(Artículo del Patriotic Millonaires Research Center, 2023
"Patriotic Millionaires es una agrupación de estadounidenses acaudalados que luchan contra la concentración desestabilizadora de riqueza y poder en los Estados Unidos. Nuestros miembros utilizan su influencia y sus voces únicas para promover una economía dinámica y equitativa, basada en un sistema tributario justo, un salario digno para todos los trabajadores estadounidenses y el acceso igualitario al poder político.")
En el período previo a las elecciones presidenciales de 1992, James Carville acuñó la famosa frase «Es la economía, estúpido». Pronto se convirtió en el lema de la exitosa campaña de Bill Clinton.
Eso fue hace treinta años. Con lo mucho que ha cambiado nuestro país desde entonces, nos gustaría sugerir que se actualice el famoso estribillo a «Es la desigualdad, estúpido».
La desigualdad económica se ha disparado en Estados Unidos desde que Bill Clinton asumió el cargo. (Comenzó a aumentar después de que el predecesor de Clinton, Ronald Reagan, entrara en escena, pero el mandato de Clinton fue testigo de la continuación de esta tendencia). Hoy en día, hay 735 multimillonarios en Estados Unidos, tres de los cuales —Elon Musk, Larry Ellison y Jeff Bezos— poseen una riqueza de más de un millón de veces superior (!!) a la riqueza media de los hogares estadounidenses. Mientras tanto, casi el 60% de los estadounidenses viven al día, un tercio de los trabajadores ganan menos de 15 dólares la hora y aproximadamente 38 millones de estadounidenses viven por debajo del umbral de la pobreza.
No es casualidad que, a medida que los ricos se han hecho más ricos, cada vez más estadounidenses hayan tenido dificultades para llegar a fin de mes. Todas las pruebas disponibles demuestran que la pobreza y la desigualdad están íntimamente relacionadas. Un informe reciente reveló que Estados Unidos, uno de los países con mayor nivel de desigualdad entre los países desarrollados, tiene más pobreza intergeneracional que varios países similares. Además, la alta desigualdad perjudica la movilidad social y el crecimiento del PIB, dos mecanismos clave que permiten a las personas salir de la pobreza. Existe una relación clara e innegable entre el número de personas que viven en la pobreza y la magnitud de la brecha entre ricos y pobres, y los responsables políticos serían insensatos si no lo vieran.
Sin embargo, hay otras razones, además de la pobreza, por las que debemos preocuparnos por la desigualdad extrema. Una de las más importantes tiene que ver con la forma en que la concentración extrema de la riqueza en un pequeño grupo de personas desestabiliza nuestra democracia. A medida que los ricos se han enriquecido en las últimas cuatro décadas, han contribuido más a las campañas políticas. (Esto es especialmente cierto desde la sentencia del Tribunal Supremo de 2010 en el caso Citizens United, que abrió las compuertas al gasto ilimitado de los Super PAC). Han utilizado su riqueza para impulsar políticas en la dirección que les conviene, lo que ha creado un círculo vicioso en el que la desigualdad económica produce desigualdad política, lo que a su vez genera más desigualdad económica.
En ningún lugar esto es más evidente que en el código tributario. Nuestro código tributario fue en su día impresionantemente progresista. Durante la Segunda Guerra Mundial, el tipo impositivo marginal máximo del impuesto federal sobre la renta alcanzó el 94 % y se mantuvo por encima del 90 % hasta 1964, abarcando la totalidad de la década de 1950, considerada por muchos como la «edad de oro» económica de los Estados Unidos. Nuestro impuesto sobre el patrimonio también fue en su día muy sólido —tenía un tipo máximo del 77 % entre 1941 y 1976— y era eficaz para reducir las grandes fortunas.
Con el paso del tiempo, nuestro código tributario se ha vuelto mucho menos progresivo. Los multimillonarios pagan tipos impositivos mucho más bajos que los estadounidenses medios y, en ocasiones, se libran de pagar cualquier impuesto federal sobre la renta. El impuesto sobre el patrimonio se ha llenado de lagunas y exenciones tan complicadas que, en esencia, se ha convertido en un impuesto «opcional» para los ricos. Las ligas deportivas multimillonarias, como el PGA Tour (que recientemente se ha fusionado con LIV Golf, una liga de golf respaldada por Arabia Saudí, un país conocido por sus abusos contra los derechos humanos), no tienen ninguna obligación fiscal.
Hace más de una década lanzamos nuestra campaña para poner orden en este caos. Queremos que los gobiernos graven adecuadamente a las personas ricas como nosotros, tal y como hacían en el pasado, para contener la desigualdad, NO solo para recaudar ingresos. Con el paso del tiempo, la idea generalizada de que el código fiscal desempeña un papel importante en la distribución de la riqueza en Estados Unidos se ha desvanecido, sustituida por una visión miope y limitada de los impuestos como meros generadores de ingresos.
No creemos que sea necesario aumentar los impuestos a los ricos para recaudar ingresos con los que financiar las medidas que el gobierno quiere llevar a cabo. Creemos que es necesario aumentar los impuestos a los ricos para reducir la desigualdad. La desigualdad, como ya hemos expuesto, es perjudicial para nuestra economía, para los pobres y para nuestra democracia. Eliminar la desigualdad a través del código tributario no debería ser una preocupación secundaria a la hora de buscar ingresos, sino nuestra prioridad absoluta.
Reconocemos que algunos políticos que promueven aumentos de impuestos a los ricos podrían considerar políticamente conveniente vincularlos directamente con programas gubernamentales nuevos o ampliados. La mayoría de los legisladores, incluso aquellos que quieren gravar a los ricos, no están del todo seguros de que el público comprenda cómo sus vidas mejorarán directamente al gravar a los ricos, y creen que deben convencerlos de que apoyen los aumentos de impuestos ofreciéndoles otros programas.
No creemos que eso sea necesario. El problema al que nos enfrentamos NO es la falta de apoyo a nuestra visión: la mayoría de los estadounidenses están de acuerdo en que la desigualdad es un problema y en que los ricos y las empresas no pagan lo que deben en impuestos. El pueblo estadounidense apoya de forma abrumadora el aumento de los impuestos a los ricos; de hecho, cuando se propuso la agenda original de Biden como la Ley Build Back Better, una de las partes más populares del proyecto de ley era, como habrán adivinado, gravar a los ricos.
En cambio, nuestro problema para avanzar en nuestra agenda es la captura política por parte de los ricos. Tal y como están las cosas ahora mismo en Estados Unidos, los funcionarios electos responden a los intereses y preferencias de los ricos, no a los de sus electores ni a los de los trabajadores de todo el país. Algo tiene que cambiar, y creemos que para acabar con esta captura política y luchar contra la desigualdad, necesitamos que los trabajadores más afectados por la desigualdad se unan y exijan un cambio. Con ese fin, recientemente hemos puesto en marcha una nueva iniciativa, el Great Economy Project, en Whiteville, Carolina del Norte. Estamos llevando nuestro mensaje sobre la necesidad de luchar contra la desigualdad y gravar a los ricos a las pequeñas ciudades de Estados Unidos y proporcionando a la gente las herramientas que necesitan para romper el círculo vicioso de la desigualdad económica y política en Estados Unidos.
Todas las personas que hemos conocido en Whiteville —madres solteras, jubilados, trabajadores con salario mínimo— han vivido la desigualdad en Estados Unidos. Por su propia experiencia, comprenden perfectamente que la economía no funciona para la mayoría, sino que solo sirve para desviar la riqueza y los ingresos hacia unos pocos. Y ahora, gracias a nuestro programa, muchos de ellos se sienten impulsados a hacer algo al respecto. Para cerrar la brecha entre los ricos y el resto y alejar nuestra democracia del abismo del autoritarismo, todos debemos unirnos para exigir un cambio. Creemos que nuestro trabajo en Whiteville es un comienzo.
Este es el lema de Patriotic Millionaires: si te preocupa la lucha contra la pobreza y te preocupa salvar la democracia, entonces soluciona la desigualdad, imbécil.
Ya no sé cuántas manifestaciones van contra Mazón, pidiendo que dimita por su negligencia a la hora de avisar de lo inminente de la DANA. Que si estaba con una periodista, que si estaba comiendo, que si estaba follando, que si se estaba sacando una espinilla en el espejo en vez de avisar. Con ese aviso, posiblemente habría algunos muertos menos. Se trata de una negligencia con resultado de varios muertos. No de doscientos y pico menos, claro, porque todos sabemos lo que pasa con esos avisos, pero algunos menos.
Tengo la impresión de que en todo esto hay mucho desalmado y mucho retrasado mental, uniéndose para hacer creer y creer que el problema de las lluvias torrenciales se soluciona mandando mensajes al móvil. Y resulta que no, que se arregla con obras hidráulicas, que es justo lo que nadie exige, porque ese es un tema jodido, no da votos inmediatos, no sirve para echar mierda al adversario político y además puede traer a colación debates que nadie quiere.
Ya sé que es una locura meterse en estos tiempos a semejante censo, pero a veces me da por ahí. Masoquista, que es uno. Me puse a realizar un pequeño recuento sobre las noticias que siguen saliendo sobre el tema de la DANA de Valencia, y me cansé después de media hora. Este párrafo está repetido de otros dos o tres sitios, y me temo que voy a escribirlo aún más veces.
Me sigue pareciendo criminal y descorazonador que los artículos sobre la culpa de lo sucedido superen en más de treinta a uno a aquellos que hablan sobre las obras necesarias para que esto no vuelva a suceder, el encauzamiento de las ramblas, las presas y las obras hidráulicas necesarias para prevenir la siguiente desgracia.
No es ya sólo que haya quien crea que las riadas se paran con SMS, sino que parece que les da igual lo que pase, con tal de tener a quien colgarle el mochuelo. Porque lo que es arreglar cosas, no le interesa a nadie. Ni se debaten soluciones, ni se proponen, ni se discuten. Sólo culpa, responsabilidad, politiqueo y más culpa, como si estuviésemos ante un certamen de sermones o ante una olimpiada de confesionarios. Religión disfrazada de civismo. Religión, al fin y al cabo. Porque si no es Mazón, es el cambio climático. O el capitalismo. O su puta madre. Pero hablar de las soluciones parece vetado.
Estoy ya un poco hasta el gorro de tanto monaguillo falso, de tanto párroco disfrazado en un perpetuo carnaval circense. Además de querer averiguar quién tuvo la culpa, ¿hay alguien interesado en poner algún remedio?
Y ahora me vendrán, porque también lo he leído, con que lo uno no es incompatible con lo otro, con que hay que depurar responsabilidades. Con que Mazón estaba con una tía el día de autos. Con que lo importante es la factura del Ventorro. Y lo que quieras, sí. No es incompatible, pero resulta que todo el esfuerzo va dirigido a eso, y sigo en busca de artículos, de reportajes, de documentales hablando de lo que hay que hacer, de presentar planes de actuación sobre las torrenteras, de crear aljibes de tormenta y de otras soluciones técnicas.
Las soluciones no interesan porque son caras, lentas, complicadas y no dan votos ahora mismo. Y además, generan conflictos, porque hay que prohibir edificar aquí o allá, recalificar terrenos, enfrentarse con gente y organizar movidas urbanísticas, siempre retorcidas, enojosas y complicadas, en las que unos ganan, y ganan mucho, y otros pierden mucho a su vez. En cambio la culpa es inmediata, permite la caza mayor de políticos adversarios, y no cuesta un duro. Batucadas y caceroladas en vez de remedios. Danzas contra la lluvia de indios majaras.
Y además, cuando llegue la próxima desgracia se podrá, una vez más, reabrir las tres pistas del circo mediático sobre cuándo se tenía que haber enviado el aviso, sobre la gente a la que no le llegó, sobre los que lo recibieron y se lo pasaron por el forro, sobre el efecto de avisar seis veces antes de que a la séptima pase algo, y sobre los que se vieron obligados a ignorarlo porque su malísimo patrón los presionó.
Más circo y ninguna solución.
Pensar en soluciones debe ser de reaccionarios. De fachas. De desalmados que no piensan en los muertos.
Yo qué sé.
Con el incremento de los casos de cáncer, especialmente en personas jóvenes, se hace cada vez más patente una paradoja inquietante: el Estado del bienestar nos enferma para poder financiarse.
En Europa subsiste un dogma tácito: el Estado del bienestar es intocable. Alcanzarlo costó décadas de lucha y su crítica se percibe casi como sacrilegio. Pero cuestionar no es destruir; en una democracia madura, revisar las reglas de juego debería ser un deber cívico.
La teoría de la ventana rota (Wilson & Kelling, 1982) demuestra que un cristal sin reparar invita a romper el siguiente. De forma análoga, el Estado del bienestar se construyó con algunas “ventanas rotas” en su estructura original, y las décadas de políticas neoliberales no solo no las repararon, sino que han seguido rompiendo las que quedaban intactas. El resultado es un sistema que, en nombre de protegernos, ha terminado dependiendo de aquello que deteriora nuestra salud.
Pero cuestionar no es destruir; en una democracia madura, revisar las reglas de juego debería ser un deber cívico.
¿A qué se debe este incremento de cáncer y otras enfermedades crónicas?
Las causas son multifactoriales y ampliamente documentadas por organismos internacionales como la OMS y la Agencia Europea del Medio Ambiente:

¿Porque nuestros politicos no ponen cartas en el asunto? Una respuesta posible es que todos estos agentes nocivos son también una fuente relevante de financiación para el Estado. Los impuestos sobre el tabaco, el alcohol o los combustibles suponen miles de millones de euros cada año. En España, por ejemplo, aportan más de 15.000 millones de euros anuales (Ministerio de Hacienda, 2023), mientras que el gasto sanitario derivado de enfermedades relacionadas con esos mismos productos supera los 20.000 millones (OCDE, Health at a Glance, 2023).
Así, el Estado del bienestar entra en una contradicción estructural: necesita del consumo de productos que enferman a la población para sostener económicamente el sistema que luego debe curarla.
Un ejemplo reciente ilustra bien esta paradoja: la Seguridad Social ha comenzado a financiar medicamentos como el Ozempic para tratar la obesidad. Por un lado, se tolera la publicidad agresiva de comida basura y bebidas azucaradas; por otro, se subvencionan tratamientos farmacológicos para paliar sus consecuencias. El resultado es que el dinero público termina beneficiando doblemente al mismo sistema: primero a la industria alimentaria que nos enferma, y luego a la farmacéutica que nos “cura”.
La captura del Estado por parte de estos intereses privados, junto con la pasividad —o directamente la connivencia— de muchos representantes públicos, mantiene bloqueadas las reformas necesarias. Las llamadas “puertas giratorias” entre gobiernos y corporaciones agravan aún más el problema, erosionando la ética institucional y la confianza ciudadana.

Así, el Estado del bienestar entra en una contradicción estructural: necesita del consumo de productos que enferman a la población para sostener económicamente el sistema que luego debe curarla.
Si esta paradoja es sistémica, y el Estado del bienestar está coaccionado por el mercado y sus monopolios, la pregunta inevitable es qué podemos hacer para liberarlo de sus garras. Tal vez la respuesta no sea desmantelar el Estado del bienestar, sino reformarlo para hacerlo coherente con su propósito original: proteger la vida sin depender de lo que la destruye:
Un Estado del bienestar auténtico no debería depender de que enfermemos para sostenerse.
menéame