
"Jamás ha dominado en mi alma la esperanza de la gloria, ni he soñado nunca con laureles que oprimiesen mi frente. Solo cantos de independencia y libertad han balbucido mis labios, aunque alrededor hubiese sentido, desde la cuna ya, el ruido de las cadenas que debían aprisionarme para siempre, porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud.
Yo, sin embargo, soy libre, libre como los pájaros, como las brisas; como los árboles en el desierto y el pirata en la mar.
Libre es mi corazón, libre mi alma, y libre mi pensamiento, que se alza hasta el cielo y desciende hasta la tierra, soberbio como el Luzbel y dulce como una esperanza.
Cuando los señores de la tierra me amenazan con una mirada, o quieren marcar mi frente con una mancha de oprobio, yo me río como ellos se ríen y hago, en apariencia, mi iniquidad más grande que su iniquidad. En el fondo, no obstante, mi corazón es bueno; pero no acato los mandatos de mis iguales y creo que su hechura es igual a mi hechura, y que su carne es igual a mi carne".
Rosalía de Castro
—Quiero decir que la vieja sociedad fue veraz y sincera, y quiero decir también que usted anda enredado en una maraña de mentiras, o por lo menos de falsedades —respondió Herne—. Eso no supone que la vieja sociedad llamara siempre a las cosas por su nombre real, entendámonos... Aunque entonces se hablaba al menos de déspotas y vasallos, como ahora se habla de coerciones y desigualdad. Vea usted que, así y todo, se falsea ahora más que entonces el nombre cristiano de las cosas. Todo lo defienden aludiendo a los nuevos tiempos, a las cosas diferentes. Tienen un rey, pero dicen que ese rey no puede serlo como es debido. Tienen una Cámara de los Lores y dicen que viene a ser lo mismo que la Cámara de los Comunes. Cuando quieren adular a un obrero o a un campesino lo llaman caballero, que es como tratarlo de vizconde. Y cuando quieren adular a un caballero dicen que no hace uso de su título nobiliario. Dejan a un millonario sus millones y luego lo ensalzan diciendo que es un hombre la mar de sencillo... Creen, en fin, que hay algo bueno en el oro, y no es precisamente su brillo. Excusan a los clérigos diciendo que ya no existe la clerecía, y nos aseguran enfáticamente que está bien que los clérigos jueguen al cricket como cualquiera... Tienen maestros que desprecian la doctrina de enseñar, y doctores de las cosas divinas que en realidad se mofan de todo lo divino... Todo es falso, cobarde, vergonzoso... En este tiempo cada cosa prolonga su existencia mediante la negación de que existe.
El Regreso de Don Quijote Gilbert Keith Chesterton
He aquí mi problema: mi alma se ha roto y se ha hecho más pedazos que loza había en el jarrón.
Un corazón de Nadie. Fernando Pessoa.
El Observador Jefe asintió.
-Unos fines individuales, no sociales. Ese es el quid. Primero yo, después yo y siempre yo. La cosa funciona bastante bien cuando un hombre no puede llegar mucho más lejos de la distancia a la cual puede lanzar una piedra, o gritar órdenes en un radio de unos centenares de metros. Pero se complica cuando uno puede decir "Salta, rana" a todo un continente, apoyando su orden con bombas de hidrógeno. Para controlar esa palanca de poder, se requiere adaptabilidad cultural, instintiva o razonada. Y esa gente carece de ella.
Hizo una pausa y se rascó pensativamente la barbilla o lo que hubiese sido su barbilla, si hubiera sido humano.
-Admito, sin embargo -continuó-, la posibilidad de un error por nuestra parte. De modo que hemos preparado una prueba. Con su autorización, pretendemos ofrecer un artilugio a esa gente. Inofensivo, individualmente deseable, pero culturalmente mortal. Ofrecido de un modo que puedan aceptarlo o rechazarlo, bajo su entera responsabilidad. Lo bueno del caso es que mataremos dos pájaros de un tiro. Si lo aceptan, destruirán su civilización y lo único que tendremos que hacer será trasladarnos y llenar el vacío. Si lo rechazan, no tendremos que trasladarnos, será que estoy equivocado.
-¿Qué clase de artilugio?
-Bueno, ¿qué clase de artilugio puede obtener un resultado positivo? Recuerde, una cultura sumamente competitiva, basada en la economía de la escasez; cosas -propiedad o uso- intercambiadas por servicios sobre base individual...
- ¡El duplicador de materia!
-Exactamente.
Ralph Williams, "El duplicador de materia". (Publicado en Antología de Ciencia Ficción 27)
Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lluvioso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala. Catón se arroja sobre su espada, haciendo aspavientos filosóficos; yo me embarco pacíficamente. No hay en ello nada sorprendente. Si bien lo miran, no hay nadie que no experimente, en alguna ocasión u otra, y en más o menos grado, sentimientos análogos a los míos respecto del océano.
(...)
Probablemente habréis visto muchas embarcaciones extrañas, lugres de pies cuadrados, montañosos juncos japoneses, galeotas como latas de manteca, y cualquier cosa; pero os aseguro que nunca habréis visto una extraña vieja embarcación como esta misma extraña y vieja Pequod. Era un barco de antigua escuela, más bien pequeño si acaso, todo él con un anticuado aire de patas de garra. Curtido y atezado por el clima, entre los ciclones y las calmas de los cuatro océanos, la tez del viejo casco se había oscurecido como la de un granadero francés que ha combatido tanto en Egipto como en Siberia. Su venerable proa tenía aspecto barbudo. Sus palos -cortados en algún punto de la costa del Japón, donde los palos originarios habían salido por la borda en una galerna-, sus palos se erguían rígidamente como los espinazos de los tres antiguos reyes en Colonia. Sus antiguas cubiertas estaban desgastadas y arrugadas como la losa, venerada por los peregrinos, de la catedral de Canterbury donde se desangró Becket.
(...)
Las aguas que le rodeaban se iban hinchando en amplios círculos; luego se levantaron raudas, como si se deslizaran de una montaña de hielo sumergida que emergiera rápidamente a la superficie. Se intuía un rumor sordo, un zumbido subterráneo...Todos contuvieron el aliento al surgir oblicuamente de las aguas una mole enorme, que llevaba encima cabos enmarañados, arpones y lanzas. Se elevó un instante en la atmósfera irisada, como envuelta en una grasa de finísima textura, y volvió a sumergirse en el océano. Las aguas, lanzadas a treinta pies de altura, fulgieron como enjambres de surtidores, para caer luego en una vorágine que circuía el cuerpo marmóreo de la ballena.
Los que no habían podido adherirse a Napoleón por su gloria, los que no habían podido ser fieles por gratitud al benefactor de quien habían recibido sus riquezas, sus honores y hasta sus nombres, ¿iban a inmolarse ahora a sus escasas esperanzas?
¿Iban a encadenarse a una suerte precaria y renaciente los ingratos a quienes no hizo comprometerse una suerte consolidada por unos éxitos inauditos y por un bagaje de dieciséis años de victorias?
Tantas crisálidas que, entre dos primaveras, se habían despojado y revestido, dejado y recuperado la piel del legitimista y del revolucionario, del napoleónico y del borbónico; tantas palabras dadas y desmentidas; tantas cruces pasadas del pecho del caballero a la cola del caballo, y de la cola del caballo al pecho del caballero; tantos valientes cambiando de paveses, y sembrando el palenque de prendas fementidas; tantas nobles damas, azafatas alternativamente de María Luisa y de María Carolina, no habían de dejar en el fondo del alma de Napoleón sino desconfianza, horror y desprecio; este gran hombre envejecido estaba solo en medio de todos estos traidores, hombres y suerte, sobre un suelo que temblaba, bajo un cielo enemigo, enfrente de su destino cumplido y del juicio de Dios.
Memorias de Ultratumba. Chateaubriand
En Zaragoza, quien le dio la bienvenida fue el más destacado de sus ciudadanos, Ximenes Gordo, y fue él quien recorrió las calles cabalgando junto al heredero de la corona.
Se podría imaginar, cavilaba Fernando, que Ximenes Gordo era el príncipe, y Fernando su sirviente.
Con la misma edad de Fernando, tal vez otro hombre hubiera expresado su disgusto. Él, no; al tiempo que lo disimulaba, cultivó su resentimiento. Había advertido la forma en que los pobres, reunidos en las calles para ver pasar el cortejo, fijaban en Gordo sus ojos admirados. El hombre tenía una especie de magnetismo, una personalidad fuerte; era una especie de campeón de los pobres que se ganaba el respeto del pueblo porque las gentes lo temían tanto como lo amaban.
—Los ciudadanos os conocen bien —comentó Fernando.
—Alteza —fue la indolente respuesta—, es que me ven a menudo. Estoy siempre con ellos.
—Y la necesidad hace que yo esté con frecuencia lejos —completó Fernando.
—Es raro que tengan el placer y el honor de servir a su príncipe. Deben contentarse con este humilde servidor, que hace todo lo posible para que, en ausencia de su Rey y de su Príncipe, se siga administrando justicia.
—Parecería que tal administración no alcanza mucho éxito —comentó secamente Fernando.
—Es que, Alteza, vivimos en una época de desorden.
Sin traicionar todavía la furia y el disgusto que lo embargaban, Fernando miró rápidamente el rostro corrompido y astuto del hombre que cabalgaba a su lado.
—Vengo con un encargo urgente de mi padre —anunció.
De una manera que al joven príncipe se le antojó regia y condescendiente, Gordo esperó a que su interlocutor continuara. Parecía como si con su actitud diera a entender: Vos podéis ser el heredero de Aragón, pero durante vuestra ausencia yo me he convertido en Rey de Zaragoza.
Siempre dominando su enojo, continuó Fernando:
—Vuestro Rey necesita urgentemente hombres, armas y dinero.
El otro inclinó la cabeza con un gesto insolente.
—Me temo que el pueblo de Zaragoza no tolerará más impuestos.
—¿No obedecerá el pueblo de Zaragoza la orden de su Rey? —la voz de Fernando era de seda.
—Últimamente hubo una revuelta en Cataluña, Alteza. Y podría haberla en Zaragoza.
—¡Aquí… en el corazón de Aragón! Los aragoneses no son catalanes, y serán leales a su Rey, bien lo sé.
—Vuestra Alteza ha estado ausente durante mucho tiempo.
Fernando observaba a la gente en las calles. ¿Habrían cambiado?, se preguntaba. ¿Qué sucedía cuando un hombre como Ximenes Gordo se adueñaba así de una ciudad? Había habido demasiadas guerras, y ¿cómo podía un Rey gobernar bien y con prudencia sus dominios, cuando debía pasarse tanto tiempo lejos de ellos, para tener la seguridad de conservarlos? Era eso lo que hacía que los pícaros se apoderaran del poder y ejercieran sobre las ciudades descuidadas un desviado control.
—Debéis informarme de lo que ha venido sucediendo durante mi ausencia —expresó Fernando.
—Será un placer para mí hacerlo, Alteza.
Jean Plaidy, «España para sus soberanos».
Levántate y no lo pienses más,
si crees en ti, lo conseguirás.
Solamente hazlo.
No tienes ni que pensarlo,
no lo dejes pasar de largo.
Primera norma: si lo ves pasar agarrarlo.
¡Todos nacimos creando!
Si puedes imaginarlo, puedes hacerlo.
Si me caigo, me levanto y de nuevo vuelvo al intento.
Y en la segunda, antes de acabar en la tumba,
procura que el tiempo te rinda, no abandones nunca a tu musa.
Que no te importe nada de lo que te digan.
Solo levántate y hazlo.
Sabes muy bien lo que hablo.
No pierdes nada por intentarlo,
no tengas miedo al fracaso.
Cuánto tiempo necesitarás, para actuar.
Deja ya de pensar, déjalo que salga con naturalidad.
Cuánto más estarás, esperando, mientas el tiempo va pasando.
Somos lo que somos, somos lo que hacemos, somos lo que estamos creando.
No existe el dolor eterno que no vaya curándose con el tiempo,
No le des la espalda al amor por miedo o temor a que te hagan daño.
No existe otra forma de hacerlo, sólo confía en tu talento,
y espera el momento, estate atento,
recuerda mantenerte siempre en movimiento.
Si no es el primero, tranquilo, entonces será al segundo intento.
No dejes pasar la oportunidad, mucho menos dejes pasar el tiempo.
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"No me cansaba de mirar a Denna. Estaba sentada a mi lado, abrazándose las rodillas. Su piel era más luminosa que la luna, y sus ojos más enormes que el cielo, más profundos que el agua, más oscuros que la noche.
Poco a poco reparé en que llevaba largo rato mirándola fijamente sin hablar. Absorto en mis pensamientos perdido en su contemplación. Pero Denna no parecía ofendida, ni extrañada. Era como si estudiara las líneas de mi cara, casi como si esperase algo.
Quería cogerle una mano. Quería acariciarle la mejilla con las yemas de los dedos. Quería decirle que era la primera mujer hermosa que veía desde hacía años. Que verla bostezar tapándose la boca con el dorso de la mano bastaba para que se me cortara la respiración. Que a veces no captaba el sentido de sus palabras porque me perdía en las ondulaciones de su voz. Quería decirle que si estuviera conmigo, nunca volvería a pasarme nada malo.
Estuve a punto de pedírselo. Notaba la pregunta burbujeando en mi pecho. Recuerdo que tomé aliento y que, en el último momento, vacilé. ¿Qué podía decir?¿Ven conmigo? ¿Quédate conmigo? No. Una repentina certeza se tensó en mi pecho como un frío puño. ¿Qué podía ofrecerle? Nada. Cualquier cosa que dijera parecería estúpida, una fantasía infantil.
Cerré la boca y miré más allá del agua. Denna, a solo unos centímetros de mí, hizo lo mismo. Notaba su calor. Olía a polvo del camino, a miel, y a ese olor que hay en la atmósfera segundos antes de un aguacero de verano.
No dijimos nada. Cerré los ojos. Su proximidad era lo más dulce y lo más intenso que yo había sentido jamás."
Capítulo 33 - "Un mar de estrellas"
El misterio del destino de la leche se aclaró pronto. Se mezclaba todos los días en la comida de los cerdos. Las primeras manzanas ya estaban madurando, y el pasto de la huerta estaba cubierto de la fruta caída de los árboles. Los animales creyeron, como cosa natural, que éstas serían repartidas equitativamente; un día, sin embargo, apareció la orden de que todas las manzanas caídas de los árboles debían ser recolectadas y llevadas al granero para consumo de los cerdos. A raíz de eso, algunos de los otros animales comenzaron a murmurar, pero en vano. Squealer fue enviado para dar las explicaciones necesarias.
- Camaradas, gritó, vosotros no supondréis, me imagino, que nosotros los cerdos estamos haciendo esto con un espíritu de egoísmo y de privilegio. Muchos de nosotros, en realidad, tenemos aversión a la leche y las manzanas. A mí personalmente no me agradan. Nuestro único objeto al tomar estas cosas es preservar nuestra salud. La leche y las manzanas (esto ha sido demostrado por la ciencia, camaradas) contienen sustancias absolutamente necesarias para el bienestar del cerdo. Nosotros, los cerdos, somos trabajadores del cerebro. Toda la administración y organización de esta granja depende de nosotros. Día y noche estamos velando por vuestra felicidad. Por vuestro bien tomamos esa leche y comemos esas manzanas. ¿Sabéis lo que ocurriría si los cerdos fracasáramos en nuestro deber?
Mira nena, aquí hay una cuestión: el concepto es el concepto. Ésa es la cuestión. Por ejemplo, tú eres una mujer con estudios, y yo no objeto nada al respective porque soy liberal, y no soy de ésos que andan diciendo que sois todas más putas que las gallinas, aunque lo piense. Pero... y el concepto? eh?... eh? Aaah... Amiga! A los hechos me repito!
Pazos
¿Que qué quiero decir?
Estaba haciendo ovillos con torpes recuerdos del lugar donde nací.
Aunque ya no me siento de allí, tampoco de aquí,
tristeza feliz la de aquel que no tiene un país.
Y digo triste y feliz pues cuando tienes que expatriarte
dejas de ser de un sitio para ser de todas partes.
Volví años más tarde
y todo estaba donde lo dejé,
aunque de pequeño parecía más grande.
Rafael Lechowsky, De paso por lo eterno (canción del extranjero)
Sejer clavó la mirada en el dibujante que tenía enfrente. En sus orígenes era un dibujante de periódico que aterrizó en ese puesto por pura coincidencia y resultó ser especialmente apto, sobre todo en el aspecto psicológico.
—Primero tendrás que conseguir que me relaje —dijo Sejer sonriendo—. Luego tendrás que establecer una relación de confianza, ¿verdad que sí? Demostrarme que me escuchas y que me crees.
El dibujante esbozó una sonrisa ácida.
—No tengas tanto miedo a perder el control, Konrad —dijo secamente—. En este momento no eres el jefe. Eres un testigo.
Sejer levantó una mano, retrocediendo.
—Lo primero que quiero que hagas —dijo el dibujante— es olvidarte del rostro del hombre.
Sejer lo miró asombrado.
—Olvida los detalles. Cierra los ojos. Intenta ver la figura en tu mente y concéntrate en la impresión que te causó, en la clase de señales que emitía ese hombre. Caminaba hacia ti en una calle muy luminosa y, por alguna razón, te fijaste en él. ¿Por qué?
—Daba la impresión de ir muy concentrado y decidido.
Sejer cerró los ojos, como le había pedido el dibujante. Pero la cara que veía en su mente no era más que un punto nublado en la memoria. —Pasos duros y rápidos. Los hombros, como encogidos. Una mezcla de miedo y determinación. El pánico al acecho, justo debajo de la superficie. Tan asustado que ni siquiera se atrevía a levantar la vista para mirar a alguien. No necesariamente un atracador profesional. Demasiado desesperado.
El dibujante asintió con la cabeza y anotó un par de cosas en la parte inferior de la hoja.
—Intenta describir su cuerpo, cómo se movía al andar.
—Se movía poco. Pequeños movimientos bruscos. Nada de oscilar los brazos, balancearse de un lado para otro ni cojear. Iba derecho hacia delante. Las piernas, rectas. Los hombros, rígidos.
—Piensa en las proporciones —prosiguió el dibujante—. Brazos y piernas en relación al torso. El tamaño de la cabeza. La longitud del cuello. El tamaño de los pies.
—Ni los brazos ni las piernas largos. Más bien un poco cortos. La verdad es que llevaba una mano en la bolsa, y la otra en el bolsillo, pero creo que no eran largas. Cuello corto y grueso. No tenía los pies grandes. Más pequeños que los míos, calzo un cuarenta y cuatro. Llevaba ropa suelta, pero su cuerpo daba la impresión de ser musculoso y abultado.
Nuevos gestos aprobadores. El lápiz alcanzó por primera vez el papel y oyó el ligero roce del grafito contra la superficie. Debido a la estructura del papel, el trazo adquirió un tembloroso realismo, como si se estuviera moviendo.
—Los hombros, ¿anchos o estrechos?
—Anchos. Redondos. Esos hombros que se te desarrollan cuando haces levantamiento de pesas. No como los míos —añadió.
—Bueno, los tuyos no son estrechos.
—No, pero no están hinchados. Son más planos y huesudos, no sé si me entiendes.
Se rieron un poco. El dibujante, cuyo apellido era Riste, pero que era conocido por el apodo de el Esbozo era bajito y rechoncho, calvo, con gafas pequeñas y ovaladas, y dedos largos y finos.
—¿Y la cabeza?
—Grande. Redonda. Mucha mejilla, pero no exactamente mofletes. Barbilla redonda. Ni angular ni decidida. Ninguna cicatriz ni nada por el estilo.
—¿Cómo se asentaba la cabeza sobre el cuerpo? No sé si entiendes lo que quiero decir.
—Muy encajada en los hombros. Como si colgara un poco por delante del cuerpo. Como en un niño enfurruñado.
—Excelente —dijo—. ¿La línea del pelo?
—¿Eso es importante?
—Sí, es importante. La línea del pelo de una persona contribuye a decidir gran parte de su rostro. Mírate a ti mismo. Tienes la línea del pelo casi perfecta. Recta y regular sobre la frente, y bien arqueada hacia las sienes. Igual de poblada por todas partes. De hecho, no es muy corriente.
—¿Ah, no?
Sejer hizo un gesto negativo con la cabeza. No era muy vanidoso. Al menos ya no, y lo último a lo que dedicaría tiempo sería a su línea del pelo. Reflexionó.
—Arqueada, no recta. Tal vez un pequeño pico hacia el centro de la frente. Llevaba el pelo muy corto, por eso pude verlo bien.
Esa manera lenta de aproximarse a los rasgos hizo que el hombre le apareciera más nítido que nunca. Ese dibujante sabía lo que hacía. Sejer miró fascinado el papel, observando cómo poco a poco iba emergiendo una figura, como el negativo de una foto en un baño de revelado.
—Y ahora el pelo.
No paraba de dibujar trazos ligeros para poder añadir constantemente otros nuevos encima y al lado. No usaba goma de borrar. Los múltiples trazos finos también contribuían a dar vida a la figura.
—Rizado y poblado, casi tipo afro. Crecía derecho hacia arriba, pero estaba cortado al cero, como lo llevo yo.
Al decirlo, se alisó el pelo, hirsuto y corto como un cepillo.
—¿Color?
—Rubio. Posiblemente rubio claro, pero sobre este punto la verdad es que estoy dudando. ¿Sabes? Hay pelos muy rubios en algunas situaciones, y que pueden parecer rubios oscuros cuando están mojados. O depende de la luz. No sé seguro. Un color parecido al tuyo, tal vez.
—¿Al mío? —el Esbozo levantó la vista—. Pero si yo no tengo pelo.
—No, pero como el pelo que tenías antes, tal vez.
—¿Y cómo sabes tú cómo era mi pelo?
Sejer vaciló. No sabía si lo había ofendido, o si había hecho el ridículo, o qué.
—No sé —dijo—. Me limito a adivinar.
—Adivinas bien. Mi pelo es… es decir… era… casi rubio claro. Bien adivinado. Eres observador.
El dibujo empezaba a parecerse.
—Hemos llegado a los ojos.
—Eso será más difícil. No pude vérselos. El tipo iba con la mirada clavada en el asfalto y, dentro del banco, estuvo más bien de espaldas a mí.
—Qué pena. Pero la cajera los vio, y luego le tocará a ella.
—Es más que una pena, es una catástrofe que no me quedara un rato más. Tengo edad suficiente para tomar en serio mi intuición.
—Bueno, uno no puede con todo. ¿La nariz?
—Muy corta y bastante ancha. Un poco afro también la nariz.
—¿La boca?
—Boca pequeña, como si estuviera de morros.
—¿Las cejas?
—Más oscuras que el pelo. Rectas. Anchas. Casi unicejo.
—¿Los pómulos?
—Invisibles. La cara demasiado carnosa.
—¿Ningún rasgo característico en la piel?
—Ninguno en absoluto. Piel tersa. Nada de barba visible. Ninguna sombra sobre el labio superior. Recién afeitado.
—O mal equipado por parte de la naturaleza. ¿Algo especial en la ropa?
—No que yo recuerde. Y, sin embargo, había algo.
—¿Como qué?
—Como si no fuera su ropa. Como si él no vistiera así. Era como anticuada.
—Lo más probable es que ya se haya cambiado. ¿Calzado?
—Zapatos marrones con cordones.
—¿Y las manos?
—No se las vi. Si guardan proporción con el resto del cuerpo, son cortas y redondas.
—¿Y la edad, Konrad?
—Entre diecinueve y… veinticuatro.
Una vez más tuvo que cerrar los ojos para excluir de su vista al dibujante.
—¿Altura?
—Bastante más bajo que yo.
—Todo el mundo es más bajo que tú —comentó el dibujante secamente.
—Tal vez un metro setenta.
—¿Peso?
—De complexión fuerte. Más de ochenta kilos, creo. No me has preguntado por las orejas —dijo Sejer.
—¿Cómo eran sus orejas?
—Pequeñas y bien formadas. Lóbulos redondeados. Sin pendientes.
Sejer se echó hacia atrás en la silla y sonrió contento.
—Ya solo falta averiguar a qué partido vota.
El dibujante se rio entre dientes.
—¿Tú qué crees?
—Supongo que no vota.
—¿Qué pudiste ver de la rehén?
—Casi nada. Estaba de espaldas. Tendrás que hablar con la cajera —añadió—. Esperemos que tenga aguante.
Karin Fossum, "¿Quién teme al lobo?"
cada día, todos los días.
Nació en la ciudad de Orly en Francia y tenía nada más que 14 años cuando empezaron a construir la Torre Eiffel.
Muy joven se puso de novia con el pintor Vincent Van Gogh y en 1988 en una entrevista dijo de él, que “Era sucio, siempre estaba mal vestido y era sombrío y mal humorado ” ---
A los 85 años practicaba esgrima, y a los 100 andaba todo el día en bici.
A los 90 años a Jeanne Louise, ya no le quedaban herederos, entonces llegó a un acuerdo con André-François Raffray (un abogado de 47 años), e hicieron un contrato en el que se acordaba que éste heredaría su casa si le pagaba 2500 francos al mes.
Raffray ( El abogado) pagó durante 30 años esa suma pero por esas cosas de la vida, se murió antes, y entonces su esposa continuó pagando.
Madame Calment, con la experiencia que le dan los años a las mujeres inteligentes dijo con total y plena autoridad.
-La juventud es un estado del alma, no del cuerpo, por eso yo sigo siendo una chica. Sencillamente no he lucido tan bien los últimos 70 años.
-Sonreír siempre!! -- Esa es la razón de mi longevidad.
-Si no puedes hacer nada con respecto a algo, no te preocupes mas por eso.
-Tengo una sola arruga y estoy sentada en ella.!!!
-Nunca uso rimel porque me río hasta llorar con mucha frecuencia.
-Y la verdad, Creo que me voy a morir de risa.
Fuente: Msavira ar
(...) Oía el corazón. No podía imaginar que aquel leve ruido que me acompañaba desde hacía tanto tiempo pudiese cesar nunca. Nunca he tenido verdadera imaginación. Sin embargo, trataba de construir el segundo determinado en que el latir del corazón no se prolongaría más en mi cabeza. Pero en vano. (...)
El Extranjero - Albert Camus
No, yo no creo que sea racista para nada: me gusta ver series de negros como The Wire, Bill Cosby o el Planeta de los Simios...
Barcelona. En un bar cerca de la Sagrada Familia. 2017.
Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro.
Lo dejo suelto, y se va al prado, y acaricia tibiamente con su hocico, rozándolas apenas, las florecillas rosas, celestes y gualdas... Lo llamo dulcemente: «¿Platero?», y viene a mí con un trotecillo alegre que parece que se ríe, en no sé qué cascabeleo ideal...
Come cuanto le doy. Le gustan las naranjas mandarinas, las uvas moscateles, todas de ámbar, los higos morados, con su cristalina gotita de miel...
Es tierno y mimoso igual que un niño, que una niña...; pero fuerte y seco por dentro, como de piedra. Cuando paso sobre él, los domingos, por las últimas callejas del pueblo, los hombres del campo, vestidos de limpio y despaciosos, se quedan mirándolo:
-Tien' asero...
Tiene acero. Acero y plata de luna, al mismo tiempo.
Juan Ramón Jiménez
Hoy me ha llamado la atención un extraño contraste, el que se da entre este paisaje extraordinario en que vivimos y que sin duda nunca volverá y el creciente aburrimiento que de nosotros se apodera. Todos nosotros tuvimos la sensación, cuando estalló la guerra, de que alcanzaríamos a ver con nuestros propios ojos cosas que hasta ese momento sólo habíamos leído en las novelas que describían una futura conflagración mundial. Con enorme expectación aguardábamos los sucesos que vendrían, y antes que quedarnos en casa habríamos preferido rechazar una fortuna. En aquella época casi todos los voluntarios llevaban en su mochila un cuaderno; sólo algunas páginas de él fueron escritas, y más tarde quedó abandonado en cualquier lugar, después de la primera batalla. Con frecuencia he visto cuadernos de ésos; casi siempre, en su primera página estaban escritas, con gruesos caracteres, estas palabras: «Diario de guerra»; luego venían algunas anotaciones garabateadas a toda prisa durante la instrucción impartida por los cabos, así como direcciones, cifras referentes a partidas de cartas y cosas por el estilo. Resulta casi increíble la rapidez con que el ser humano se hastía de estar participando en «acontecimientos de la historia universal». Es, en verdad, una cosa extraña - pues qué sacrificios no haría uno por ver con sus propios ojos, por ejemplo, la batalla del bosque de Teutoburgo o el asedio de Jerusalén. Pero, en cambio, apenas nos conmueve la idea de estar asistiendo a un giro de los tiempos del que tal vez se seguirá hablando dentro de mil años. De vez en cuando deberíamos pensar en ello, sin embargo; así nos percataríamos -más allá del dolor, del hastío y del aburrimiento- del núcleo esencial en que consiste nuestra vida. Cuando uno conoce la resistencia que el ser humano opone a las exigencias históricas, parece un prodigio que pueda llegar a haber historia.
Tempestades de acero, Ernst Jünger
El sistema neoliberal no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo.
Psicopolítica. Byung Chul Han
“Y solo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Solo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombre huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.”
Kafka en la orilla, Haruki Murakami
Cuando preguntas a alguien qué tal está, en el fondo solo le estás pidiendo que te diga que está bien y que olvide los detalles, que solo van a servir para recordarte que tú, que también estás bien, en realidad están al mismo tiempo fatal.
El hombre inferior inventa el desprecio porque su verdad excluye a las otras.
Pero nosotros, que sabemos que las verdades coexisten, no nos creemos disminuidos reconociendo las del otro, aunque ellas constituyan y muestren ante todos nuestro error.
El manzano, que yo sepa, no desprecia la vid, ni la palmera al cedro. Pero cada uno se endurece cuanto puede, busca el sol y busca el agua, pero no mezclan sus raíces.
Y así salvan su forma, su identidad y su esencia, sin necesidad ni deseo de formar un sólo árbol, pues hay en su diversidad no mezclada un capital inestimable que de algún modo saben que no conviene bastardear.
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery
Los perfeccionistas son gente triste que entristetece su entorno, haciendo que nadie pueda disfrutar de nada.
La justicia de Selb. Bernhard Schlink.
El pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania se suscribió, al fin, durante la madrugada del 24 de agosto de 1939. Se permitió la entrada de fotógrafos de ambas partes a fin de que inmortalizasen la insólita amistad que había cuajado entre ellas. Stalin pidió sólo que se cumpliera la siguiente condición: «Antes, deberían retirarse las botellas vacías; de lo contrario, pensarán que nos hemos emborrachado antes de firmar el tratado». A despecho de tal afán —jocoso, cierto es— por ocultar toda prueba de que se hubiera consumido alcohol en aquella sala, la cámara del alemán Helmut Laux retrató a Stalin y a Ribbentrop sosteniendo sendas copas de champán. El soviético insistió en que la publicación de aquella fotografía de los dos bebiendo juntos podía ofrecer una «impresión equivocada». Entonces, Laux hizo ademán de retirar la película de su máquina y entregársela; pero él le indicó con un gesto que no hacía falta que se tomara tal molestia, añadiendo que confiaba en la palabra que le había dado el germano de no emplear la imagen en cuestión. (*)
(*) Johnnie von Herwarth, Memoirs, Collins, Londres, 1981, p. 167.
Laurence Rees, “A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial”.
menéame