Hay ciudades que se dejan dibujar dócilmente, que posan como modelos disciplinados ante el lápiz del artista. Y luego está el Madrid de finales de los setenta, ese animal herido y confuso que Ceesepe, más conocido como pintor y uno de los creadores más destacados de aquella generación, capturó en las páginas de sus cómics como quien fotografía a una bestia en plena metamorfosis. No era el Madrid luminoso de la Movida que vendría después, ni el gris plomizo del franquismo agonizante, era algo intermedio, indefinible, un territorio de nadie
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