El Sur Global ve a Israel como una potencia subrogada de Occidente que destruye cuerpos morenos, como en tiempos coloniales. Los grandes medios occidentales, que acusan a Putin de barbarie pero no aplican el mismo rasero con Netanyahu, no comprenden lo que está pasando en el resto del mundo. Por PANKAJ MISHRA
#4:
“En el principio fue la prensa y después apareció el mundo”, escribió Karl Kraus en 1921. La alusión bíblica no era una floritura retórica. En una era apocalíptica, el escritor austriaco —seguramente el primer gran analista de los medios de comunicación— tenía motivos para creer que el periodismo había dejado de ser un filtro neutral entre la imaginación popular y el mundo exterior y había decidido construir una nueva realidad.
Kraus había refinado su crítica durante la I Guerra Mundial, cuando empezó a culpar a los periódicos de estar agravando el desastre sobre el que debían informar. “¿Cómo es posible que se esté empujando al mundo hacia la guerra?”, preguntaba; en su opinión, el origen de la guerra fundacional del siglo XX estaba en el hundimiento de las facultades cognitivas e imaginativas en todo el continente que había provocado la prensa y que facilitó que las naciones europeas cayeran en la trampa de una guerra que no supieron prever ni detener. “Gracias a décadas de práctica”, escribió, “[el periodista] ha creado en la humanidad tal falta de imaginación que es capaz de enzarzarse en una guerra de exterminio contra sí misma”.
Puede parecer fácil despreciar, desde nuestra perspectiva privilegiada y bien informada, el mundo provinciano de las publicaciones periódicas vienesas contra las que despotricaba Kraus. Sin embargo, ahora que se extienden, imparables, unas guerras encarnizadas en Europa y Oriente Próximo que amenazan con convertirse en conflagraciones más amplias y están desgarrando el tejido de varias sociedades, la crítica de Kraus al cuarto poder, el llamado pilar de la democracia, no solo es más pertinente, sino que resuena como un análisis general de la decadencia de las instituciones democráticas en Occidente.
La fragilidad innata de esas instituciones la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. Mohandas “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría. No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.
Hoy, una evaluación así de contundente llegaría a la conclusión de que la deshonestidad de gran parte de los medios digitales que trafican con bulos y teorías de la conspiración es sistemática. La prensa tradicional, que suele estar en manos de grandes magnates, mantiene su pretensión de tener una responsabilidad política y ética, de ser una luz en esa oscuridad en la que supuestamente muere la democracia. Pero las pruebas de su ineptitud e incluso su carácter corrupto no han hecho más que acumularse de forma siniestra en las tres décadas que llevo dedicado al periodismo.
Mi carrera como escritor de literatura de no ficción empezó en serio con la guerra contra el terrorismo, la guerra fundacional de nuestro propio siglo, que asoló grandes partes de Asia y África y vació las libertades civiles en Occidente para, al final, terminar con la humillante retirada occidental de Afganistán en 2021. A principios de 2001 viajé a Afganistán y Pakistán por encargo de Granta y The New York Review of Books. Los largos artículos que escribí basándome en esos viajes aparecieron justo después del 11 de septiembre, por lo que, en los medios de comunicación estadounidenses y europeos, muchos consideraron que era un “experto en terrorismo”.
No rechacé esta etiqueta tan absurda con la vehemencia que debería haber tenido. En aquella época había muy pocos escritores de origen no occidental en la prensa angloamericana; las páginas de opinión estaban llenas de diatribas intolerantes contra el islam y sentí el peso de tener cierta responsabilidad. Aunque la pueril pregunta de “¿por qué nos odian?” me producía rechazo, quería hacer todo lo posible para luchar contra la deshumanización de unas sociedades tan profundamente dañadas como Afganistán e Irak y la demonización de las minorías en Occidente.
Tuve que ver, incrédulo, cómo la BBC proyectaba en horario de máxima audiencia un documental sobre los efectos beneficiosos del Imperio Británico para el mundo entero. Cuando escribía para publicaciones occidentales, me sentía presionado para no apartarme demasiado de su consenso general: que la invasión simultánea de múltiples países era buena, justa y necesaria, concebida para liberar a su población, en especial a las mujeres, de unos opresores crueles y hacer avanzar la democracia.
Y no me quedó más remedio que observar con impotencia cómo los sectores más respetables de la prensa occidental no solo alentaban una guerra basada en la mentira, sino que además contribuían a racializarla. Hoy conocemos las fantasías de los nacionalistas de extrema derecha actuales, en las que un enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental. Pero las teorías sobre la violencia ejercida contra esta némesis de tez oscura florecieron durante años en las publicaciones periódicas “de toda la vida” y los intelectuales progresistas.
“Es hora de pensar en la tortura”, proclamaba Newsweek unas semanas después del 11 de septiembre. “Una brutalidad selectiva”, recomendaba Time. Cuando la invasión de Irak estaba en marcha, The Atlantic expuso en un reportaje de portada las ventajas de la “tortura light”. En The New York Times Magazine, Michael Ignatieff instaba a los estadounidenses a asumir su destino imperial e invadir Irak; pero, además, este profesor de derechos humanos también definía cómo era posible someter a los cuerpos negros y morenos a “formas de privación del sueño” y “desorientación (como mantener a los prisioneros encapuchados) que causaran estrés”. La fecha de publicación del artículo fue inoportuna: justo cuando aparecieron las primeras fotos de prisioneros encapuchados de la cárcel de Abu Ghraib.
La impunidad con la que Israel ha asesinado a casi 200 escritores, académicos y periodistas en Gaza, después de prohibir la presencia de periodistas extranjeros en el lugar de las ejecuciones, se la concedieron sus amigos occidentales poco después del 11 de septiembre. En 2002, después de que Israel bombardeara y destruyera una emisora de radio en Cisjordania, Anne Applebaum, en la actualidad una destacada crítica de la “autocracia”, declaró que “los medios de comunicación oficiales de los palestinos son un blanco apropiado para la ira de Israel”. La “prohibición a los musulmanes” de Trump y las fantasías violentas de J. D. Vance nos escandalizan solo si nos olvidamos de que, en 2006, Martin Amis confesó en tono cómplice a un periodista de The Times su “clara necesidad” de decir cosas como esta: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga sus asuntos en orden. ¿Qué tipo de sufrimiento? Prohibirles viajar. Más adelante, deportaciones. Restringirles las libertades. Obligar a desnudarse, para cachearla, a cualquier persona que tenga aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán”.
Hoy en día, la opinión general es que la guerra contra el terrorismo fue un fracaso militar y geopolítico. Pero todavía no somos plenamente conscientes de que fue un inmenso fracaso intelectual y moral: un intento de los medios de comunicación y la clase política de Occidente de construir una realidad, que tuvo resultados catastróficos, pero consiguió integrar la crueldad y la mendacidad, a fondo y de forma duradera, en la vida pública. Y, en parte porque este desastre no se reconoció —los periodistas y escritores que promovían los falsos relatos y jaleaban la violencia a gran escala siguieron en sus puestos e incluso obtuvieron ascensos—, hoy volvemos a verlo en las informaciones que dan los medios de comunicación occidentales sobre la guerra de Israel contra Gaza: otra guerra que ha quemado en la hoguera todas las normas jurídicas y morales internacionales y que ha adormecido y pervertido las conciencias.
El historiador Omer Bartov ha señalado que Israel, con su aparente respuesta a un ataque terrorista de Hamás sin precedentes, quiso desde el principio “hacer inhabitable toda la Franja de Gaza y debilitar a su población hasta que muera o busque todas las formas posibles de huir del territorio”. Ahora, con las bombas de mil kilogramos que les proporciona Estados Unidos, los líderes israelíes de extrema derecha quieren militarizar aún más la ocupación de Cisjordania y Gaza, y provocar a sus enemigos, mediante actos de terrorismo en Líbano e Irán, para generalizar la guerra. Pero todas estas realidades innegables e incluso la aniquilación de Gaza, que, a diferencia de muchas otras atrocidades, vemos retransmitida en directo por sus autores y por sus víctimas, se ocultan e incluso se niegan cotidianamente en los principales medios de comunicación de Occidente.
Los palestinos y los árabes conocen desde hace décadas las numerosas líneas rojas ocultas que limitan el debate sobre la trayectoria de Israel. Mis propios intentos esporádicos de abordar el tema me han mostrado un pérfido régimen de represiones y prohibiciones en Occidente. Pero no solo se reprimen o se desoyen los puntos de vista no occidentales como el mío. Cada vez está más claro que los periodistas occidentales más destacados parecen haber decretado una receta general con la que tratan de proteger su retorcida lógica: que, como dijo Gideon Rachman, responsable de Opinión sobre política internacional de Financial Times, “la mejor forma de evitar una catástrofe humanitaria en Gaza es apoyar a Israel”.
En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un
“En el principio fue la prensa y después apareció el mundo”, escribió Karl Kraus en 1921. La alusión bíblica no era una floritura retórica. En una era apocalíptica, el escritor austriaco —seguramente el primer gran analista de los medios de comunicación— tenía motivos para creer que el periodismo había dejado de ser un filtro neutral entre la imaginación popular y el mundo exterior y había decidido construir una nueva realidad.
Kraus había refinado su crítica durante la I Guerra Mundial, cuando empezó a culpar a los periódicos de estar agravando el desastre sobre el que debían informar. “¿Cómo es posible que se esté empujando al mundo hacia la guerra?”, preguntaba; en su opinión, el origen de la guerra fundacional del siglo XX estaba en el hundimiento de las facultades cognitivas e imaginativas en todo el continente que había provocado la prensa y que facilitó que las naciones europeas cayeran en la trampa de una guerra que no supieron prever ni detener. “Gracias a décadas de práctica”, escribió, “[el periodista] ha creado en la humanidad tal falta de imaginación que es capaz de enzarzarse en una guerra de exterminio contra sí misma”.
Puede parecer fácil despreciar, desde nuestra perspectiva privilegiada y bien informada, el mundo provinciano de las publicaciones periódicas vienesas contra las que despotricaba Kraus. Sin embargo, ahora que se extienden, imparables, unas guerras encarnizadas en Europa y Oriente Próximo que amenazan con convertirse en conflagraciones más amplias y están desgarrando el tejido de varias sociedades, la crítica de Kraus al cuarto poder, el llamado pilar de la democracia, no solo es más pertinente, sino que resuena como un análisis general de la decadencia de las instituciones democráticas en Occidente.
La fragilidad innata de esas instituciones la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. Mohandas “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría. No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.
Hoy, una evaluación así de contundente llegaría a la conclusión de que la deshonestidad de gran parte de los medios digitales que trafican con bulos y teorías de la conspiración es sistemática. La prensa tradicional, que suele estar en manos de grandes magnates, mantiene su pretensión de tener una responsabilidad política y ética, de ser una luz en esa oscuridad en la que supuestamente muere la democracia. Pero las pruebas de su ineptitud e incluso su carácter corrupto no han hecho más que acumularse de forma siniestra en las tres décadas que llevo dedicado al periodismo.
Mi carrera como escritor de literatura de no ficción empezó en serio con la guerra contra el terrorismo, la guerra fundacional de nuestro propio siglo, que asoló grandes partes de Asia y África y vació las libertades civiles en Occidente para, al final, terminar con la humillante retirada occidental de Afganistán en 2021. A principios de 2001 viajé a Afganistán y Pakistán por encargo de Granta y The New York Review of Books. Los largos artículos que escribí basándome en esos viajes aparecieron justo después del 11 de septiembre, por lo que, en los medios de comunicación estadounidenses y europeos, muchos consideraron que era un “experto en terrorismo”.
No rechacé esta etiqueta tan absurda con la vehemencia que debería haber tenido. En aquella época había muy pocos escritores de origen no occidental en la prensa angloamericana; las páginas de opinión estaban llenas de diatribas intolerantes contra el islam y sentí el peso de tener cierta responsabilidad. Aunque la pueril pregunta de “¿por qué nos odian?” me producía rechazo, quería hacer todo lo posible para luchar contra la deshumanización de unas sociedades tan profundamente dañadas como Afganistán e Irak y la demonización de las minorías en Occidente.
Tuve que ver, incrédulo, cómo la BBC proyectaba en horario de máxima audiencia un documental sobre los efectos beneficiosos del Imperio Británico para el mundo entero. Cuando escribía para publicaciones occidentales, me sentía presionado para no apartarme demasiado de su consenso general: que la invasión simultánea de múltiples países era buena, justa y necesaria, concebida para liberar a su población, en especial a las mujeres, de unos opresores crueles y hacer avanzar la democracia.
Y no me quedó más remedio que observar con impotencia cómo los sectores más respetables de la prensa occidental no solo alentaban una guerra basada en la mentira, sino que además contribuían a racializarla. Hoy conocemos las fantasías de los nacionalistas de extrema derecha actuales, en las que un enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental. Pero las teorías sobre la violencia ejercida contra esta némesis de tez oscura florecieron durante años en las publicaciones periódicas “de toda la vida” y los intelectuales progresistas.
“Es hora de pensar en la tortura”, proclamaba Newsweek unas semanas después del 11 de septiembre. “Una brutalidad selectiva”, recomendaba Time. Cuando la invasión de Irak estaba en marcha, The Atlantic expuso en un reportaje de portada las ventajas de la “tortura light”. En The New York Times Magazine, Michael Ignatieff instaba a los estadounidenses a asumir su destino imperial e invadir Irak; pero, además, este profesor de derechos humanos también definía cómo era posible someter a los cuerpos negros y morenos a “formas de privación del sueño” y “desorientación (como mantener a los prisioneros encapuchados) que causaran estrés”. La fecha de publicación del artículo fue inoportuna: justo cuando aparecieron las primeras fotos de prisioneros encapuchados de la cárcel de Abu Ghraib.
La impunidad con la que Israel ha asesinado a casi 200 escritores, académicos y periodistas en Gaza, después de prohibir la presencia de periodistas extranjeros en el lugar de las ejecuciones, se la concedieron sus amigos occidentales poco después del 11 de septiembre. En 2002, después de que Israel bombardeara y destruyera una emisora de radio en Cisjordania, Anne Applebaum, en la actualidad una destacada crítica de la “autocracia”, declaró que “los medios de comunicación oficiales de los palestinos son un blanco apropiado para la ira de Israel”. La “prohibición a los musulmanes” de Trump y las fantasías violentas de J. D. Vance nos escandalizan solo si nos olvidamos de que, en 2006, Martin Amis confesó en tono cómplice a un periodista de The Times su “clara necesidad” de decir cosas como esta: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga sus asuntos en orden. ¿Qué tipo de sufrimiento? Prohibirles viajar. Más adelante, deportaciones. Restringirles las libertades. Obligar a desnudarse, para cachearla, a cualquier persona que tenga aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán”.
Hoy en día, la opinión general es que la guerra contra el terrorismo fue un fracaso militar y geopolítico. Pero todavía no somos plenamente conscientes de que fue un inmenso fracaso intelectual y moral: un intento de los medios de comunicación y la clase política de Occidente de construir una realidad, que tuvo resultados catastróficos, pero consiguió integrar la crueldad y la mendacidad, a fondo y de forma duradera, en la vida pública. Y, en parte porque este desastre no se reconoció —los periodistas y escritores que promovían los falsos relatos y jaleaban la violencia a gran escala siguieron en sus puestos e incluso obtuvieron ascensos—, hoy volvemos a verlo en las informaciones que dan los medios de comunicación occidentales sobre la guerra de Israel contra Gaza: otra guerra que ha quemado en la hoguera todas las normas jurídicas y morales internacionales y que ha adormecido y pervertido las conciencias.
El historiador Omer Bartov ha señalado que Israel, con su aparente respuesta a un ataque terrorista de Hamás sin precedentes, quiso desde el principio “hacer inhabitable toda la Franja de Gaza y debilitar a su población hasta que muera o busque todas las formas posibles de huir del territorio”. Ahora, con las bombas de mil kilogramos que les proporciona Estados Unidos, los líderes israelíes de extrema derecha quieren militarizar aún más la ocupación de Cisjordania y Gaza, y provocar a sus enemigos, mediante actos de terrorismo en Líbano e Irán, para generalizar la guerra. Pero todas estas realidades innegables e incluso la aniquilación de Gaza, que, a diferencia de muchas otras atrocidades, vemos retransmitida en directo por sus autores y por sus víctimas, se ocultan e incluso se niegan cotidianamente en los principales medios de comunicación de Occidente.
Los palestinos y los árabes conocen desde hace décadas las numerosas líneas rojas ocultas que limitan el debate sobre la trayectoria de Israel. Mis propios intentos esporádicos de abordar el tema me han mostrado un pérfido régimen de represiones y prohibiciones en Occidente. Pero no solo se reprimen o se desoyen los puntos de vista no occidentales como el mío. Cada vez está más claro que los periodistas occidentales más destacados parecen haber decretado una receta general con la que tratan de proteger su retorcida lógica: que, como dijo Gideon Rachman, responsable de Opinión sobre política internacional de Financial Times, “la mejor forma de evitar una catástrofe humanitaria en Gaza es apoyar a Israel”.
En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un
#2 que mierda.. es verdad. Normalmente nunca me deja leer nada en elpais pero este artículo si me lo abria.. por eso lo mandé.
Dejo en #4 la parte q me ha dejado copiar.
Una pena porque el artículo es muy bueno
#4 En la guerra de Irak de 1991, la buena, le dieron la exclusiva de la cobertura del "conflicto" a una cadena segundona, la CNN. Los tertulianos y opinadores que cubrían la guerra 24 horas repetían como loros: "En caso de guerra la primera víctima es la verdad". No me sonaba a lamento, si no como asunción de una responsabilidad por parte de la prensa.
No es que occidente no se entere, sólo hay que ver la opinión y las manifestaciones de la población de los países occidentales en contra de los sionistas.
Lo que pasa es que los gobiernos occidentales están totalmente parasitados por el lobby israelí.
Nuestros políticos, nuestros líderes, son rehenes de Israel
#6 El artículo va más contra los periodistas y políticos que aborregan, mienten y estafan a los occidentales desde hace décadas que contra los líderes occidentales, que no son más que el resultado de dicho aborregamiento.
Llamar a Israel un estado es mucho decir.
Israel es más bien una colonia al estilo de Sudáfrica en el XVII-XIX.
El aparheid Israelí es clavado al sudafricano, sólo que en este caso en vez de recursos para sus barcos y diamantes lo que EE.UU y la UE quiere es su posición geoestratégica.
De momento Sudáfrica que se ve reflefada en esta historia, es quién más se ha mojado en denunciarlo.
¿Cómo acabará?
Comentarios
A ver si con esta imagen comparativa de una ciudad del mediterráneo los occidentales se van enterando :
La ciudad de Gaza en 2022 vs 2024
La ciudad de Gaza en 2022 vs 2024
x.com#1 Acojonante.
“En el principio fue la prensa y después apareció el mundo”, escribió Karl Kraus en 1921. La alusión bíblica no era una floritura retórica. En una era apocalíptica, el escritor austriaco —seguramente el primer gran analista de los medios de comunicación— tenía motivos para creer que el periodismo había dejado de ser un filtro neutral entre la imaginación popular y el mundo exterior y había decidido construir una nueva realidad.
Kraus había refinado su crítica durante la I Guerra Mundial, cuando empezó a culpar a los periódicos de estar agravando el desastre sobre el que debían informar. “¿Cómo es posible que se esté empujando al mundo hacia la guerra?”, preguntaba; en su opinión, el origen de la guerra fundacional del siglo XX estaba en el hundimiento de las facultades cognitivas e imaginativas en todo el continente que había provocado la prensa y que facilitó que las naciones europeas cayeran en la trampa de una guerra que no supieron prever ni detener. “Gracias a décadas de práctica”, escribió, “[el periodista] ha creado en la humanidad tal falta de imaginación que es capaz de enzarzarse en una guerra de exterminio contra sí misma”.
Puede parecer fácil despreciar, desde nuestra perspectiva privilegiada y bien informada, el mundo provinciano de las publicaciones periódicas vienesas contra las que despotricaba Kraus. Sin embargo, ahora que se extienden, imparables, unas guerras encarnizadas en Europa y Oriente Próximo que amenazan con convertirse en conflagraciones más amplias y están desgarrando el tejido de varias sociedades, la crítica de Kraus al cuarto poder, el llamado pilar de la democracia, no solo es más pertinente, sino que resuena como un análisis general de la decadencia de las instituciones democráticas en Occidente.
La fragilidad innata de esas instituciones la vieron hace mucho tiempo los súbditos asiáticos y africanos de los colonialistas europeos. Mohandas “Mahatma” Gandhi, para quien la democracia era literalmente el gobierno del pueblo, insistía en que, en Occidente, era pura teoría. No podía ser una realidad mientras “persista el inmenso abismo entre los ricos y los millones de personas hambrientas” y los votantes “se dejen guiar por sus periódicos, tantas veces deshonestos”.
Hoy, una evaluación así de contundente llegaría a la conclusión de que la deshonestidad de gran parte de los medios digitales que trafican con bulos y teorías de la conspiración es sistemática. La prensa tradicional, que suele estar en manos de grandes magnates, mantiene su pretensión de tener una responsabilidad política y ética, de ser una luz en esa oscuridad en la que supuestamente muere la democracia. Pero las pruebas de su ineptitud e incluso su carácter corrupto no han hecho más que acumularse de forma siniestra en las tres décadas que llevo dedicado al periodismo.
Mi carrera como escritor de literatura de no ficción empezó en serio con la guerra contra el terrorismo, la guerra fundacional de nuestro propio siglo, que asoló grandes partes de Asia y África y vació las libertades civiles en Occidente para, al final, terminar con la humillante retirada occidental de Afganistán en 2021. A principios de 2001 viajé a Afganistán y Pakistán por encargo de Granta y The New York Review of Books. Los largos artículos que escribí basándome en esos viajes aparecieron justo después del 11 de septiembre, por lo que, en los medios de comunicación estadounidenses y europeos, muchos consideraron que era un “experto en terrorismo”.
No rechacé esta etiqueta tan absurda con la vehemencia que debería haber tenido. En aquella época había muy pocos escritores de origen no occidental en la prensa angloamericana; las páginas de opinión estaban llenas de diatribas intolerantes contra el islam y sentí el peso de tener cierta responsabilidad. Aunque la pueril pregunta de “¿por qué nos odian?” me producía rechazo, quería hacer todo lo posible para luchar contra la deshumanización de unas sociedades tan profundamente dañadas como Afganistán e Irak y la demonización de las minorías en Occidente.
Tuve que ver, incrédulo, cómo la BBC proyectaba en horario de máxima audiencia un documental sobre los efectos beneficiosos del Imperio Británico para el mundo entero. Cuando escribía para publicaciones occidentales, me sentía presionado para no apartarme demasiado de su consenso general: que la invasión simultánea de múltiples países era buena, justa y necesaria, concebida para liberar a su población, en especial a las mujeres, de unos opresores crueles y hacer avanzar la democracia.
Y no me quedó más remedio que observar con impotencia cómo los sectores más respetables de la prensa occidental no solo alentaban una guerra basada en la mentira, sino que además contribuían a racializarla. Hoy conocemos las fantasías de los nacionalistas de extrema derecha actuales, en las que un enemigo infrahumano de piel oscura, que devora animales domésticos, se dispone a destruir la civilización blanca occidental. Pero las teorías sobre la violencia ejercida contra esta némesis de tez oscura florecieron durante años en las publicaciones periódicas “de toda la vida” y los intelectuales progresistas.
“Es hora de pensar en la tortura”, proclamaba Newsweek unas semanas después del 11 de septiembre. “Una brutalidad selectiva”, recomendaba Time. Cuando la invasión de Irak estaba en marcha, The Atlantic expuso en un reportaje de portada las ventajas de la “tortura light”. En The New York Times Magazine, Michael Ignatieff instaba a los estadounidenses a asumir su destino imperial e invadir Irak; pero, además, este profesor de derechos humanos también definía cómo era posible someter a los cuerpos negros y morenos a “formas de privación del sueño” y “desorientación (como mantener a los prisioneros encapuchados) que causaran estrés”. La fecha de publicación del artículo fue inoportuna: justo cuando aparecieron las primeras fotos de prisioneros encapuchados de la cárcel de Abu Ghraib.
La impunidad con la que Israel ha asesinado a casi 200 escritores, académicos y periodistas en Gaza, después de prohibir la presencia de periodistas extranjeros en el lugar de las ejecuciones, se la concedieron sus amigos occidentales poco después del 11 de septiembre. En 2002, después de que Israel bombardeara y destruyera una emisora de radio en Cisjordania, Anne Applebaum, en la actualidad una destacada crítica de la “autocracia”, declaró que “los medios de comunicación oficiales de los palestinos son un blanco apropiado para la ira de Israel”. La “prohibición a los musulmanes” de Trump y las fantasías violentas de J. D. Vance nos escandalizan solo si nos olvidamos de que, en 2006, Martin Amis confesó en tono cómplice a un periodista de The Times su “clara necesidad” de decir cosas como esta: “La comunidad musulmana tendrá que sufrir hasta que ponga sus asuntos en orden. ¿Qué tipo de sufrimiento? Prohibirles viajar. Más adelante, deportaciones. Restringirles las libertades. Obligar a desnudarse, para cachearla, a cualquier persona que tenga aspecto de ser de Oriente Medio o Pakistán”.
Hoy en día, la opinión general es que la guerra contra el terrorismo fue un fracaso militar y geopolítico. Pero todavía no somos plenamente conscientes de que fue un inmenso fracaso intelectual y moral: un intento de los medios de comunicación y la clase política de Occidente de construir una realidad, que tuvo resultados catastróficos, pero consiguió integrar la crueldad y la mendacidad, a fondo y de forma duradera, en la vida pública. Y, en parte porque este desastre no se reconoció —los periodistas y escritores que promovían los falsos relatos y jaleaban la violencia a gran escala siguieron en sus puestos e incluso obtuvieron ascensos—, hoy volvemos a verlo en las informaciones que dan los medios de comunicación occidentales sobre la guerra de Israel contra Gaza: otra guerra que ha quemado en la hoguera todas las normas jurídicas y morales internacionales y que ha adormecido y pervertido las conciencias.
El historiador Omer Bartov ha señalado que Israel, con su aparente respuesta a un ataque terrorista de Hamás sin precedentes, quiso desde el principio “hacer inhabitable toda la Franja de Gaza y debilitar a su población hasta que muera o busque todas las formas posibles de huir del territorio”. Ahora, con las bombas de mil kilogramos que les proporciona Estados Unidos, los líderes israelíes de extrema derecha quieren militarizar aún más la ocupación de Cisjordania y Gaza, y provocar a sus enemigos, mediante actos de terrorismo en Líbano e Irán, para generalizar la guerra. Pero todas estas realidades innegables e incluso la aniquilación de Gaza, que, a diferencia de muchas otras atrocidades, vemos retransmitida en directo por sus autores y por sus víctimas, se ocultan e incluso se niegan cotidianamente en los principales medios de comunicación de Occidente.
Los palestinos y los árabes conocen desde hace décadas las numerosas líneas rojas ocultas que limitan el debate sobre la trayectoria de Israel. Mis propios intentos esporádicos de abordar el tema me han mostrado un pérfido régimen de represiones y prohibiciones en Occidente. Pero no solo se reprimen o se desoyen los puntos de vista no occidentales como el mío. Cada vez está más claro que los periodistas occidentales más destacados parecen haber decretado una receta general con la que tratan de proteger su retorcida lógica: que, como dijo Gideon Rachman, responsable de Opinión sobre política internacional de Financial Times, “la mejor forma de evitar una catástrofe humanitaria en Gaza es apoyar a Israel”.
En llamativo contraste con la identificación inequívoca de la barbarie rusa en Ucrania, el modo verbal preferido en las noticias occidentales sobre las atrocidades israelíes es la voz pasiva, que dificulta saber quién hace qué a quién y en qué circunstancias. (“La solitaria muerte de un hombre de Gaza con síndrome de Down”, decía el primer titular de un reportaje de la BBC sobre unos soldados israelíes que soltaron un perro de ataque contra un
#2 que mierda.. es verdad. Normalmente nunca me deja leer nada en elpais pero este artículo si me lo abria.. por eso lo mandé.
Dejo en #4 la parte q me ha dejado copiar.
Una pena porque el artículo es muy bueno
#4 En la guerra de Irak de 1991, la buena, le dieron la exclusiva de la cobertura del "conflicto" a una cadena segundona, la CNN. Los tertulianos y opinadores que cubrían la guerra 24 horas repetían como loros: "En caso de guerra la primera víctima es la verdad". No me sonaba a lamento, si no como asunción de una responsabilidad por parte de la prensa.
A mí me sale un muro de pago
¡Articulazo! Joder, menudo pedazo de artículo #0 estoy flipando de que ésto se lea en El País.
#8 está empezando a cambiar la dirección del viento
#12 No sé yo...
No es que occidente no se entere, sólo hay que ver la opinión y las manifestaciones de la población de los países occidentales en contra de los sionistas.
Lo que pasa es que los gobiernos occidentales están totalmente parasitados por el lobby israelí.
Nuestros políticos, nuestros líderes, son rehenes de Israel
#6 El artículo va más contra los periodistas y políticos que aborregan, mienten y estafan a los occidentales desde hace décadas que contra los líderes occidentales, que no son más que el resultado de dicho aborregamiento.
#9 cierto, debería haber incluido a los medios de comunicación en la lista de rehenes
Escrito con el corazón y la razón, lo que ocurre poco en nuestros días.
Edit
Llamar a Israel un estado es mucho decir.
Israel es más bien una colonia al estilo de Sudáfrica en el XVII-XIX.
El aparheid Israelí es clavado al sudafricano, sólo que en este caso en vez de recursos para sus barcos y diamantes lo que EE.UU y la UE quiere es su posición geoestratégica.
De momento Sudáfrica que se ve reflefada en esta historia, es quién más se ha mojado en denunciarlo.
¿Cómo acabará?