Aquella jornada había visto miles de cerdos, pero había evitado tocarlos a toda costa manteniendo las manos pegadas al cuerpo. A uno no le agradaron mis escrúpulos y, con ademán amistoso, me azuzó en el trasero con el hocico. Le rasqué en la coronilla, hirsuta y sonrosada. Gruñó complacido. Me hallaba en un corral atestado y maloliente de una granja de Frankfort, Indiana, un plácido pueblo agrícola enclavado a unos 70 kilómetros al noroeste de Indianápolis. Me acompañaba Mike Beard, el propietario. Los 30.000 cerdos que cada año cría
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