Albert Rivera está siempre a punto de irse a otra parte. Está nervioso y necesita comprobar el funcionamiento de sus articulaciones cada cinco minutos. Vive simultáneamente en dos planos de la realidad que no consigue coordinar. Por ejemplo, sus palabras inclusivas y de concordia no encajan con sus manos melindrosas ni con su boca, que está un poco fuera de eje. A la vez, se mueve con un aire elitista que lo convierte en una especie de Mario Conde titubeante. Se pretende de centro, pero posee una fisionomía descentrada.
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