En los negocios de finales del siglo XIX el problema no era tanto convencer al cliente, sino impedir que el dinero desapareciera antes de llegar al dueño. El efectivo pasaba por manos de camareros y dependientes sin dejar rastro, y la tentación de “quedarse algo” era estructural. La solución no fue más vigilancia humana, sino una máquina que obligara a registrar cada venta y que, al abrirse para dar cambio, dejara una señal audible y un rastro verificable.  
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