La desaparición de algunos escritores resulta más novelesca que sus propias novelas. Robert Walser se pasó las dos últimas décadas de su vida en un sanatorio. Allí no escribió ni una palabra —al fin y al cabo, como le contó a Carl Seelig, estaba allí para estar loco, no para escribir—. Antes, su escritura había ido menguando hasta desaparecer prácticamente por completo. A Nikolái Gógol no le llevó tanto tiempo extinguir su escritura. La noche del 24 de febrero de 1852 arrojó a las llamas la que iba a ser la segunda parte de Almas muertas.
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