En el pasado remoto de la humanidad —y mucho antes, en la evolución biológica general— la supervivencia individual estaba directamente ligada a la capacidad de adaptación, instinto y, en ciertas especies, a la inteligencia. Los entornos naturales eran brutales y no ofrecían segundas oportunidades: quienes no eran capaces de entender, anticipar o reaccionar, simplemente perecían. La selección natural actuaba sin concesiones.
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