Hace 1 año | Por Pilar_F.C. a elpais.com
Publicado hace 1 año por Pilar_F.C. a elpais.com

En la primera salida de don Quijote, Cervantes no tiene piedad alguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien solo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas solas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho.

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Pilar_F.C.

Cuando te enseña en cada palabra, en cada frase, en cada pensamiento ... ese es Chirbes

Pilar_F.C.

En la primera salida de don Quijote, Cervantes no tiene piedad alguna con su personaje: lo desprecia, casi diría que lo odia, un tipo estúpido que no se entera de nada de cuanto ocurre a su alrededor; a quien solo la mezcla de humor y prudencia del ventero salva de un linchamiento, y cuyas solas acciones son descalabrar a dos pobres arrieros y conseguirle una paliza suplementaria a un muchacho. El desprecio de Cervantes se resume en la frase con la que cierra la escena entre el gañán golpeado y el labrador rico, y que yo creo que resume qué es lo que don Quijote ha conseguido con su acción: ...

“él [el muchacho] se partió llorando y su amo se quedó riendo” (pág. 66 de la edición del Instituto Cervantes, de Francisco Rico, 1998). Nunca, en anteriores ocasiones en que lo había leído, me había dado tanta sensación de desprecio del autor hacia su personaje: un narrador agrio, malhumorado con su protagonista al que considera peligroso, un payaso, un ser inútil y dañino para su entorno, y, además, un engreído. La literatura (las novelas de caballería cuyos párrafos imagina en las descripciones) sale tremendamente mal parada, y frente a ella, el autor finge contar al margen, en una rara oralidad que rebaja las cosas de nivel, las pone a ras de suelo, las despoja de cualquier fascinación, las descarga, les quita los coturnos. Otra cosa es que luego, en las siguientes excursiones, se enamore cada vez más de don Quijote, y el personaje se le vaya escapando, tomando vida propia. En la primera salida, lo que viene a contar la novela es la sucesión de desastres que puede llegar a cometer quien mira el mundo a través de los libros fantásticos. Más bien parece una venganza de escritor frustrado contra la literatura y contra quienes la sacralizan. Claro que es una venganza contra la literatura, como cualquier buena novela que se precie. No hay gran literatura que no se haya escrito contra la literatura.

16 de abril

En el avión.

Los cuatro mandamientos de Juan Valera para uso de un escritor: austeridad, cultura, trabajo y tolerancia (de un texto de Rafael Conte).

En Nueva York.

Oigo hablar en inglés a mi alrededor; un espeso túnel formado por el ruido de las conversaciones, que apenas entiendo porque la gente – como es lógico– habla muy deprisa; las voces forman un nido (nest) en el que me siento aislado, a gusto. Me ocurre siempre que acudo a un país cuya lengua no entiendo (el inglés puedo leerlo; pero cuando lo hablan deprisa no alcanzo a descifrar el significado de las frases, solo palabras sueltas, alguna expresión coloquial; además, soy duro de oído). Estoy bien así, aislado; metido en mis cosas: pensando en que me duele un poco la cabeza (también estar levemente enfermo pone un puntito de grato ensimismamiento); digo que me duele un poco la cabeza, seguramente porque duermo mal, debido al jet lag. Por la noche sudo, paso momentos febriles (estoy algo resfriado, el aire del avión tiene la culpa) y, por si fuera poco, me ha salido un forúnculo que me tortura (acabo de comprarme una crema). Pero todas esas molestias no llegan a distraerme, refuerzan mi sensación de lejanía, la idea de que todo conocimiento –como todo placer– exige una entrega, un sacrificio, incluso una dosis de dolor: en eso pensaba cuando estos días pasados seguía caminando por la ciudad a pesar de que tenía los pies a punto de reventar; la espalda dolorida. Sufre, amigo Chirbes, pensaba mientras arrastraba tres gigantescas bolsas de libros adquiridas en el MoMA (libros para mí, y para regalo). A nadie se le ha entregado un gramo de belleza ni de sabiduría sin una dosis de sufrimiento. La idea de conocer disfrutando es muy propia de la sociedad contemporánea, de los folletos de turismo actuales. Viajar resulta siempre incómodo, y cuando alguien se encarga por nosotros de que se vuelva cómodo, quiere decir que el viaje nos enseña poco, nos sirve para poco, porque el término “comodidad” implica no salirte de tus parámetros, de tu forma de vida: reproducir tu mundo vayas donde vayas. En ese caso, te ocurre lo que antes he escrito que alguien le recriminaba a Kipling: puedes llegar a viajar tanto que no te dé tiempo a conocer nada. Esta madrugada, insomne, hojeaba uno de los libros que ayer compré: hermosas vistas de los rascacielos de principios de siglo, edificios neogóticos, neorrenacentistas, art déco. Qué felicidad estar así, tumbado en la cama, en la habitación de un hotel, repasando las hojas del libro que me muestran lo que está alrededor, lo que he visto, lo que puedo ver con solo salir a la calle y pasear un poco, qué más da el dolor de piernas, de cabeza, de espalda, el forúnculo. Esa infantil complacencia de sentir que estás en un lugar tan interesante que hasta los libros se ocupan de él es la base del turismo. Haber visto siete maravillas del mundo y que aún te queden dos por ver. “Vedere Napoli e dopo morire.” Pienso en la vejez que se acerca. No me conservo bien, demasiados excesos aún hoy día, excesos que a esta edad no están a la altura de las abandonadas Sodoma y Gomorra, aunque un poquito de Sodoma también sigue habiendo, como se verá.

Excesos a mi edad es dormir poco, comer sin cálculo, fumar como un carretero y beber como lo que soy, un taciturno alcohólico social, que cuando deja de hacer lo que esté haciendo solo encuentra consuelo en algún lugar en el que sirvan copas y donde vea gente a su alrededor, o que solo sabe divertirse en la barra de un bar, mejor solo que acompañado, pero viendo gente que va y viene. En la nueva etapa, irá creciendo el índice de dolor que invierta por cada gramo de belleza o de simple satisfacción obtenidos. Es uno de los axiomas de la vejez, que llega a ratos sigilosa, y en otros momentos, impúdica: diciendo altiva que ya está aquí, dándole golpes y patadas a tu puerta para que se la abras cuanto antes, como si su retaguardia –la dama de la guadaña– tuviera prisa por hacer su trabajo. Si no tengo más que cincuenta y seis años, un niño según los cánones contemporáneos: pero arrugas y manchas en la piel aparecen de un día para otro. Últimamente reclaman mi atención (nunca había hecho caso de esas cosas, me miro poco en el espejo, me afeito y peino en un pispás). La piel cambia deprisa. Aunque procuro no fijarme, el espejo me muestra el deterioro, añadiéndolo a las aprensiones que nuestra época nos entrega a cualquier edad, miedo al cáncer, a la hipertensión, al colesterol, al azúcar, a la sal: han aparecido unas manchas negras en la mejilla izquierda y una parte de dicha mejilla se ha oscurecido, amenazante: como si, dentro de poco, la sombra fuera a ocupar buena parte del rostro y a oscurecerse aún más. Pienso en un cáncer de piel, en el sida, aunque seguramente no son más que rasgos que regala generosamente la vejez que tanta prisa tiene. Finjo que no lo noto, pero lo noto, y aquí escribo que lo noto. Los solitarios (sería mejor decir los solterones), además, pensamos que todas esas cosas nos apartan de los contactos sentimentales o simplemente sexuales. Cada vez menos posibilidades de gustar a nadie, y los que vivimos solos únicamente gustando a alguien podemos gozar de esas compañías esporádicas que se suponen necesarias para el equilibrio. Entras en algún local de ligue y descubres que nadie te mira o que, si alguien cruza por azar la mirada contigo, la aparta con precipitación. Le diriges a alguien la palabra y te dice: no, es que estoy cansado, o casado, o tengo prisa; esos son los signos que anuncian que lo peor está empezando a llegar. Aún hay más. Demasiadas veces te invade la sensación de que ni siquiera tienes acceso. Es decir, que ves a alguien que te gusta y ni siquiera te atreves a pensar en dirigirle la palabra, porque constatas que es de otra época, de otro tiempo, que está en el escaparate de un local al que no tienes acceso; piensas que tu tiempo con él ya ha pasado. No sé cómo ni desde cuándo, pero esa sensación es cada vez más frecuente. La sensación de estar cerca de algo hermoso que no es para ti, ya no. Te da vergüenza mancharlo hasta con la mirada.

Contradiciendo lo que acabo de escribir. El cuerpo oscuro de Anthony (de ébano, dirían antes) reflejado en el espejo de la habitación del hotel. Una escultura rotunda, sólida, la perfección del cuerpo: como si el cuerpo no estuviera formado por partes, sino que estuviera –como lo está– hecho de una sola vez, contundente. Termina la función erótica y dice: “Very exciting, very sexy”, y la vejez parece desvanecerse por unas horas.

El concepto de Europa (lo que quieren que cuente en dos folios los del PEN): refugiarse en un acorazado poderoso, porque USA es eso, un amenazador acorazado con los cañones apuntando a los cuatro puntos cardinales; y porque China empieza a serlo (y Japón y la India y Brasil). Refugiarse de las amenazas exteriores, qué se le va a hacer, pero ese concepto acorazado de la existencia no parece el más gratificante como ideal de vida, de convivencia humana, para un escritor, para un pensador. Eso deben construirlo los políticos, que organizan ejércitos y trazan fronteras; los empresarios que buscan la competitividad económica y todas esas cosas. De ahí a que se nos pida a los escritores que formemos parte de la tripulación de ese acorazado, que engrasemos los cañones, y lancemos las gorras al aire, hay un trecho. La historia del mundo –y muy especialmente la de Europa– nos enseña en qué acaban todas esas retóricas, y también que cuando se construye un acorazado acaba utilizándose. El ser humano tiene, seguramente por genética, un ajustado sentido de la economía: se humanizó y se separó de sus compañeros del mundo animal precisamente porque fue capaz de llevar a cabo cálculos económicos, construyó instrumentos para matar y para desollar y almacenar los cadáveres que conseguía y almacenar los alimentos. Cualquier objeto que construye o inventa acaba utilizándolo. Aparte de que, por muy laborable que sea su oficio, el escritor casi nunca forma parte de la activa marinería, sino que tiende a instalarse cómodamente