En el libro, el autor de Layla hace un sincero ejercicio de reconocimiento de culpa por su comportamiento con la mujer de su vida, y con tantos que le rodearon cuando empezaba el día desayunando tres whiskys. “En los peores momentos de mi vida, la única razón por la que no me suicidé fue porque sabía que, si estaba muerto, no podría beber. Era la única cosa por la que merecía la pena vivir”, asegura.
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