Así, las economías ricas dependen de trabajadores mal pagados que sostienen sectores anclados en la productividad del pasado. Y esa dependencia, moralmente incómoda, alimenta la reacción populista: exigimos lo imposible y nos enfadamos cuando la realidad no se ajusta. La política pública se enfrenta a un dilema profundo. ¿En qué sectores estamos dispuestos a sacrificar la conexión humana a cambio de eficiencia y precios más bajos? ¿Y en cuáles aceptaremos los precios más altos como parte del bienestar?