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#4:
Me echaron del trabajo por mi humor. No entendieron mi número del ventrilocuo.
#9:
Recomiendo a todo el mundo leer esta historia (cuidado, foro maldito aqui en rojéame):
http://www.forocoches.com/foro/showthread.php?t=3953620
Mi abuelo fue enterrador, y el otro día descubrí una carta...
...que escribió poco antes de morir.
No sé si referirme a ello como carta, ensayo, relato... a mi abuelo le gustaba escribir (poesía, cartas a periódicos...) y pienso que esto lo escribió para sí mismo. Mi madre me descubrió esta carta hace unos días y, con el permiso de ella y de mi abuela, la transcribo y comparto con todos vosotros.
Mi abuelo incluso le puso un título,
"Cinco lecciones":
"Suele decirse que uno de los objetivos vitales debe ser dedicarse a lo que a uno le gusta, aspirar a convertir una pasión en un oficio y conseguir que la llamada del despertador no sea un castigo sino una bendición diaria. Lograr, al fin y al cabo, que tantas horas invertidas cada jornada no sean un peso imposible de soportar.
Hasta hace unos años yo era enterrador. A ello he dedicado casi toda mi vida, desde que era un muchacho hasta mi retiro, poco antes de necesitar la ayuda de un bastón. Es por ello que me permito reírme, no sin cierta malicia, de las ambiciones de los demás. En mi tiempo uno tenía, la mayor parte de las veces, el trabajo que le tocaba. No había tiempo para quejarse ni para experimentar cambiando una y otra vez hasta dar con el oficio de nuestros sueños, y eso no nos privó de aprender ni de desarrollarnos como seres humanos mientras nos ganábamos honradamente el pan, pues mantener el hambre a raya aún era el verdadero objetivo.
He comenzado con tal explicación porque a muchos el oficio de enterrador les sigue pareciendo algo sombrío e incluso tenebroso, a juzgar por las caras con que siempre me miran al saber cómo me ganaba la vida. Pareciera que un sepulturero, por fuerza, tuviera que ser alguien lóbrego y hosco, alguien sin sentimientos al que no le afecta la visión de la muerte y del llanto. Aquel que confina para siempre bajo la tierra a los que abandonan este mundo, palada sobre palada y con indiferencia.
Yo pensaba de forma parecida hasta que, por casualidades de la vida, siendo un cabro que no había cumplido ni los diecisiete, casi sin darme cuenta me vi en el cementerio con una pala y una carreta. No tenía ningún talento ni motivación especial y la plata era bien necesaria en un hogar sin padre. Así pues, cubrí la vacante, en principio de forma provisoria, de un viejo retirado por problemas en la espalda.
Yo casi no sabía sostener las viejas herramientas que me dieron, pero allí estaban Sebastián y Gabriel, también sepultureros, que me enseñaron los secretos del oficio y que serían mis compañeros y amigos durante todo aquel trayecto vital. De ellos aprendí a hacerme invisible en los funerales. El protagonista, me decían, es el muerto, y uno tiene que hacer lo imposible por no llamar la atención.
Ellos también fueron testigos de los hechos curiosos que ocurrieron allí, pero sé muy bien que no los interpretaron como yo, o al menos no compartieron abiertamente conmigo su visión de las cosas. A veces me digo que tenía, y aún tengo, demasiada facilidad para la metáfora, pero lo cierto es que extraje enseñanzas y reflexiones de tales sucesos, que a continuación me dispongo a narrar.
I. Las arañas:
El primer hecho extraño ocurrió a los pocos meses de entrar a trabajar en el cementerio. Yo ya conocía bien a Gabriel y a Sebastián y, aunque eran mayores que yo y ya rondaban los treinta por aquel entonces, no me trataban distintamente y ya me habían acogido como uno más.
Por mi parte, ya empezaba a habituarme a aquel ambiente un tanto extraño que siempre se respiraba allí, completamente ajeno a la ciudad que seguía bullendo al otro lado de los árboles y las hileras de viejas tumbas y estatuas ennegrecidas por el paso del tiempo.
Era una tórrida tarde de enero y llevábamos todo el día haciendo arreglos en uno de los viejos muros, pues nos habían ordenado habilitar nuevos nichos en él. Ya entonces comenzaba a notarse la superpoblación en aquel recinto. Yo temía, muy seriamente, que los cementerios acabasen absorbiendo toda la superficie de la ciudad, pues cada persona que moría ocupaba un espacio y ya jamás podía marcharse de allí o devolverlo.
Mis dos compañeros y yo nos secábamos el sudor de la cara con el antebrazo. El sol poniente caía pegajoso e intentábamos descansar de él ocultándonos tras el damero de sombras alargadas que formaban las tumbas más altas y los pequeños panteones.
Al fin terminó la jornada. Sebastián y yo bebíamos agua fresca de una tinaja y nos disponíamos a marcharnos, pero Gabriel se dio cuenta de que habíamos dejado un pequeño montículo de tierra y escombro obstaculizando uno de los caminos entre los sepulcros. Acercó la carretilla y agarró su pala, dando una tremenda brazada entre aquellos cascotes. Al instante profirió un grito aterrorizado y dejó caer la herramienta, dando un salto hacia atrás.
Me acerqué corriendo y vi que de entre los cascajos de piedra salían incontables arañitas negras. Se quedaron dando vueltas las unas alrededor de las otras sobre aquel montículo, como en una danza imposible de seguir con la mirada, mientras los tres observábamos congelados. De pronto las arañas dejaron de interaccionar las unas con las otras y, como por arte de magia, se dirigieron en fila hacia el muro donde acabábamos de abrir los nuevos nichos, introduciéndose en ellos hasta que no se las pudo distinguir entre las sombras.
Aquello, pensábamos, se trataba de una anécdota curiosa y algo desagradable, y no hablamos demasiado de ella. Pero la semana siguiente, cuando me encontraba barriendo restos de hojarasca entre unas viejas sepulturas, las condenadas arañitas negras volvieron a aparecer bajo la escoba, moviéndose en círculos como la otra vez. Cuando avisé a los otros, ya habían formado una fila casi militar, perdiéndose de nuevo en la oscuridad de los nichos.
Aquel fenómeno, del cual nadie tenía explicación en el cementerio, duró algunas semanas, y se fue tal como vino. Gabriel y Sebastián ya parecían no acordarse de nada, pero yo no podía dejar de pensar en las arañitas.
Pensé que aquellos bichitos tenían mucho de humano: por breve tiempo vivían en el alboroto pero después, irremediablemente, todos y cada uno acababan dirigiéndose a un frío y oscuro nicho en el que ya no se les volvía a ver.
II. El perro blanco:
Años más tarde, durante el invierno, observamos que un grupo de perros callejeros comenzó a merodear cada mañana el enrejado, buscando cobijo bajo las grandes ramas de los árboles. Mis compañeros y yo nos enternecimos con aquellos animales y acordamos abrirles una portezuela del cercado con el fin de darles un poco de agua y comida, todo ello cuidando de que no se enterara el administrador, don Rodrigo, ni nadie de la oficina de dirección. Esto último no fue un problema, pues ellos nunca salían a supervisar nuestro trabajo, como si les resultara indigno mezclarse con los sepultureros.
Había cinco perros. Siempre eran los mismos y siempre iban juntos, todos delgados y con las típicas afecciones causadas por la intemperie prolongada: llagas en las patas, heridas en las orejas e incluso alguna leve cojera. Sin embargo, uno de ellos parecía salido de la mejor casa del mejor de los barrios: era un fabuloso ejemplar de pelaje blanco, tan reluciente que parecía no afectarle la suciedad ni la lluvia, con las orejas picudas y una mirada azul y más inteligente que la de muchos humanos.
Aquel perro blanco, nacido de alguna gloriosa mezcla de razas, era el líder absoluto de la pequeña manada. Él comandaba todas las acciones del grupo. Cuando se levantaba y echaba a andar, el resto también lo hacía. Cuando él gruñía o ladraba, los demás también se ponían rápidamente en alerta. Llegaba un punto en que los otros cuatro perros parecían una innoble prolongación de él. Cuando les echábamos de comer, el resto de canes esperaban pacientes a que el cabecilla hubiera engullido casi toda la comida; ellos se conformaban con lo que quedaba cuando el blanco ya había relajado su ritmo devorador.
Sentíamos cada vez más cariño por aquellos animales. Jugábamos con ellos en nuestros descansos y se los notaba contentos. Sin embargo, el perro blanco se mantenía distante y altivo, con su mirada aguda y desconfiada clavada en nosotros. Algo le decía que no era bueno confiar del todo en los seres humanos. Cuando él lo resolvía, por lo general de forma repentina, todos se marchaban de nuevo por la portezuela.
Tan sano y bien alimentado como parecía, una mañana encontramos muerto al perro blanco junto a la entrada. Los otros cuatro merodeaban alrededor del cadáver aún caliente y le acercaban el hocico, desorientados.
Al ver aquel cuerpo grande y bello yacer inerte en el suelo, fui consciente de algo que mi mente ya venía rumiando desde que trabajaba en el cementerio: a la muerte jamás le interesa lo que se ha sido en vida. La muerte llega indiferente y a veces inesperada, tanto para un líder como para un subordinado. La muerte, reflexioné, quizás fuera el mayor ejercicio de justicia e igualdad que tiene la naturaleza.
III. La roca:
Pasaron bastantes años sin nada reseñable. A veces fui presa de la monotonía de abrir zanjas, reparar piedra, replantar flora y habilitar nuevos nichos. Y cuando sentía que me iba a ahogar y necesitaba vivamente salir de allí y cambiar de trabajo, alguna chanza de Sebastián o una historia interesante de Gabriel me mantenían en el cementerio como un imán. Dónde, me dije, encontraría otros compañeros con los que sentirme tan a gusto. A fuerza de pasar horas, semanas, meses y años juntos ya éramos más que hermanos.
Un buen día vino a visitar el cementerio un empresario de cierta importancia en la ciudad. No llegaron a decirnos a qué negocio se dedicaba exactamente, o quizás fui yo quien no se enteró, pero iba impecablemente trajeado y sus zapatos negros relucían al sol. A su lado, incluso don Rodrigo parecía alguien vulgar.
Aquel señor, de quien no recuer
http://www.forocoches.com/foro/showthread.php?t=3953620
Mi abuelo fue enterrador, y el otro día descubrí una carta...
...que escribió poco antes de morir.
No sé si referirme a ello como carta, ensayo, relato... a mi abuelo le gustaba escribir (poesía, cartas a periódicos...) y pienso que esto lo escribió para sí mismo. Mi madre me descubrió esta carta hace unos días y, con el permiso de ella y de mi abuela, la transcribo y comparto con todos vosotros.
Mi abuelo incluso le puso un título,
"Cinco lecciones":
"Suele decirse que uno de los objetivos vitales debe ser dedicarse a lo que a uno le gusta, aspirar a convertir una pasión en un oficio y conseguir que la llamada del despertador no sea un castigo sino una bendición diaria. Lograr, al fin y al cabo, que tantas horas invertidas cada jornada no sean un peso imposible de soportar.
Hasta hace unos años yo era enterrador. A ello he dedicado casi toda mi vida, desde que era un muchacho hasta mi retiro, poco antes de necesitar la ayuda de un bastón. Es por ello que me permito reírme, no sin cierta malicia, de las ambiciones de los demás. En mi tiempo uno tenía, la mayor parte de las veces, el trabajo que le tocaba. No había tiempo para quejarse ni para experimentar cambiando una y otra vez hasta dar con el oficio de nuestros sueños, y eso no nos privó de aprender ni de desarrollarnos como seres humanos mientras nos ganábamos honradamente el pan, pues mantener el hambre a raya aún era el verdadero objetivo.
He comenzado con tal explicación porque a muchos el oficio de enterrador les sigue pareciendo algo sombrío e incluso tenebroso, a juzgar por las caras con que siempre me miran al saber cómo me ganaba la vida. Pareciera que un sepulturero, por fuerza, tuviera que ser alguien lóbrego y hosco, alguien sin sentimientos al que no le afecta la visión de la muerte y del llanto. Aquel que confina para siempre bajo la tierra a los que abandonan este mundo, palada sobre palada y con indiferencia.
Yo pensaba de forma parecida hasta que, por casualidades de la vida, siendo un cabro que no había cumplido ni los diecisiete, casi sin darme cuenta me vi en el cementerio con una pala y una carreta. No tenía ningún talento ni motivación especial y la plata era bien necesaria en un hogar sin padre. Así pues, cubrí la vacante, en principio de forma provisoria, de un viejo retirado por problemas en la espalda.
Yo casi no sabía sostener las viejas herramientas que me dieron, pero allí estaban Sebastián y Gabriel, también sepultureros, que me enseñaron los secretos del oficio y que serían mis compañeros y amigos durante todo aquel trayecto vital. De ellos aprendí a hacerme invisible en los funerales. El protagonista, me decían, es el muerto, y uno tiene que hacer lo imposible por no llamar la atención.
Ellos también fueron testigos de los hechos curiosos que ocurrieron allí, pero sé muy bien que no los interpretaron como yo, o al menos no compartieron abiertamente conmigo su visión de las cosas. A veces me digo que tenía, y aún tengo, demasiada facilidad para la metáfora, pero lo cierto es que extraje enseñanzas y reflexiones de tales sucesos, que a continuación me dispongo a narrar.
I. Las arañas:
El primer hecho extraño ocurrió a los pocos meses de entrar a trabajar en el cementerio. Yo ya conocía bien a Gabriel y a Sebastián y, aunque eran mayores que yo y ya rondaban los treinta por aquel entonces, no me trataban distintamente y ya me habían acogido como uno más.
Por mi parte, ya empezaba a habituarme a aquel ambiente un tanto extraño que siempre se respiraba allí, completamente ajeno a la ciudad que seguía bullendo al otro lado de los árboles y las hileras de viejas tumbas y estatuas ennegrecidas por el paso del tiempo.
Era una tórrida tarde de enero y llevábamos todo el día haciendo arreglos en uno de los viejos muros, pues nos habían ordenado habilitar nuevos nichos en él. Ya entonces comenzaba a notarse la superpoblación en aquel recinto. Yo temía, muy seriamente, que los cementerios acabasen absorbiendo toda la superficie de la ciudad, pues cada persona que moría ocupaba un espacio y ya jamás podía marcharse de allí o devolverlo.
Mis dos compañeros y yo nos secábamos el sudor de la cara con el antebrazo. El sol poniente caía pegajoso e intentábamos descansar de él ocultándonos tras el damero de sombras alargadas que formaban las tumbas más altas y los pequeños panteones.
Al fin terminó la jornada. Sebastián y yo bebíamos agua fresca de una tinaja y nos disponíamos a marcharnos, pero Gabriel se dio cuenta de que habíamos dejado un pequeño montículo de tierra y escombro obstaculizando uno de los caminos entre los sepulcros. Acercó la carretilla y agarró su pala, dando una tremenda brazada entre aquellos cascotes. Al instante profirió un grito aterrorizado y dejó caer la herramienta, dando un salto hacia atrás.
Me acerqué corriendo y vi que de entre los cascajos de piedra salían incontables arañitas negras. Se quedaron dando vueltas las unas alrededor de las otras sobre aquel montículo, como en una danza imposible de seguir con la mirada, mientras los tres observábamos congelados. De pronto las arañas dejaron de interaccionar las unas con las otras y, como por arte de magia, se dirigieron en fila hacia el muro donde acabábamos de abrir los nuevos nichos, introduciéndose en ellos hasta que no se las pudo distinguir entre las sombras.
Aquello, pensábamos, se trataba de una anécdota curiosa y algo desagradable, y no hablamos demasiado de ella. Pero la semana siguiente, cuando me encontraba barriendo restos de hojarasca entre unas viejas sepulturas, las condenadas arañitas negras volvieron a aparecer bajo la escoba, moviéndose en círculos como la otra vez. Cuando avisé a los otros, ya habían formado una fila casi militar, perdiéndose de nuevo en la oscuridad de los nichos.
Aquel fenómeno, del cual nadie tenía explicación en el cementerio, duró algunas semanas, y se fue tal como vino. Gabriel y Sebastián ya parecían no acordarse de nada, pero yo no podía dejar de pensar en las arañitas.
Pensé que aquellos bichitos tenían mucho de humano: por breve tiempo vivían en el alboroto pero después, irremediablemente, todos y cada uno acababan dirigiéndose a un frío y oscuro nicho en el que ya no se les volvía a ver.
II. El perro blanco:
Años más tarde, durante el invierno, observamos que un grupo de perros callejeros comenzó a merodear cada mañana el enrejado, buscando cobijo bajo las grandes ramas de los árboles. Mis compañeros y yo nos enternecimos con aquellos animales y acordamos abrirles una portezuela del cercado con el fin de darles un poco de agua y comida, todo ello cuidando de que no se enterara el administrador, don Rodrigo, ni nadie de la oficina de dirección. Esto último no fue un problema, pues ellos nunca salían a supervisar nuestro trabajo, como si les resultara indigno mezclarse con los sepultureros.
Había cinco perros. Siempre eran los mismos y siempre iban juntos, todos delgados y con las típicas afecciones causadas por la intemperie prolongada: llagas en las patas, heridas en las orejas e incluso alguna leve cojera. Sin embargo, uno de ellos parecía salido de la mejor casa del mejor de los barrios: era un fabuloso ejemplar de pelaje blanco, tan reluciente que parecía no afectarle la suciedad ni la lluvia, con las orejas picudas y una mirada azul y más inteligente que la de muchos humanos.
Aquel perro blanco, nacido de alguna gloriosa mezcla de razas, era el líder absoluto de la pequeña manada. Él comandaba todas las acciones del grupo. Cuando se levantaba y echaba a andar, el resto también lo hacía. Cuando él gruñía o ladraba, los demás también se ponían rápidamente en alerta. Llegaba un punto en que los otros cuatro perros parecían una innoble prolongación de él. Cuando les echábamos de comer, el resto de canes esperaban pacientes a que el cabecilla hubiera engullido casi toda la comida; ellos se conformaban con lo que quedaba cuando el blanco ya había relajado su ritmo devorador.
Sentíamos cada vez más cariño por aquellos animales. Jugábamos con ellos en nuestros descansos y se los notaba contentos. Sin embargo, el perro blanco se mantenía distante y altivo, con su mirada aguda y desconfiada clavada en nosotros. Algo le decía que no era bueno confiar del todo en los seres humanos. Cuando él lo resolvía, por lo general de forma repentina, todos se marchaban de nuevo por la portezuela.
Tan sano y bien alimentado como parecía, una mañana encontramos muerto al perro blanco junto a la entrada. Los otros cuatro merodeaban alrededor del cadáver aún caliente y le acercaban el hocico, desorientados.
Al ver aquel cuerpo grande y bello yacer inerte en el suelo, fui consciente de algo que mi mente ya venía rumiando desde que trabajaba en el cementerio: a la muerte jamás le interesa lo que se ha sido en vida. La muerte llega indiferente y a veces inesperada, tanto para un líder como para un subordinado. La muerte, reflexioné, quizás fuera el mayor ejercicio de justicia e igualdad que tiene la naturaleza.
III. La roca:
Pasaron bastantes años sin nada reseñable. A veces fui presa de la monotonía de abrir zanjas, reparar piedra, replantar flora y habilitar nuevos nichos. Y cuando sentía que me iba a ahogar y necesitaba vivamente salir de allí y cambiar de trabajo, alguna chanza de Sebastián o una historia interesante de Gabriel me mantenían en el cementerio como un imán. Dónde, me dije, encontraría otros compañeros con los que sentirme tan a gusto. A fuerza de pasar horas, semanas, meses y años juntos ya éramos más que hermanos.
Un buen día vino a visitar el cementerio un empresario de cierta importancia en la ciudad. No llegaron a decirnos a qué negocio se dedicaba exactamente, o quizás fui yo quien no se enteró, pero iba impecablemente trajeado y sus zapatos negros relucían al sol. A su lado, incluso don Rodrigo parecía alguien vulgar.
Aquel señor, de quien no recuer
#16:
#10 #7 Sobre el rechazo puedo comentarte una anécdota:
Hace 3-4 años estábamos en una cena de antiguos compañeros de EGB, en ese momento tendríamos unos 30 años, cuando un compañero dijo que trabajaba de ayudante en una funeraria. Con la crisis no encontraba trabajo en la construcción, así que cogió este trabajo.
Durante el resto de la cena y las copas posteriores la gran mayoría le rehuía como si tuviese algo contagioso.
Por mi experiencia, sí hay un rechazo inicial al menos por aquellos con lo s que no tienes una relación importante.
Hace 3-4 años estábamos en una cena de antiguos compañeros de EGB, en ese momento tendríamos unos 30 años, cuando un compañero dijo que trabajaba de ayudante en una funeraria. Con la crisis no encontraba trabajo en la construcción, así que cogió este trabajo.
Durante el resto de la cena y las copas posteriores la gran mayoría le rehuía como si tuviese algo contagioso.
Por mi experiencia, sí hay un rechazo inicial al menos por aquellos con lo s que no tienes una relación importante.
#37:
A mi los muertos jamás me han dado miedo ni impresionado, tocarlos o moverlos o vestirlos nunca ha supuesto un problema para mi (desgraciadamente he tenido que hacerlo por mi padre y por mi tio) así que no tengo ningun recelo ni tab´por quienes se dedican a esta profesión ni me parece mejor ni peor que otra. Aun así con motivo de la recientisima muerte de mi marido he experimentado un nuevo respeto por la profesioonalidad de estas personas. Mi marido murio joven pero no dejó un bonito cadaver, cuando yo le dejé ya muerto en el hospitaal estaba horrible, no parecia el mismo, su cara reflejaba el inteso sufrimiento que habia pasado y sus manos estaban contraidas por causa de la enfermedad, la boca aabierta. sin afeitar (porque hacia meses que no podia mover las manos) con 4 agujeros en la cabeza consecuencia de haber llevado un collarin halo y tan delgado y demacrado que parecia uno de esos cristos antiguos que hay en las iglesias, Cuando al dia siguiente le vi en la funeraria ya expuesto, quien sea que hubiese hecho el trabajo de preparacion y maquillaje era un profesional como la copa de un pino, lo que yo vi alli era la imagen de mi marido como cuando estaba vivo y sano (solo que mucho mas delgado) ni sombra de barba, la boca cerrada en una media sonrisa que en le resultaba natural, los agujeros tapados (con lo que sea me da igual), las manos estiradas y cruzadas sobre su cuerpo, los brazos parcialmente cubiertos por el forro para que no se viese lo grande que le venia la camisa que le pusieron. Desde aqui vaya todo mi agradecimiento para la persona anonima (para mi) que hizo ese magnifico trabajo el 10 o el 11 de octubre de este mismo año en el tanatorio de Sancho de Avila de Barcelona. Si pudiera le daria las gracias en persona y un abrazo porque aunque se que, alli , dentro de la caja, mi marido ya no estaba, que nos abandonó esa noche un poco antes, el tanatopractico le devolvio en la muerte la dignidad que el cancer le quito a su cuerpo y nos permitió a nosotros decir adios a aquel que tanto habiamos amado de una forma reconocible y digna.
Comentarios
Me echaron del trabajo por mi humor. No entendieron mi número del ventrilocuo.
#4 Dale las gracias a Raúl Cimas, ¿o qué?
#18 Si si, es de Cimas!!!
Recomiendo a todo el mundo leer esta historia (cuidado, foro maldito aqui en rojéame):
http://www.forocoches.com/foro/showthread.php?t=3953620
Mi abuelo fue enterrador, y el otro día descubrí una carta...
...que escribió poco antes de morir.
No sé si referirme a ello como carta, ensayo, relato... a mi abuelo le gustaba escribir (poesía, cartas a periódicos...) y pienso que esto lo escribió para sí mismo. Mi madre me descubrió esta carta hace unos días y, con el permiso de ella y de mi abuela, la transcribo y comparto con todos vosotros.
Mi abuelo incluso le puso un título,
"Cinco lecciones":
"Suele decirse que uno de los objetivos vitales debe ser dedicarse a lo que a uno le gusta, aspirar a convertir una pasión en un oficio y conseguir que la llamada del despertador no sea un castigo sino una bendición diaria. Lograr, al fin y al cabo, que tantas horas invertidas cada jornada no sean un peso imposible de soportar.
Hasta hace unos años yo era enterrador. A ello he dedicado casi toda mi vida, desde que era un muchacho hasta mi retiro, poco antes de necesitar la ayuda de un bastón. Es por ello que me permito reírme, no sin cierta malicia, de las ambiciones de los demás. En mi tiempo uno tenía, la mayor parte de las veces, el trabajo que le tocaba. No había tiempo para quejarse ni para experimentar cambiando una y otra vez hasta dar con el oficio de nuestros sueños, y eso no nos privó de aprender ni de desarrollarnos como seres humanos mientras nos ganábamos honradamente el pan, pues mantener el hambre a raya aún era el verdadero objetivo.
He comenzado con tal explicación porque a muchos el oficio de enterrador les sigue pareciendo algo sombrío e incluso tenebroso, a juzgar por las caras con que siempre me miran al saber cómo me ganaba la vida. Pareciera que un sepulturero, por fuerza, tuviera que ser alguien lóbrego y hosco, alguien sin sentimientos al que no le afecta la visión de la muerte y del llanto. Aquel que confina para siempre bajo la tierra a los que abandonan este mundo, palada sobre palada y con indiferencia.
Yo pensaba de forma parecida hasta que, por casualidades de la vida, siendo un cabro que no había cumplido ni los diecisiete, casi sin darme cuenta me vi en el cementerio con una pala y una carreta. No tenía ningún talento ni motivación especial y la plata era bien necesaria en un hogar sin padre. Así pues, cubrí la vacante, en principio de forma provisoria, de un viejo retirado por problemas en la espalda.
Yo casi no sabía sostener las viejas herramientas que me dieron, pero allí estaban Sebastián y Gabriel, también sepultureros, que me enseñaron los secretos del oficio y que serían mis compañeros y amigos durante todo aquel trayecto vital. De ellos aprendí a hacerme invisible en los funerales. El protagonista, me decían, es el muerto, y uno tiene que hacer lo imposible por no llamar la atención.
Ellos también fueron testigos de los hechos curiosos que ocurrieron allí, pero sé muy bien que no los interpretaron como yo, o al menos no compartieron abiertamente conmigo su visión de las cosas. A veces me digo que tenía, y aún tengo, demasiada facilidad para la metáfora, pero lo cierto es que extraje enseñanzas y reflexiones de tales sucesos, que a continuación me dispongo a narrar.
I. Las arañas:
El primer hecho extraño ocurrió a los pocos meses de entrar a trabajar en el cementerio. Yo ya conocía bien a Gabriel y a Sebastián y, aunque eran mayores que yo y ya rondaban los treinta por aquel entonces, no me trataban distintamente y ya me habían acogido como uno más.
Por mi parte, ya empezaba a habituarme a aquel ambiente un tanto extraño que siempre se respiraba allí, completamente ajeno a la ciudad que seguía bullendo al otro lado de los árboles y las hileras de viejas tumbas y estatuas ennegrecidas por el paso del tiempo.
Era una tórrida tarde de enero y llevábamos todo el día haciendo arreglos en uno de los viejos muros, pues nos habían ordenado habilitar nuevos nichos en él. Ya entonces comenzaba a notarse la superpoblación en aquel recinto. Yo temía, muy seriamente, que los cementerios acabasen absorbiendo toda la superficie de la ciudad, pues cada persona que moría ocupaba un espacio y ya jamás podía marcharse de allí o devolverlo.
Mis dos compañeros y yo nos secábamos el sudor de la cara con el antebrazo. El sol poniente caía pegajoso e intentábamos descansar de él ocultándonos tras el damero de sombras alargadas que formaban las tumbas más altas y los pequeños panteones.
Al fin terminó la jornada. Sebastián y yo bebíamos agua fresca de una tinaja y nos disponíamos a marcharnos, pero Gabriel se dio cuenta de que habíamos dejado un pequeño montículo de tierra y escombro obstaculizando uno de los caminos entre los sepulcros. Acercó la carretilla y agarró su pala, dando una tremenda brazada entre aquellos cascotes. Al instante profirió un grito aterrorizado y dejó caer la herramienta, dando un salto hacia atrás.
Me acerqué corriendo y vi que de entre los cascajos de piedra salían incontables arañitas negras. Se quedaron dando vueltas las unas alrededor de las otras sobre aquel montículo, como en una danza imposible de seguir con la mirada, mientras los tres observábamos congelados. De pronto las arañas dejaron de interaccionar las unas con las otras y, como por arte de magia, se dirigieron en fila hacia el muro donde acabábamos de abrir los nuevos nichos, introduciéndose en ellos hasta que no se las pudo distinguir entre las sombras.
Aquello, pensábamos, se trataba de una anécdota curiosa y algo desagradable, y no hablamos demasiado de ella. Pero la semana siguiente, cuando me encontraba barriendo restos de hojarasca entre unas viejas sepulturas, las condenadas arañitas negras volvieron a aparecer bajo la escoba, moviéndose en círculos como la otra vez. Cuando avisé a los otros, ya habían formado una fila casi militar, perdiéndose de nuevo en la oscuridad de los nichos.
Aquel fenómeno, del cual nadie tenía explicación en el cementerio, duró algunas semanas, y se fue tal como vino. Gabriel y Sebastián ya parecían no acordarse de nada, pero yo no podía dejar de pensar en las arañitas.
Pensé que aquellos bichitos tenían mucho de humano: por breve tiempo vivían en el alboroto pero después, irremediablemente, todos y cada uno acababan dirigiéndose a un frío y oscuro nicho en el que ya no se les volvía a ver.
II. El perro blanco:
Años más tarde, durante el invierno, observamos que un grupo de perros callejeros comenzó a merodear cada mañana el enrejado, buscando cobijo bajo las grandes ramas de los árboles. Mis compañeros y yo nos enternecimos con aquellos animales y acordamos abrirles una portezuela del cercado con el fin de darles un poco de agua y comida, todo ello cuidando de que no se enterara el administrador, don Rodrigo, ni nadie de la oficina de dirección. Esto último no fue un problema, pues ellos nunca salían a supervisar nuestro trabajo, como si les resultara indigno mezclarse con los sepultureros.
Había cinco perros. Siempre eran los mismos y siempre iban juntos, todos delgados y con las típicas afecciones causadas por la intemperie prolongada: llagas en las patas, heridas en las orejas e incluso alguna leve cojera. Sin embargo, uno de ellos parecía salido de la mejor casa del mejor de los barrios: era un fabuloso ejemplar de pelaje blanco, tan reluciente que parecía no afectarle la suciedad ni la lluvia, con las orejas picudas y una mirada azul y más inteligente que la de muchos humanos.
Aquel perro blanco, nacido de alguna gloriosa mezcla de razas, era el líder absoluto de la pequeña manada. Él comandaba todas las acciones del grupo. Cuando se levantaba y echaba a andar, el resto también lo hacía. Cuando él gruñía o ladraba, los demás también se ponían rápidamente en alerta. Llegaba un punto en que los otros cuatro perros parecían una innoble prolongación de él. Cuando les echábamos de comer, el resto de canes esperaban pacientes a que el cabecilla hubiera engullido casi toda la comida; ellos se conformaban con lo que quedaba cuando el blanco ya había relajado su ritmo devorador.
Sentíamos cada vez más cariño por aquellos animales. Jugábamos con ellos en nuestros descansos y se los notaba contentos. Sin embargo, el perro blanco se mantenía distante y altivo, con su mirada aguda y desconfiada clavada en nosotros. Algo le decía que no era bueno confiar del todo en los seres humanos. Cuando él lo resolvía, por lo general de forma repentina, todos se marchaban de nuevo por la portezuela.
Tan sano y bien alimentado como parecía, una mañana encontramos muerto al perro blanco junto a la entrada. Los otros cuatro merodeaban alrededor del cadáver aún caliente y le acercaban el hocico, desorientados.
Al ver aquel cuerpo grande y bello yacer inerte en el suelo, fui consciente de algo que mi mente ya venía rumiando desde que trabajaba en el cementerio: a la muerte jamás le interesa lo que se ha sido en vida. La muerte llega indiferente y a veces inesperada, tanto para un líder como para un subordinado. La muerte, reflexioné, quizás fuera el mayor ejercicio de justicia e igualdad que tiene la naturaleza.
III. La roca:
Pasaron bastantes años sin nada reseñable. A veces fui presa de la monotonía de abrir zanjas, reparar piedra, replantar flora y habilitar nuevos nichos. Y cuando sentía que me iba a ahogar y necesitaba vivamente salir de allí y cambiar de trabajo, alguna chanza de Sebastián o una historia interesante de Gabriel me mantenían en el cementerio como un imán. Dónde, me dije, encontraría otros compañeros con los que sentirme tan a gusto. A fuerza de pasar horas, semanas, meses y años juntos ya éramos más que hermanos.
Un buen día vino a visitar el cementerio un empresario de cierta importancia en la ciudad. No llegaron a decirnos a qué negocio se dedicaba exactamente, o quizás fui yo quien no se enteró, pero iba impecablemente trajeado y sus zapatos negros relucían al sol. A su lado, incluso don Rodrigo parecía alguien vulgar.
Aquel señor, de quien no recuer
#9 Continua por favor
#30 sigue en forocoches
Curioso el enlace, me siento identificado ( soy funerario), y de hecho, hasta que termine el turno a las 7:00 de la mañana, si alguien tiene alguna pregunta se la respondo (en español jeje) y asi paso un poco el rato que me estoy aburriendo como una ostra, ¡entretenedme por favor!
#7 Te tomo la palabra. ¿Has sentido alguna vez el rechazo de personas al decir que trabajas en una funeraria?, y en el apartado técnico ¿qué es lo que consideras más difícil de tu trabajo? Gracias.
#10 #7 Sobre el rechazo puedo comentarte una anécdota:
Hace 3-4 años estábamos en una cena de antiguos compañeros de EGB, en ese momento tendríamos unos 30 años, cuando un compañero dijo que trabajaba de ayudante en una funeraria. Con la crisis no encontraba trabajo en la construcción, así que cogió este trabajo.
Durante el resto de la cena y las copas posteriores la gran mayoría le rehuía como si tuviese algo contagioso.
Por mi experiencia, sí hay un rechazo inicial al menos por aquellos con lo s que no tienes una relación importante.
#10
#15
#16 Dijo hasta las 7:00 y le preguntáis a las 7
#17
donde yo estoy son las 17:00, así que SAFE.
#17 Ya volverá. A no ser que se le levanten los clientes caminando despacito.
#16 ¿Se hacen cenas de esas en España? Me encantaría verle la cara a unos cuantos que estudiaron conmigo la EGB.
#22 pues a feisbú a crear un evento, y listo
#22 Nosotros 1 al año (en septiembre/octubre). A los 10 años nos fuimos un fin de semana a un hotel. Y el año que viene hace 20 que terminamos EGB... así que algo montaremos.
En clase eramos 38 y en la última cena sólo 9. La gente se va descolgando, pero molan
#24 Acabas de hacerme sentir viejo, el año que viene también hará 20 años que acabé la EGB (en el 94/95 estaba haciendo 8º), ¡madre mía como pasa el tiempo!
#8 Esa película es maravillosa. No obstante, para entenderla en toda su complejidad es importante tener en cuenta que en Japón existe un arraigado sistema de castas aún vigente http://es.m.wikipedia.org/wiki/Burakumin
Cuando yo la vi desconocía este hecho y por eso malinterpreté (o directamente me perdí) muchísimos matices.
#25 Que casualidad, justo vi esa pelicula ayer con mi novia y le explicaba que al actitud del amigo y de la novia para con el protagonista se fundamentaba en el tabu que tienen los japos con la muerte. Sin Embargo viendo tu link veo que estaba eequivocado, ahora se lo podre explicar mucho mejor. Gracias
Por cierto, pelicula muy buena.
#7 Mi pregunta:
¿Es cierto que siempre se van los mejores? ¿Tienes alguna estadística al respecto?
A mi los muertos jamás me han dado miedo ni impresionado, tocarlos o moverlos o vestirlos nunca ha supuesto un problema para mi (desgraciadamente he tenido que hacerlo por mi padre y por mi tio) así que no tengo ningun recelo ni tab´por quienes se dedican a esta profesión ni me parece mejor ni peor que otra. Aun así con motivo de la recientisima muerte de mi marido he experimentado un nuevo respeto por la profesioonalidad de estas personas. Mi marido murio joven pero no dejó un bonito cadaver, cuando yo le dejé ya muerto en el hospitaal estaba horrible, no parecia el mismo, su cara reflejaba el inteso sufrimiento que habia pasado y sus manos estaban contraidas por causa de la enfermedad, la boca aabierta. sin afeitar (porque hacia meses que no podia mover las manos) con 4 agujeros en la cabeza consecuencia de haber llevado un collarin halo y tan delgado y demacrado que parecia uno de esos cristos antiguos que hay en las iglesias, Cuando al dia siguiente le vi en la funeraria ya expuesto, quien sea que hubiese hecho el trabajo de preparacion y maquillaje era un profesional como la copa de un pino, lo que yo vi alli era la imagen de mi marido como cuando estaba vivo y sano (solo que mucho mas delgado) ni sombra de barba, la boca cerrada en una media sonrisa que en le resultaba natural, los agujeros tapados (con lo que sea me da igual), las manos estiradas y cruzadas sobre su cuerpo, los brazos parcialmente cubiertos por el forro para que no se viese lo grande que le venia la camisa que le pusieron. Desde aqui vaya todo mi agradecimiento para la persona anonima (para mi) que hizo ese magnifico trabajo el 10 o el 11 de octubre de este mismo año en el tanatorio de Sancho de Avila de Barcelona. Si pudiera le daria las gracias en persona y un abrazo porque aunque se que, alli , dentro de la caja, mi marido ya no estaba, que nos abandonó esa noche un poco antes, el tanatopractico le devolvio en la muerte la dignidad que el cancer le quito a su cuerpo y nos permitió a nosotros decir adios a aquel que tanto habiamos amado de una forma reconocible y digna.
Hay que ver qué sociedad la nuestra que nos mantiene tan alejados de la muerte, como si esta no fuera una de las particularidades que definen a la vida. La muerte es algo que debemos mantener alejado, tabú, prohibido, secreto...cuando es algo perfectamente natural y que no hemos aprendido ni enseñado a experimentar socialmente de modo apropiado como el hecho biológico que es.
Matías Prats: "En ese lugar se matan a trabajar..."
Este tema ya dio para crear una de las series con mejor crítica de la historia: 6 feet under.
Entiendo perfectamente a esta chica. Mientras hacia la carrera estuve trabajando de zelador en un hospital y como os podéis imaginar, la mayoría de personas mueren en hospitales hoy en día.
La relación con la muerte que tienen los sanitarios puede parecer bastante fria al principio. Pero no puedes estar todo el día sensibilizado o pensando en el drama detrás del cadáver. Volverías a casa hecho polvo.
Si os contara la de chistes de necrofilia que se pueden oir cuando vas a las habitaciones os sorprenderiais. La versión española de este libro lo dejaría en anécdotas.
#11 Mi personaje favorito del cine español es el amigo del prota de "7000 días juntos". La parte en que describe lo mejor de su trabajo... Quien la haya visto lo entenderá
Recomiendo la peli "despedidas". Oriental. Muy bonita.
al parecer se lo pasa de muerte!!!!!. ;lol;
El marido de mi secretaria es enterrador, le tiene prohibido llevarse trabajo a casa
Un trabajo tranquilo y donde el cliente no suele quejarse.
Eso si que es andar con la muerte en los talones...
Six Feet Under...con esto lo digo todo.
#20
Venía a decir lo mismo. Qué maravilla de serie. Y que final tan demoledor
#34 Mira que hay series buenas,pero para mi es la mejor que he visto hasta ahora.
El fin de vivir es morir.
Hay varias ciudades que tienen calles dedicadas a la vida y la muerte conjuntamente:
Calle de muerte y vida.
Calle de vida y muerte.
Otra: Si te mueres en lunes, vaya forma de empezar la semana...
¿Por qué tenerle miedo a la muerte si es el único evento que tenemos claro que nos va a suceder?.
La verdad es que es un trabajo por el que siempre he sentido curiosidad por realizarlo, quizá seguramente como una manera de enfrentarme diariamente a la muerte y acabar por comprenderla.
La muerte está tan segura de su victoria que nos da una vida de ventaja.
¡Me la ...!