemos en cuenta las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones actuales en nuestras decisiones.
La pandemia ha castigado nuestro cortoplacismo. La teoría que subyace al tipo de globalización que hemos creación, según la cual se deslocalizan la mayoría de los bienes de capital necesarios para fabricar determinados productos o incluso cadenas de suministro completas a Asia es que esa capacidad industrial siempre estará a nuestra disposición.
Pensamos que siempre podremos adquirir esos productos fabricados a miles de kilómetros para satisfacer cualesquiera necesidades que tenga y cuando nos haga falta por un precio razonable (esto es, menor que si estuvieran fabricadas en nuestras economías, teniendo en cuenta mayores costes logísticos).
Esto asume implícitamente que todo el mundo es un único sistema económico sin barreras, o bien que nosotros, los externalizadores, disponemos de los medios necesarios para someter a las economías productoras a nuestra voluntad, como si fueran verdaderas colonias.
Esto es obviamente falso: no hay una sola autoridad mundial con poder ejecutivo para administrar la economía global y China no es solo un Estado soberano sobre el papel, sino que tiene los medios políticos y militares para asegurar su soberanía.
En la actual situación de pandemia, las autoridades de los Estados han tomado control de las instalaciones productivas en su territorio (de forma directa o indirecta, como en Europa), sin importar la propiedad del capital, para garantizar que primero se satisfacen las necesidades de su población, y después de los demás.
Incluso en la Unión Europea, la única organización internacional con un verdadero poder ejecutivo integrado con competencias sobre un mercado único, ha habido regresiones en la integración y una vuelta a los viejos Estados-nación. pero si es tan evidente que esto es falso, ¿por qué nos hemos comportado como si fuera cierto?
Puede que la respuesta se encuentre en que nos hayamos vuelto tan arrogantes como sociedad que creemos que podemos solucionar rápidamente cualquier problema que aparezca, solo es cuestión de dinero. ¿Necesitamos una vacuna? Pon todos los recursos disponibles a trabajar y lo conseguiremos seguro. Desde luego, el poder de nuestras sociedades modernas es enorme, pero no infinito, y en cualquier caso siempre es mejor evitar riesgos de esta magnitud en lugar de tratar de resolverlos contra un reloj que corre tan rápido.
Ahora ha sido la COVID-19 quien ha castigado nuestro cortoplacismo, pero en los próximos años es probable que debamos afrontar otros problemas mayores: en primer lugar, las consecuencias de la degradación medioambiental, que van más allá del cambio climático. Y desde luego, esta no será la última pandemia de la historia.
La economía es una ciencia social, no lo olvidemos
Estas son buenas razones por las cuales los economistas tienen que dejar de intentar hacer que su disciplina se parezca a una ciencia natural. Por muchos modelos matemáticos complejos que utilices, la economía será siempre una ciencia social, porque estudia el funcionamiento de grupos interconectados de humanos (esto es, sociedades), así que siempre estará más cerca de la sociología y la psicología que de la física.
Las matemáticas son un conjunto de herramientas formales que pueden ayudar a la ciencia a ser más rigurosa. Son absolutamente necesarias para el avance de la física y cualquier estudio empírico, pero no son ajenas a las ciencias sociales, y por ejemplo pueden ser muy útiles en la investigación histórica (algunos profesionales de las ciencias sociales pueden tener aversión a las matemáticas, pero eso no es culpa de ellas). Las matemáticas aportan rigor a una teoría, pero no la hacen más natural ni objetiva.
Además, debemos tener siempre en cuenta que una teoría formalmente perfecta no describirá bien la realidad si está fundada en hechos falsos. Esto puede parecer obvio, pero entonces, ¿por qué creemos que modelos basados en hipótesis inverosímiles son una buena aproximación a la verdad? ¿Acaso porque no podemos construir modelos cuyos fundamentos sean más cercanos a la realidad, solucionarlos y encontrarles un significado? ¿Sería mejor aceptar de una vez que la economía no es una ciencia natural y que el comportamiento de los sistemas que estudia es muy incierto?
Desde luego, estos modelos nos pueden ayudar a sumergirnos en el complejo sistema que es una economía moderna, pero esto no significa que deban ser utilizados como una herramienta infalible para predecir o explicar cualquier situación.
Incluso aunque sabemos que la física de Newton no funciona en el mundo subatómico o cuando las masas o las velocidades son muy grandes, los principios de Newton son observables y repetibles en la gran mayoría de los fenómenos conocidos.
Sin embargo, hipótesis como la racionalidad de los agentes, información perfecta, homogeneidad de los productos o la ausencia de poder de mercado son buenas aproximaciones en una pequeña minoría de los mercados, claramente falsas en muchos otros, y pura fantasía en el nivel macroeconómico.
Es cierto que todo el mundo sabe que los modelos son aproximaciones a la realidad y siempre hay excepciones, pero siguen tomando sus conclusiones como fundamentalmente ciertas. Si comienzas un modelo asumiendo que en un sistema económico todos los agentes tienen toda la información que necesitan, el conocimiento necesario para utilizarla y que actuarán de forma racional (esta es una parte fundamental de la teoría de las expectativas racionales de Lucas, uno de los cimientos de la Nueva Macroeconomía Clásica), entonces por muy perfecto que sea el desarrollo formal del modelo, ¿podemos estar realmente seguros de que su resultado sea una aproximación de la realidad?
El único modelo económico exacto, sería aquel que fuera capaz de descifrar todos los pensamientos, impulsos y acciones de los humanos y las interacciones entre ellos y todas las demás variables que les afectan (el entorno). O al menos, algo que se acercase bastante a ello.
Pero en cualquier caso, nunca habría una solución universalmente correcta
Incluso aunque fuéramos capaces de construir ese modelo perfecto, se podría seguir debatiendo sobre política económica. El modelo nos permitiría encontrar la mejor elección de acciones políticas a fin de conseguir un resultado determinado, pero definir ese resultado ideal sería siempre controvertido. La importancia relativa que le damos al crecimiento económico, la equidad social, el individualismo o a las tradiciones siempre sería algo subjetivo y nunca habrá una visión correcta. Ninguna opinión sería cierta o falsa per se, pero si contrastáramos nuestras opiniones con otros, nos enriqueceríamos.
Nuestras prioridades en cada una de estas áreas se forman por nuestros valores y preferencias, nuestras experiencias pasadas y actuales, nuestra aversión al riesgo y lo que consideramos un futuro predecible. Todas estas características son maleables y cambian naturalmente con el tiempo.
Y por encima de esa capa de preferencias, siempre deberíamos decidir cuán importante es el corto plazo sobre el largo. Permítanme un ejemplo sobre el cambio climático: podríamos eliminar todas las emisiones de efecto invernadero ahora mismo, pero las consecuencias a corto plazo significarían renunciar a todas las comunidades que conocemos, inanición para una parte significativa del mundo, aumento de las enfermedades…. y eso es algo que nadie quiere. Debemos pensar a la vez sobre el presente y el futuro.
Los sistemas democráticos están especialmente preparados para encontrar estas soluciones de compromiso, gracias al fomento del debate público y a contar con instituciones democráticas donde las distintas visiones están representadas. Sin embargo, no podemos pensar que su éxito está garantizado. Para que una democracia responda a estos problemas de forma satisfactoria, deben promoverse las discusiones de forma efectiva y todo el mundo debe disponer de información de calidad. Pero también la población debe recibir una educación que les proporcione los conocimientos necesarios y, sobre todo, enseñarles a pensar de forma racional y crítica.
Ahora mismo, tenemos que controlar la pandemia y volver a la “normalidad”. Pero pronto, nuestras sociedades deben discutir sobre las cosas que valoramos más, qué riesgos son aceptables y cuáles deben ser evitados a toda costa. Y luego analizar cómo conformados nuestros sistemas de producción y consumo de forma coherente con estas preferencias.