Yo crecí en el polígano. Y, cuando eres pequeño, todo lo que te rodea te parece “lo normal”: los gitanillos trapicheando en la estación de tranvía abandonada enfrente de mi edificio de 15 pisos, los soportales reconvertidos a garajes o picódromos (también llamados “oficinas de colocación), los talleres mecánicos que pagaban a los kinkis del barrio para que rajasen todas las ruedas de los coches, las calles con apenas tiendas y un aparatoso Alcampo a 15 minutos de distancia.
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