No siempre hace falta un enemigo para perder una guerra. A veces basta el miedo, una noche demasiado oscura y una señal mal interpretada. Eso fue lo que ocurrió, según las crónicas, en una batalla entre el Imperio Bizantino y los árabes en el siglo IX, cuando un ejército vencedor terminó derrotándose a sí mismo en una de las masacres más absurdas de la historia militar medieval.
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