No solo somos un nombre. Somos una vida. Y esa vida es la que nos da las actitudes para hacer que cualquiera no sea un cualquiera. Todo depende de una sencilla regla: la actitud que mantienes a lo largo del tiempo es la que hace que se reconozca quien eres y, al final, es el recuerdo del resto el que hace que seas ahora y siempre lo que en realidad siempre has sido. No lo que tu creas, sino lo que eres.
No entiendo de recuerdos, los míos son míos y los comparto en forma de ironía. Pero sí entiendo de respeto. Y os aseguro que el respeto no se compra ni se vende. ¿De dónde viene esa fascinación por alguien? Esa forma de agachar la cabeza y llevar flores cuando no puede devolver un gracias ¿tal vez de años de entrenamiento y autocontrol; de ser capaces de pensar en colectividad, de hacer reír a quien tienes a tu lado aportando cariño o de una mentalidad fría que nos ayuda a tomar las decisiones más convenientes y eso provoca en los demás esa sensación de cordura? No lo sé. Puede que sea una mezcla de todo.
El otro día estuve hablando con una persona sobre la muerte. Y hablábamos del fin por el que las personas viven y mueren. Yo le dije que éramos, y que de hecho somos, inmortales. Porque si consigues dejar una huella lo suficientemente profunda serás capaz de ser recordado durante años, puede que para siempre. Por eso la gente usa fórmulas para que se le recuerde. Yo soy escritora, y el que hace música, diseño o desarrolla un método que ayude a los demás a identificarse, busca eso. Un segundo en la memoria de alguien. Ser inmortal. Tal vez no gritemos eternamente pero si de algo estoy segura es que después de dar un paseo por la vida, hay cientos de voces allí afuera que harán que se alce tu voz. Solo hay que elegir la forma adecuada de que ese ruido sea escuchado. Yo hoy decido escuchar a tu grupo, y haré que suene siempre que pueda.
Pero no te equivoques, no es un adiós, porque hoy más que nunca eres inmortal.