
Siempre fui un pésimo jugador de ajedrez. Recuerdo mi última partida, jugada hará más de 20 años contra un chaval de 12 años que me derrotó en menos de 10 movimientos. Ser un mal jugador de ajedrez no implica ser más o menos inteligente, sino carecer de unas habilidades determinadas, como el pintor que esculpe mal o el cirujano que siempre pierde al veo veo.
Mi incapacidad genética hacia el juego de mesa rey me hizo perder el interés por él hasta que cayeron en mis manos una serie de artículos sobre la historia contemporánea del juego de las 64 casillas obra del gran E. J. Rodríguez, uno de esos maravillosos escritores capaz de demostrar que lo que importa no es lo que se cuenta, sino cómo se cuenta. Así conocí la extraordinaria vida de Bobby Fischer y su desaparición inexplicable justo en la cresta de la ola o la lucha entre las dos Rusias materializada en la batalla Kasparov-Karpov, entre otras muchísimas y fabulosas historias. Hay tanta épica y tanto cine en la vida y obra de esos pequeños grandes chiflaos que son los ajedrecistas…
Pero de todas las cosas que descubrí gracias a E.J y luego a Leontxo García, hubo una que me impresionó hondamente y es descubrir que el ajedrez no es solo un juego, que el tablero es un lienzo donde los jugadores pueden pintar, escribir, esculpir, dejando un poso único. Y que, por tanto, un verdadero entendido puede saber, solo con mirar una concatenación de jugadas escritas en un libro, si estas son obra del minimalista y eficaz rey universal del ajedrez de los años 40, Raúl Capablanca o de Mijail Tal, el poeta más incomprendido de este deporte.
Aquello me dejó absolutamente shockeado. ¿Tan profundo y humano podía ser el ajedrez? Comencé a envidiar profundamente la admiración que el sacrificio suicida de una pieza o el riesgo de no enrocar el rey podía provocar en un experto, igual que el que se emociona hondamente con una canción de Coltrane o llora con Capra.
Como me ocurre con la música clásica o el cubismo, no podía ni podré entender la belleza y la lírica del ajedrez. Pero la creo y me interesa conocer su historia. De hecho, hace unos días me topé con unas crónicas muy interesantes relacionadas con la llamada "partida del milenio": que enfrentó, en 1997, al hombre contra la máquina, Kasparov contra una computadora creada y mejorada por IBM, Deep Blue (infinitamente superior a la pobre computadora que fue aplastada por el ruso en 1989 cuando los chips estaban aún en pañales).
El que es, para muchos, mejor jugador de la historia de este deporte contra un mamotreto capaz de calcular 100 millones posibles de jugadas por segundo, con más de 700.000 partidas memorizadas y despedazadas milimétricamente en su memoria.
Para que nos hagamos una idea, Magnus Carlsen, actual rey del ajedrez, dice ser capaz de calcular 15-20 jugadas por segundo.
Aunque con no tanta claridad como se esperaba, Kasparov fue derrotado por Deep Blue, que jugó al estilo Karpov, de una forma matemática, exacta, pero sublimando el estilo gracias a sus capacidades de cálculo.
Ahora bien, si el tablero de ajedrez es un lienzo, si la forma de jugar es una forma de expresión del ajedrecista…¿qué conclusiones se pudieron sacar sobre la Inteligencia Artificial que venció a Kasparov?
“La forma de jugar fue implacable, pero detrás de todos esos movimientos solo había una extremada corrección. No sé explicarlo. Ha sido una victoria completamente irreprochable. También ha sido irreprochablemente fría, carente de belleza, metálica…” dijo Vládimir Kramnik, que sucedió después a Kasparov como campeón del mundo.
“¿Le ha ganado? Sí. ¿Me ha gustado? No. Si el ajedrez hubiese sido siempre lo que ha hecho Deep Blue probablemente no existiría”, sentenció Viktor Korchnoi, eterno subcampeón mundial.
“Fría”, “Carente de belleza” e incapaz de motivar admiración, más allá de lo que es llana y sencillamente irrefutable. Una especie de cara oculta de la perfección que nos viene a mostrar que tal vez la perfección no es lo que creemos.
Dijo Capablanca, matemático ajedrecista pero elegante y guapo vividor que “La belleza de nuestros días radica en el error. Es a partir de ahí donde surgen cosas como el amor, la unión, la amistad, la búsqueda o el esfuerzo. No aspiramos a la perfección, aspiramos a cumplir un reto y a divertirnos con él. En eso, la vida y el ajedrez son exactamente iguales”.
Hoy, la Inteligencia Artificial invade nuestras vidas como nunca llegamos a imaginarlo. Millones, que digo millones, centenares de millones de puestos de trabajo penden en un hilo, pero hay algo que el ajedrez nos ha enseñado y es que, por mucho que una IA mejore, nunca podrá alcanzar la belleza que puede crear un ser humano, porque nosotros no aspiramos a la perfección, aspiramos a la felicidad, y eso es algo inalcanzable para un conjunto de chips y circuitos incapaces de creer en el maravilloso poder que otorga la equivocación.
Se hablaba hoy mismo de este tema y lo cierto es que me ha hecho reflexionar, así que comparto mis conclusiones.
La cuestión es que si se regalan dos mil euros a cada español, eso costaría unos noventa mil millones de euros, y supondría una inyección directa en las economías familiares. Bien.
Luego, si la idea se pone bajo la lupa, nos encontramos con algunas variables un poco más inquietantes, que a buen seguro generarían polémica: que reciban la misma cantidad los que no tienen para comer y los que tienen cien millones de euros en el banco, pero eso no acabaría de ser un perjuicio y se haría para reducir la burocracia. Una donación universal e incondicional. Vale.
Sería aún más divertido escuchar la opinión de la gente sobre la diferencia que hay entre el que vive sólo y las familias de nueve personas, pero oye... Así es la vida.
Las tres preguntas principales, para mí, serían: origen del dinero, efectos inflacionarios e implicaciones ideológicas
-Origen del dinero: como no hay que recaudarlo vía impuestos, el BCE lo podría poner de su balance, diluyendo el valor de la moneda, pero seguramente en una magnitud modesta. Yo creo que no pasaría del 1%, haciendo un par de cuentas a ojo. El efecto dilutivo sería modesto, sin duda.
-El efecto inflacionario dependería, sin duda, de si la gente puede gastar ese dinero en lo que quiera o si hay algún tipo de límite. Si no hay límite, porque es dinero corriente, seguramente Amazon se pondría las botas , por ejemplo, y estaríamos dando una subvención directa, a lo bestia, las grandes corporaciones, sobre todo a las norteamericanas. Mi peor sospecha, además de lo que acabo de explicar, es que generaría una inflación importante sobre los bienes de primera necesidad y una muy pequeña o despreciable sobre el resto. NO subirían los coches, ni los alquileres, pero sí el pan, el café y la carne de pollo. Sería muy curioso ver cómo los ofertantes de bienes y servicios se pelean por captar ese dinero.
-La implicación ideológica, esa sí, es preocupante: si en vez de darle el dinero a los Gobiernos, para que generen infraestructuras o presten servicios, el BCE decide darle el dinero a la gente, se reconoce implícitamente, sin medias tintas, que quien mejor sabe en qué gastar su dinero es la gente, y que la intervención del Estado reduce al eficiencia en el empleo de los recursos. Decir que el dinero mejor empleado es el que está en manos de la gente y no del Estado, es como decir que hay que bajar los impuestos.
Y una vez tirada esa piedra, a ver quién la levanta.
menéame