Con una regular cadencia que habíamos olvidado, la naturaleza descarga su flamígera espada sobre los seres humanos. Entonces sufrimos, nos equivocamos, nos rompemos, morimos. No hay nada indigno en ello. Lo único indigno, por ser como somos el único ser vivo reflexivo, es que no saquemos las oportunas conclusiones de la debacle. Somos nosotros, los todavía vivos, quienes hemos de mostrar una inquebrantable resolución por conseguir que sus muertes no hayan sido en vano.
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