Cuando era pequeña, en el colegio, había un abusón llamado Raúl. Tripitía, y mientras nosotros teníamos seis-siete años, él tenía ya cerca de diez. Era un asno en todos los aspectos; vivía con sus abuelos porque al parecer no tenía padre y su madre no le podía cuidar, se había pasado años entrando y saliendo de los servicios sociales y siendo cuidado por las monjas. Ya le habían dicho a sus abuelos que, pagasen o no pagasen, si no pasaba de curso y mejoraba el comportamiento, el año que viene no lo iban a admitir ya; era demasiado mayor para estar en segundo de básica y precisaba un colegio especial.
No se trataba en absoluto de un niño poco inteligente, era simplemente un niño malcriado. Puedo entender que le faltase el cariño y la autoridad de unos padres en sus primeros años de vida, y que sus abuelos le mimasen en exceso para intentar compensar a los padres que en realidad nunca tuvo, y que eso le estropease. Pero de eso, no teníamos la culpa los demás, y nos lo hacía pagar. Lo mejor era no cruzarse en su camino, porque no tenía freno a la hora de soltar la mano. Si tenías algo que él quería, ya podías darlo por perdido, porque te lo quitaría y te sacudiría, y si te chivabas, lo rompería y te volvería a pegar. Si no podía pegarte a la salida porque estaba tu madre, lo haría al día siguiente, o al siguiente... cuando tuviera oportunidad; era rencoroso y vengativo, y no soportaba que nadie quedase por encima de él. Acumulaba castigos y castigos, se pasaba días y días sin salir al recreo o quedándose una hora más, o copiando frases y conjugando verbos. Todo le daba igual, porque luego llegaban sus abuelitos y le hacían los castigos o iban al colegio y decían que tenía que salir por cualquier cosa, o le decían al profesor de turno que necesitaba moverse y jugar, que no le podían tener encerrado.
Un día que habíamos tenido trabajos manuales, se llevó a escondidas las tijeras al patio, y se puso a correr detrás de las niñas para cortarnos trasquilones de pelo. A mí, que con mi asma, mis alergias y mis catarros continuos no tenía ninguna resistencia, me alcanzó enseguida. Me agarró del pelo y tiró con tanta fuerza que casi me tiró de espaldas. Chillé. Las tijeras chascaron y quedé libre, y al volverme, le vi riendo como un cretino, con un mechón de mi cabello en la mano, pero al segundo sentí miedo y casi pena por él; a grandes zancadas, D. Ernesto se acercaba por el patio y yo le vi en los ojos lo que iba a suceder, y me tapé los míos.
El bofetón atronó el patio. Creo que todo el mundo dejó de jugar en ese momento y se volvieron hacia el sonido. Raúl empezó a llorar haciendo un ruido ridículo, cosa que yo nunca le había visto hacer, y de la que él se burlaba cuando nos hacía llorar a nosotros. D. Ernesto le dijo que la próxima vez que se le ocurriera pegar a alguien, le iba a caer otro guantazo como ese, y que si no quería volverlo a recibir, dejase en paz a los compañeros. Mágicamente, dejó de pegar, porque sabía que, aún en el caso de que D. Ernesto no lo viese, alguien se lo iba a contar, y no, no tenía ganas de recibir otro sopapo.
Ya lo sé, eso es violencia, no se educa con violencia, hay que hacérselo entendeeer... todo lo que queráis. Pero cuando se ha intentado por las buenas, con diálogo y con castigos y no se ha conseguido nada, entonces hay que utilizar otros medios. Y aquí estamos en un caso similar. Los padres han intentado hacerlo por las buenas, y no se ha conseguido nada, sólo envalentonar a los otros críos y que aún la culpa sea del agredido porque "no se defiende". Pues nada, se les expulsa, se les vigila, como vuelvan a hacer algo similar se les arrea un terapéutico guantazo, y ya verás lo rapidito que aprenden.
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Aprovecho para darle las gracias a Jesuscas, Keane, Althus, Rluy, dsigual ... y todos los que trabajaban en Tusseries.