Hace 1 año | Por Andaui a elpais.com
Publicado hace 1 año por Andaui a elpais.com

Olga criaba a sus cuatro hijos sin ingresar un solo euro en casa. Tras su entrada en la cárcel, entró en un programa de inserción social y ahora es ayudante de cocina.

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Lo mejor que le ha pasado es que alguien le echara una mano.

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#2 si, y tener fuerza de voluntad para querer cambiar, cosa nada fácil.

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#1

Condenada por hurto en supermercados: “Lo mejor que me podía
haber pasado fue entrar en prisión”

Olga criaba a sus cuatro hijos sin ingresar un solo euro en
casa. Tras su entrada en la cárcel, entró en un programa de

Condenada por hurto en supermercados: “Lo mejor que me podía
haber pasado fue entrar en prisión”

Olga criaba a sus cuatro hijos sin ingresar un solo euro en
casa. Tras su entrada en la cárcel, entró en un programa de
inserción social y ahora es ayudante de cocina


Olga, quien cumple condena en tercer grado y participó en
un programa de inserción social, en Madrid. Olga, quien
cumple condena en tercer grado y participó en un programa
de inserción social, en Madrid.Samuel Sánchez María Sosa
Troya María Sosa Troya Madrid - 01 dic 2022 - 04:30 UTC

En febrero de 2020, una mujer asustada se personó en la
cárcel de Villanubla, en Valladolid. En casa se quedaban
cuatro hijos y un reguero de intentos por disuadirla. “No
te presentes, eso es una locura, ponte en busca y
captura”, “Mamá, no nos dejes”. Cuando llegó la orden de
entrada en prisión, ella se personó una semana antes. Por
delante tenía una condena de tres años “por haber hurtado
durante años en supermercados” cuando en su casa no
entraba ni un euro, pero eran seis para comer cada día.
“Lo mejor que me podía haber pasado fue entrar en
prisión. Si no, no sé dónde hubiera acabado”, recuerda
ahora, en una cafetería en Madrid. Ella es Olga, un
nombre ficticio para proteger a su familia, y esta es su
historia, la de alguien que aprendió a vivir mientras
cumplía condena.

Olga tiene 36 años y se pasa la entrevista sonriendo.
Mujer, gitana, divorciada. Ha roto unas cuantas brechas.
Cuenta que ha tenido “una vida un poco complicadilla”,
con “muchísimas carencias, muchas necesidades”. Con todo,
dice que ha tenido suerte. Apenas 21 días después de
entrar en prisión, la dirección del centro la clasificó
en tercer grado penitenciario o régimen abierto, la
conocida como semilibertad, para que pudiera hacerse
cargo de sus hijos, que tienen de cuatro a 17 años.
Durante la pandemia pudo irse a casa para poder cuidar de
los niños. Una pulsera negra sujeta al tobillo controlaba
de modo telemático que cumplía los horarios que le habían
sido impuestos. Aún la lleva. Se levanta un poco el
pantalón y la enseña. Puede salir del domicilio entre las
ocho de la mañana y las 11 de la noche, para poder
trabajar y atender a sus hijos.

A su lado en la cafetería se sientan la técnica de
inserción y la trabajadora social que la ayudaron a
recorrer un itinerario que cambió su vida. Al principio,
Olga no sabía ni encender el ordenador. De ella, más que
su suerte, las dos profesionales destacan su fuerza y
capacidad de trabajo. No todo el mundo lo logra. Más de
35.000 personas cumplen ahora condena en segundo o tercer
grado en España. En los últimos 12 años, 20.996 internos
han participado en el programa Reincorpora, de la
Fundación La Caixa, que se lleva a cabo en los 81 centros
penitenciarios que dependen del Ministerio del Interior
(las prisiones de Euskadi y Cataluña son gestionadas por
el Gobierno vasco y la Generalitat). De ellos, 8.526 han
conseguido un empleo, según los datos difundidos este
noviembre. Olga es una de ellos. Ahora es ayudante de
cocina en un restaurante.

La situación era bien distinta hace años. Su vida ha dado
un vuelco en los dos decenios que han pasado desde que se
casó, con apenas 16, hasta ahora. Ella no llegó a
terminar la educación secundaria y dice que se frustraba
al ver cómo le cerraban una puerta tras otra en la cara
al pedir empleo. “Me condicionaba el ser gitana, hay
personas que todavía tienen prejuicios. Hacía
entrevistas, también me preguntaban si tenía cargas
familiares, y yo no escondía a mis hijos. Me decían que
no era el perfil que buscaban”. En el barrio, uno de los
más desfavorecidos de Valladolid, veía “malos ejemplos”.
“Yo no vengo de una familia delincuente, pero veía a los
vecinos y decía: ‘Cómo viste, cómo da de comer a los
niños’, así que fui por lo fácil, el hurto, para cubrir
las necesidades de mis hijos. Pañales, papillas, una
crema para la niña…”. Así se metió en la boca del lobo.
Su peor decisión. “Mis delitos no fueron violentos”. Pero
las causas se le fueron acumulando, cuatro delitos de
hurto, y se formó una bola de nieve que se hizo
imparable. Olga, durante la entrevista, en Madrid. Olga,
durante la entrevista, en Madrid. Samuel Sánchez

Hasta que llegó la orden judicial de entrada en prisión.
“Cuando entré, me dije: yo necesito salir de aquí, este
no es mi sitio”, rememora. “Empezaron a darme muchas
normas, tenía que ir apuntándolas. Era supervivencia pura
y dura. Allí las horas son intensas”, sigue. A las siete
y media de la tarde ya tenía que estar dentro de la
celda, hasta las ocho y media de la mañana siguiente. La
cabeza no paraba. A los días le dieron un puesto de
trabajo, repartiendo las comidas. “Que ya es el colmo, no
lo consigo en la calle y lo consigo dentro”, se ríe.
Aquello le sirvió para tener la mente ocupada. Pero duró
poco porque a los 21 días de entrar en la cárcel pasó a
un centro de inserción social (CIS), donde cumplen
condena presos en semilibertad. En aquella época estaba
pasando una separación que fue complicada. “En total,
estuve un mes, pero fueron [como] tres años, muy
intensos, no pasaban las horas, ni los minutos”. Después
de la pandemia, durante unos dos meses volvió a pasar las
noches en el CIS, pero a partir de mayo de 2021 se le
volvió a instalar el dispositivo telemático.

En 2020, cuando le propusieron comenzar a dar pasos, se
rebeló. “Dije: ¿cómo quieres que empiece a construir si
ni tan siquiera me puedo poner de pie?”, recuerda Olga.
Así que lo primero, relata Yolanda Barrientos, la
trabajadora social del CIS de Valladolid, fue derivarla a
un taller de desarrollo personal que llevaban a cabo en
el Ayuntamiento con otras mujeres. “Empezó a encenderse
la luz. Otras personas contaban sus historias, sus
carencias, y digo: ¿por qué yo no? No quiero volver
atrás, no quiero vivir del hurto. Quería formarme.
Primero empecé a procesarlo, a tener confianza en mí, a
tener esa fortaleza y seguridad”, afirma Olga. “Yo era
una persona con muchos prejuicios, no me comunicaba con
nadie, me ponía una coraza porque creía que todo el mundo
quería hacerme daño. Solo me relacionaba con mi familia,
la de él y nuestros conocidos, ese era mi mundo”.
Barrientos trabajó con Ana Royo, la técnica del programa
Reincorpora, que a su vez está empleada en la Fundación
Rondilla. “Olga es el ejemplo real de lo que es un
itinerario de inserción personal, social y laboral”, dice
Royo. Juntas analizaron sus necesidades y juntas
activaron un engranaje del que solo Olga podía tirar. Así
lo hizo.

No fue fácil. Hubo que conseguir ingresos porque en su
casa seguía sin entrar un euro. Tampoco tenía vivienda,
se quedaba con unos familiares. “Solicitó una renta
garantizada de ciudadanía, que puede compatibilizar con
su empleo a tiempo parcial, porque una jornada completa
es incompatible con el cuidado de sus hijos”, sostiene la
trabajadora social. Hace unos meses consiguió una casa.
“Lo interesante es que está transmitiendo unos valores de
esfuerzo personal, pero también sociales, de educación y
formación a sus hijos”, sigue Barrientos. Hace años
tenían un problema de absentismo escolar. “Muchos días no
tenía ni para llevarles al colegio, ni qué ponerles de
desayuno. Es todo una cadena: necesitas la economía, la
estabilidad, la seguridad, la confianza. Al principio no
tenía nada”. Ahora sus hijos están mejor, explica, ha
mejorado el ambiente. “Mi niña se ha sacado ya dos
formaciones”, cuenta Olga, orgullosa.

En cuanto salió del CIS, algo había cambiado. “Allí
dentro tiempo te sobra, la cabeza empieza a trabajar, a
hacer preguntas. Comienza la montaña rusa, como digo yo.
Venía de muy abajo. No estaba cómoda con la vida que
tenía, no quería que el entorno me condicionara porque yo
ya había llorado bastante”. Por las mañanas se formaba en
un curso de hostelería y por las tardes iba a
capacitación digital. Empezó a hacer prácticas en el
restaurante, primero puramente formativas. “Sin público.
A mí me mandaban a la cámara frigorífica y no sabía dónde
estaba cada cosa, no sabía qué era cada cosa. Me decían:
copia y pega la página web y yo decía: ¿qué copio y qué
pego?”. Su libreta era inseparable, y en su tiempo libre
repasaba la lección: qué es la celiaquía, cómo se cocina
cada plato. “Ahora tengo vida social. Antes tenía muchos
prejuicios”. Se ha reconstruido a sí misma. Aunque ya no
pise la cárcel, hasta marzo de 2023 no habrá extinguido
su condena. “Pero yo me siento libre, he conseguido mi
independencia, mi estabilidad”.