Puede que la historia recuerde nuestra época como una de notable ingenuidad, cuando las naciones anclaban voluntariamente su soberanía digital sin cuestionarse quién controlaba sus cimientos. El prolongado dominio estadounidense de la arquitectura de Internet, que en su día se celebró como una fuerza para la innovación y el comercio abierto, se esgrime cada vez más como un instrumento brutalista de interés nacional.
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