Todos hemos visto a niños que se ponen a llorar escandolosamente pero enseguida, a poco que te avienes a cumplir sus deseos, el llanto desaparece como por ensalmo, quedan como única prueba de él unas gordas lágrimas de cocodrilo en la mejilla. ¿Hasta qué punto esa escena melodramática ha sido un teatro pergeñado por el niño con el ánimo de manipular nuestros actos?
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