Para cuando cumplí 35 años, la relación más importante que había tenido como adulto fue con una iguana. No era fácil conocer a nadie donde pasé mis veinte y casi la mitad de mis treinta: la prisión en la base naval de la bahía de Guantánamo, Cuba. Después de llegar, me pusieron en una celda de aislamiento, donde había enormes ventiladores afuera de cada celda que funcionaban día y noche con un ruido ensordecedor, para evitar que los prisioneros se comunicaran. Incluso cuando salíamos a los supuestos descansos recreativos no nos permitían hablar
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