
El poder de decisión le llega al hombre cuando ya no le hace falta para nada; cuando ni un solo día puede dejar de guiar un carro o picar piedra si no quiere quedarse sin comer.
El camino, Miguel Delibes.
El pacto de no agresión entre la Unión Soviética y Alemania se suscribió, al fin, durante la madrugada del 24 de agosto de 1939. Se permitió la entrada de fotógrafos de ambas partes a fin de que inmortalizasen la insólita amistad que había cuajado entre ellas. Stalin pidió sólo que se cumpliera la siguiente condición: «Antes, deberían retirarse las botellas vacías; de lo contrario, pensarán que nos hemos emborrachado antes de firmar el tratado». A despecho de tal afán —jocoso, cierto es— por ocultar toda prueba de que se hubiera consumido alcohol en aquella sala, la cámara del alemán Helmut Laux retrató a Stalin y a Ribbentrop sosteniendo sendas copas de champán. El soviético insistió en que la publicación de aquella fotografía de los dos bebiendo juntos podía ofrecer una «impresión equivocada». Entonces, Laux hizo ademán de retirar la película de su máquina y entregársela; pero él le indicó con un gesto que no hacía falta que se tomara tal molestia, añadiendo que confiaba en la palabra que le había dado el germano de no emplear la imagen en cuestión. (*)
(*) Johnnie von Herwarth, Memoirs, Collins, Londres, 1981, p. 167.
Laurence Rees, “A puerta cerrada. Historia oculta de la Segunda Guerra Mundial”.
El sistema neoliberal no convierte al explotado en revolucionario, sino en depresivo.
Psicopolítica. Byung Chul Han
“Y solo una persona que haya sido discriminada sabe lo que eso representa y lo profundamente que hiere. La herida es diferente en cada persona y en cada persona deja una huella distinta. Así que a mí nadie me gana en lo que se refiere a pedir justicia o equidad. Solo que ya estoy más que harto de la gente sin imaginación. De ese tipo de gente que T.S. Eliot llama “hombre huecos”. Personas que suplen su falta de imaginación, esa parte vacía, con filfa insensible y que van por el mundo sin percatarse de ello. Personas que intentan imponer a la fuerza a los demás esa insensibilidad soltando, una tras otra, palabras huecas.”
Kafka en la orilla, Haruki Murakami
Cuando preguntas a alguien qué tal está, en el fondo solo le estás pidiendo que te diga que está bien y que olvide los detalles, que solo van a servir para recordarte que tú, que también estás bien, en realidad están al mismo tiempo fatal.
Hoy me ha llamado la atención un extraño contraste, el que se da entre este paisaje extraordinario en que vivimos y que sin duda nunca volverá y el creciente aburrimiento que de nosotros se apodera. Todos nosotros tuvimos la sensación, cuando estalló la guerra, de que alcanzaríamos a ver con nuestros propios ojos cosas que hasta ese momento sólo habíamos leído en las novelas que describían una futura conflagración mundial. Con enorme expectación aguardábamos los sucesos que vendrían, y antes que quedarnos en casa habríamos preferido rechazar una fortuna. En aquella época casi todos los voluntarios llevaban en su mochila un cuaderno; sólo algunas páginas de él fueron escritas, y más tarde quedó abandonado en cualquier lugar, después de la primera batalla. Con frecuencia he visto cuadernos de ésos; casi siempre, en su primera página estaban escritas, con gruesos caracteres, estas palabras: «Diario de guerra»; luego venían algunas anotaciones garabateadas a toda prisa durante la instrucción impartida por los cabos, así como direcciones, cifras referentes a partidas de cartas y cosas por el estilo. Resulta casi increíble la rapidez con que el ser humano se hastía de estar participando en «acontecimientos de la historia universal». Es, en verdad, una cosa extraña - pues qué sacrificios no haría uno por ver con sus propios ojos, por ejemplo, la batalla del bosque de Teutoburgo o el asedio de Jerusalén. Pero, en cambio, apenas nos conmueve la idea de estar asistiendo a un giro de los tiempos del que tal vez se seguirá hablando dentro de mil años. De vez en cuando deberíamos pensar en ello, sin embargo; así nos percataríamos -más allá del dolor, del hastío y del aburrimiento- del núcleo esencial en que consiste nuestra vida. Cuando uno conoce la resistencia que el ser humano opone a las exigencias históricas, parece un prodigio que pueda llegar a haber historia.
Tempestades de acero, Ernst Jünger
El arma ideal no puede ser un arma inteligente, porque un arma inteligente podría asustarse.
Paz en la Tierra. Stanislaw Lem
El hombre inferior inventa el desprecio porque su verdad excluye a las otras.
Pero nosotros, que sabemos que las verdades coexisten, no nos creemos disminuidos reconociendo las del otro, aunque ellas constituyan y muestren ante todos nuestro error.
El manzano, que yo sepa, no desprecia la vid, ni la palmera al cedro. Pero cada uno se endurece cuanto puede, busca el sol y busca el agua, pero no mezclan sus raíces.
Y así salvan su forma, su identidad y su esencia, sin necesidad ni deseo de formar un sólo árbol, pues hay en su diversidad no mezclada un capital inestimable que de algún modo saben que no conviene bastardear.
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery
Los perfeccionistas son gente triste que entristetece su entorno, haciendo que nadie pueda disfrutar de nada.
La justicia de Selb. Bernhard Schlink.
Los médicos de más edad tienden a equivocarse más y reconocerlo menos.
La insensatez de los necios. Robert Trivers
La fuerza de un país o de una cultura no reposa sobre su tecnología y sus inventos, sino sobre su voluntad de conocer e inventar.
Ciudadela. Antoine de Saint Exupery.
Su única manera de amar a Dios es crucificar a un vecino.
Así habló Zaratustra. Friedrich Nietzsche.
Como en todo proyecto colonial, los colonos israelíes hubieron de cerrar deliberadamente los ojos a realidades de varios tipos. El legendario periodista de investigación estadounidense I. F. Stone apoyó la creación de una patria judía en Palestina, y hasta llegó a embarcarse en una de las naves clandestinas, llenas de supervivientes del Holocausto, que en 1946 llegaron por fin a un puerto seguro en «una Haifa de color de estuco».[29] Pero, tras la guerra de 1967, admitió: «Para los sionistas, el árabe era el hombre invisible. Desde el punto de vista psicológico, no estaban allí».[30] Lo dijo aún más claro la primera ministra Golda Meir: «Los palestinos eran una ficción […]. No existían».[31] El gran poeta palestino Mahmoud Darwish trazó el mapa de ese estatus espectral —el de ser un «presente ausente»— en su libro En presencia de la ausencia.[32] Sostener la mentira de la ausencia de población autóctona, bien conocida por todos los proyectos de asentamiento colonial, requería no poco esfuerzo. La Fundación Nacional Judía plantó pinos encima de aldeas palestinas y de sistemas de terrazas agrícolas con siglos de antigüedad. Los topónimos hebreos reemplazaron a los árabes. Se arrancaron, y se siguen arrancando, olivos, algunos de ellos milenarios. Como explica el periodista Yousef Al Jamal, «los colonos israelíes siguen adelante con su incansable campaña de arranque de olivos porque ese árbol les recuerda la existencia de los palestinos».[33]
Se daban, no obstante, diferencias esenciales en esta versión doppelganger del asentamiento colonial. Una era el momento. Tras la Segunda Guerra Mundial, cobraron fuerza por todo el sur mundial movimientos anticolonialistas, con una ola tras otra de fuerzas nacionalistas que alzaban la voz para rechazar los mandatos coloniales y reclamar el derecho de autodeterminación. En los primeros años de la posguerra, en torno a lo que más tarde sería el Estado de Israel, las antiguas colonias proclamaban su independencia: los franceses se vieron obligados a renunciar definitivamente a la administración de Siria y el Líbano y a retirar sus tropas en 1946; ese mismo año, Jordania conquistó su independencia de Gran Bretaña; los egipcios se rebelaban abiertamente contra la presencia permanente de los británicos. Israel, que se convirtió en Estado en 1948, fue a la vez fruto y llamativa excepción entre aquellas fuerzas. El Gobierno de Londres revocó su mandato colonial en el contexto, más amplio, de la reducción de un Imperio que en su cénit se había extendido por todo el planeta. Aprovechando que una discreta población de judíos había vivido en Palestina de manera continuada, los sionistas catalogaron su lucha como de liberación nacional: al igual que otros pueblos oprimidos, aspiraban a un Estado propio. Claro que, desde el punto de vista de la población palestina, mucho más numerosa, y que estaba siendo expulsada de sus hogares, de sus tierras y de sus comunidades para hacer sitio a un país de nuevo cuño, Israel era lo menos parecido a un proyecto anticolonialista. Era, de hecho, lo contrario: un asentamiento de colonos en un momento en que el resto del mundo caminaba en la dirección opuesta. Y eso solo podía tener efectos incendiarios.
El asentamiento colonial de Israel se distinguía de sus predecesores en otro aspecto. Si las potencias europeas habían colonizado desde una posición de fuerza y con la justificación de una superioridad conferida por Dios, la reivindicación sionista de Palestina tras el Holocausto se basaba en lo contrario: en la victimización y la vulnerabilidad de los judíos. El argumento tácito que muchos proponían en aquella época era que los judíos se habían ganado el derecho a que se hiciera con ellos una excepción al consenso colonial: una excepción que derivaba de haber estado muy recientemente al borde de la extinción. La versión sionista de la justicia estaba diciendo a las potencias coloniales: si vosotros pudisteis establecer vuestros imperios y vuestras naciones coloniales mediante la limpieza étnica, las matanzas y el robo de tierras, decir que nosotros no podemos es discriminación. Si vosotros barristeis de vuestras tierras a sus habitantes originarios, o hicisteis eso mismo en vuestras colonias, decir que nosotros no podemos es antisemitismo.
Doppleganger. Naomi Klein.
William Shakespeare
Después de algún tiempo aprenderás la diferencia entre dar la mano y socorrer a un alma…
Y aprenderás que amar no significa apoyarse, y que compañía, no siempre significa seguridad...
Comenzarás a aprender que los besos no son contratos, ni regalos, ni promesas…
Comenzarás a aceptar tus derrotas con la cabeza erguida y la mirada al frente, con la gracia de un adulto y no con la tristeza de un niño...
Y aprenderás a construir hoy todos tus caminos, porque el terreno de mañana es incierto para los proyectos y el futuro tiene la costumbre de caer en el vacío.
Después de un tiempo aprenderás que el sol quema si te expones demasiado...
Aceptarás que incluso las personas buenas podrían herirte alguna vez y necesitarás perdonarlas...
Aprenderás que hablar puede aliviar los dolores del alma...
Descubrirás que lleva años construir confianza y apenas unos segundos destruirla, y que tú también podrás hacer cosas de las que te arrepentirás el resto de la vida...
Aprenderás que las verdaderas amistades continúan creciendo a pesar de las distancias...
Y que no importa que es lo que tienes, sino a quien tienes en la vida...
Y que los buenos amigos son la familia que nos permitimos elegir...
Aprenderás que no tenemos que cambiar de amigos, si estamos dispuestos a aceptar que los amigos cambian...
Te darás cuenta de que puedes pasar buenos momentos con tu mejor amigo haciendo cualquier cosa o nada, sólo por el placer de disfrutar su compañía...
Descubrirás que muchas veces tomas a la ligera a las personas que más te importan y por eso siempre debemos decir a esas personas que las amamos, porque nunca estaremos seguros de cuándo será la última vez que las veamos.
Aprenderás que las circunstancias y el ambiente que nos rodea tienen influencia sobre nosotros, pero nosotros somos los únicos responsables de lo que hacemos...
Comenzarás a aprender que no nos debemos comparar con los demás, salvo cuando queramos imitarlos para mejorar...
Descubrirás que lleva mucho tiempo llegar a ser la persona que quieres ser, y que el tiempo es corto.
Aprenderás que no importa a donde llegaste, sino a donde te diriges y si no lo sabes, cualquier lugar sirve...
Aprenderás que si no controlas tus actos, ellos te controlaran y que ser flexible, no significa ser débil o no tener personalidad, porque no importa cuán delicada y frágil sea una situación: siempre existen dos lados.
Aprenderás que héroes son las personas que hicieron lo que era necesario, enfrentando las consecuencias...
Aprenderás que la paciencia requiere mucha práctica.
Descubrirás que algunas veces, la persona que esperas que te patee cuando te caes, tal vez sea una de las pocas que te ayuden a levantarte.
Madurar tiene más que ver con lo que has aprendido de las experiencias, que con los años vividos.
Aprenderás que hay mucho más de tus padres en ti de lo que supones.
Aprenderás que nunca se debe decir a un niño que sus sueños son tonterías, porque pocas cosas son tan humillantes y sería una tragedia si lo creyese porque
le estarás quitando la esperanza...
Aprenderás que cuando sientes rabia, tienes derecho a tenerla, pero eso no te da el derecho de ser cruel...
Descubrirás que sólo porque alguien no te ama de la forma que quieres, no significa que no te ame con todo lo que puede, porque hay personas que nos aman, pero que no saben cómo demostrarlo...
No siempre es suficiente ser perdonado por alguien, algunas veces tendrás que aprender a perdonarte a ti mismo...
Aprenderás que con la misma severidad con que juzgas, también serás juzgado y en algún momento condenado...
Aprenderás que no importa en cuantos pedazos tu corazón se partió, el mundo no se detiene para que lo arregles...
Aprenderás que el tiempo no es algo que pueda volver hacia atrás, por lo tanto, debes cultivar tu propio jardín y decorar tu alma, en vez de esperar que alguien te traiga flores.
Entonces y sólo entonces sabrás realmente lo que puedes soportar; que eres fuerte y que podrás ir mucho más lejos de lo que pensabas cuando creías que no se podía más.
Aparece atribuido según fuentes no oficiales a varios autores: Verónica A. Shoffstall, William Shakespeare, Jorge Luis Borges…?
Alrededor del jardín había un seto de avellanos, y al otro lado del seto se extendían los campos y praderas donde pastaban las ovejas y las vacas. Pero en el centro del jardín crecía un rosal todo lleno de flores, y a su abrigo vivía un caracol que llevaba todo un mundo dentro de su caparazón, pues se llevaba a sí mismo.
-¡Paciencia! -decía el caracol-. Ya llegará mi hora. Haré mucho más que dar rosas o avellanas, muchísimo más que dar leche como las vacas y las ovejas.
-Esperamos mucho de ti -dijo el rosal-. ¿Podría saberse cuándo me enseñarás lo que eres capaz de hacer?
-Me tomo mi tiempo -dijo el caracol-; vosotros siempre tenéis prisa. No, así no se preparan las sorpresas.
Un año más tarde el caracol se hallaba tomando el sol casi en el mismo sitio que antes, mientras el rosal se afanaba en echar capullos y mantener la lozanía de sus rosas, siempre frescas, siempre nuevas. El caracol sacó medio cuerpo afuera, estiró sus cuernecillos y los encogió de nuevo.
-Nada ha cambiado -dijo-. No se advierte el más insignificante progreso. El rosal sigue con sus rosas, y eso es todo lo que hace.
Pasó el verano y vino el otoño, y el rosal continuó dando capullos y rosas hasta que llegó la nieve. El tiempo se hizo húmedo y hosco. El rosal se inclinó hacia la tierra; el caracol se escondió bajo el suelo.
Luego comenzó una nueva estación, y las rosas salieron al aire y el caracol hizo lo mismo.
-Ahora ya eres un rosal viejo -dijo el caracol-. Pronto tendrás que ir pensando en morirte. Ya has dado al mundo cuanto tenías dentro de ti. Si era o no de mucho valor, es cosa que no he tenido tiempo de pensar con calma. Pero está claro que no has hecho nada por tu desarrollo interno, pues en ese caso tendrías frutos muy distintos que ofrecernos. ¿Qué dices a esto? Pronto no serás más que un palo seco… ¿Te das cuenta de lo que quiero decirte?
-Me asustas -dijo el rosal-. Nunca he pensado en ello.
-Claro, nunca te has molestado en pensar en nada. ¿Te preguntaste alguna vez por qué florecías y cómo florecías, por qué lo hacías de esa manera y de no de otra?
-No -contestó el caracol-. Florecía de puro contento, porque no podía evitarlo. ¡El sol era tan cálido, el aire tan refrescante!… Me bebía el límpido rocío y la lluvia generosa; respiraba, estaba vivo. De la tierra, allá abajo, me subía la fuerza, que descendía también sobre mí desde lo alto. Sentía una felicidad que era siempre nueva, profunda siempre, y así tenía que florecer sin remedio. Tal era mi vida; no podía hacer otra cosa.
-Tu vida fue demasiado fácil -dijo el caracol.
-Cierto -dijo el rosal-. Me lo daban todo. Pero tú tuviste más suerte aún. Tú eres una de esas criaturas que piensan mucho, uno de esos seres de gran inteligencia que se proponen asombrar al mundo algún día.
-No, no, de ningún modo -dijo el caracol-. El mundo no existe para mí. ¿Qué tengo yo que ver con el mundo? Bastante es que me ocupe de mí mismo y en mí mismo.
-¿Pero no deberíamos todos dar a los demás lo mejor de nosotros, no deberíamos ofrecerles cuanto pudiéramos? Es cierto que no te he dado sino rosas; pero tú, en cambio, que posees tantos dones, ¿qué has dado tú al mundo? ¿Qué puedes darle?
-¿Darle? ¿Darle yo al mundo? Yo lo escupo. ¿Para qué sirve el mundo? No significa nada para mí. Anda, sigue cultivando tus rosas; es para lo único que sirves. Deja que los castaños produzcan sus frutos, deja que las vacas y las ovejas den su leche; cada uno tiene su público, y yo también tengo el mío dentro de mí mismo. ¡Me recojo en mi interior, y en él voy a quedarme! El mundo no me interesa.
Y con estas palabras, el caracol se metió dentro de su casa y la selló.
-¡Qué pena! -dijo el rosal-. Yo no tengo modo de esconderme, por mucho que lo intente. Siempre he de volver otra vez, siempre he de mostrarme otra vez en mis rosas. Sus pétalos caen y los arrastra el viento, aunque cierta vez vi cómo una madre guardaba una de mis flores en su libro de oraciones, y cómo una bonita muchacha se prendía otra al pecho, y cómo un niño besaba otra en la primera alegría de su vida. Aquello me hizo bien, fue una verdadera bendición. Tales son mis recuerdos, mi vida.
Y el rosal continuó floreciendo en toda su inocencia, mientras el caracol dormía allá dentro de su casa. El mundo nada significaba para él.
Y pasaron los años.
El caracol se había vuelto tierra en la tierra, y el rosal tierra en la tierra, y la memorable rosa había desaparecido… Pero en el jardín brotaban los rosales nuevos, y los nuevos caracoles se arrastraban dentro de sus casas y escupían al mundo, que no significaba nada para ellos.
¿Empezamos otra vez nuestra historia desde el principio? No vale la pena; siempre sería la misma.
Hans Christian Andersen, "El caracol y el rosal."
" Los abogados suelen exagerar su astucia: les gusta dar a entender que la justicia es un juego muy complejo; los tribunales, escenarios teatrales en miniatura, y los clientes, una mera excusa para que ellos entren en escena. También tienen la inquietante costumbre de que los voten para ocupar cargos políticos o los nombren para comisiones gubernamentales, y así pueden promover leyes que lo obligan a uno a contratar a un abogado simplemente porque no hay quien las entienda."
(James Crumley. "El último beso")
EL SEÑOR: ¿No tienes nada más que decir?, ¿sólo vienes aquí a acusar? ¿Es que no hay sobre la tierra nada bueno?
MEFISTÓFELES: No, Señor; sinceramente me parece que allí todo va tan mal como siempre. Compadezco la vida de calamidades que llevan los hombres. Ni siquiera me apetece atormentar a esos desdichados.
EL SEÑOR: ¿Conoces a Fausto?
MEFISTÓFELES: ¿El doctor?
EL SEÑOR: Mi servidor.
MEFISTÓFELES: Sí; y cierto es que os sirve de una manera muy peculiar. Ni la comida ni la bebida de ese insensato son terrenales. Su inquietud lo inclina hacia lo inalcanzable, pero percibe su locura sólo a medias. Le exige al Cielo las más hermosas estrellas y a la Tierra los goces más elevados y, sin embargo, nada cercano ni lejano sacia su pecho profundamente agitado.
EL SEÑOR: Aunque ahora me sirve en la confusión, pronto lo llevaré a la claridad. El jardinero sabe, cuando el arbolito echa renuevos, que le crecerán ramas y le saldrán frutas.
MEFISTÓFELES: ¿Qué apostáis? Todavía habéis de perder si me permitís llevarlo a mi terreno.
EL SEÑOR: Mientras él viva sobre la tierra, no te será prohibido intentarlo. Siempre que tenga deseos y aspiraciones, el hombre puede equivocarse.
MEFISTÓFELES: Te lo agradezco, pues con los muertos nunca me he entendido muy bien. Prefiero unas mejillas frescas y gordezuelas. Con un cadáver no me encuentro nunca a gusto: me pasa lo que al gato con el ratón.
EL SEÑOR: Bien, lo dejo a tu disposición. Aparta a esa alma de su fuente originaria y, si puedes aferrarla por tu camino, llévala abajo, junto a ti. Pero te avergonzará reconocer que un hombre bueno, incluso extraviado en la oscuridad, es consciente del buen camino.
MEFISTÓFELES: ¡Muy bien!, no tardaremos mucho tiempo. No me da miedo la apuesta. Permíteme, si logro mi objetivo, sentirme henchido por mi triunfo. Para mi regogijo, él tendrá que morder el polvo, como mi tía, la famosa serpiente.
EL SEÑOR: Podrás actuar con toda libertad. Nunca he odiado a tus semejantes. De todos los espíritus que niegan, el pícaro es el que menos me desagrada. El hombre es demasiado propenso a adormecerse; se entrega pronto a un descanso sin estorbos; por eso es bueno darle un compañero que lo estimule, lo active y desempeñe el papel de su demonio. Pero vosotros, auténticos hijos de Dios, disfrutad de la viviente y rica belleza. Que lo cambiante, lo que siempre actúa y está vivo, os encierre en los suaves confines del amor, y fijad en ideas eternas lo que flota en oscilantes apariencias.
(El Cielo se cierra y los Arcángeles se dispersan.)
MEFISTÓFELES: De vez en cuando me gusta ver al Viejo y me guardo de indisponerme y romper con Él. Es muy generoso que un señor tan grande tenga la bondad de hablar incluso con el diablo.
Johann Wolfgang Goethe, “Fausto”.
Aunque a veces nos cueste reconocerlo, la naturaleza humana es conservadora.
Por eso, en casa de otro, casi todo el mundo se sienta siempre donde se sentó la primera vez
El descubrimiento del cielo. Harry Mulisch.
Si no te sale ardiendo de dentro,
a pesar de todo,
no lo hagas.
A no ser que salga espontáneamente de tu corazón
y de tu mente y de tu boca
y de tus tripas,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte durante horas
con la mirada fija en la pantalla del computador
o clavado en tu máquina de escribir
buscando las palabras,
no lo hagas.
Si lo haces por dinero o fama,
no lo hagas.
Si lo haces porque quieres mujeres en tu cama,
no lo hagas.
Si tienes que sentarte
y reescribirlo una y otra vez,
no lo hagas.
Si te cansa solo pensar en hacerlo,
no lo hagas.
Si estás intentando escribir
como cualquier otro, olvídalo.
Si tienes que esperar a que salga rugiendo de ti,
espera pacientemente.
Si nunca sale rugiendo de ti, haz otra cosa.
Si primero tienes que leerlo a tu esposa
o a tu novia o a tu novio
o a tus padres o a cualquiera,
no estás preparado.
No seas como tantos escritores,
no seas como tantos miles de
personas que se llaman a sí mismos escritores,
no seas soso y aburrido y pretencioso,
no te consumas en tu amor propio.
Las bibliotecas del mundo
bostezan hasta dormirse
con esa gente.
No seas uno de ellos.
No lo hagas.
A no ser que salga de tu alma
como un cohete,
a no ser que quedarte quieto
pudiera llevarte a la locura,
al suicidio o al asesinato,
no lo hagas.
A no ser que el sol dentro de ti
esté quemando tus tripas, no lo hagas.
Cuando sea verdaderamente el momento,
y si has sido elegido,
sucederá por sí solo y
seguirá sucediendo hasta que mueras
o hasta que muera en ti.
No hay otro camino.
Y nunca lo hubo.
Charles Bukowski
A las afueras de la ciudad llegaron a un supermercado. Varios coches viejos en un aparcamiento sembrado de desperdicios. Dejaron allí el carrito y recorrieron los sucios pasillos. En la sección de alimentación encontraron en el fondo de los cajones unas cuantas judías verdes y lo que parecían haber sido albaricoques, convertidos desde hacía tiempo en arrugadas efigies de sí mismos. El chico le seguía. Salieron por la puerta de atrás de la tienda. En el callejón unos cuantos carritos, todos muy oxidados. Volvieron a pasar por la tienda buscando otro carrito pero no había ninguno más. Junto a la puerta había dos máquinas de refrescos que alguien había volcado y abierto con una palanca. Monedas esparcidas por la ceniza del suelo. Se sentó y paseó la mano por las tripas de las máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró lentamente la mano y vio que era una Coca-Cola.
¿Qué es, papá?
Una chuchería. Para ti.
¿Qué es?
Ven. Siéntate.
Aflojó las correas de la mochila del chico y dejó la mochila en el suelo detrás de él y metió la uña del pulgar bajo el gancho de aluminio en la parte superior de la lata y la abrió. Acercó la nariz al discreto burbujeo que salía de la lata y luego se la pasó al chico. Toma, dijo.
El chico cogió la lata. Tiene burbujas, dijo.
Bebe.
El chico miró a su padre y luego inclinó la lata para beber. Se quedó allí sentado pensando en ello. Está muy rico, dijo.
Así es.
Toma un poco, papá.
Quiero que te la bebas tú.
Sólo un poco.
Cogió la lata y dio un sorbo y se la devolvió. Bebe tú, dijo. Quedémonos aquí sentados un rato.
Es porque nunca más volveré a beber otra, ¿verdad?
Nunca más es mucho tiempo.
Fragmento de La carretera (2006), de Cormac McCarthy
Nadie salva vidas. Algunos, como mucho, las prolongan.
El Gris. Javier Pérez
Los domingos eran cojonudos porque estaba solo, y no tardé en llevarme una botellita de whisky al trabajo. Uno de estos domingos, después de una noche de borrachera brutal, la botellita mañanera me dio la puntilla; perdí la noción de todo. Aquella noche, al llegar a casa, tenía la vaga impresión de haber tenido una actividad algo inusual. Se lo dije a Jan a la mañana siguiente, antes de irme al trabajo.
—Creo que ayer jodí la marrana. Pero a lo mejor son todo figuraciones mías.
Entré y fui a fichar en el reloj. Mi ficha no estaba en el panel. Me di la vuelta y fui a ver
a la vieja que llevaba la oficina de personal. Cuando me vio pareció ponerse nerviosa.
—Señora Farrington, ha desaparecido mi ficha del reloj.
—Henry, yo siempre creí que eras un chico decente.
-¿Sí?
—¿Es que ya no te acuerdas de lo que hiciste? —me preguntó, mirando nerviosamente
a su alrededor.
—No, señora.
—Estabas borracho. Encerraste al señor Pelvington en el retrete de caballeros y no le
dejabas salir. Le tuviste encerrado durante media hora.
—¿Qué le hice?
—No querías dejarle salir.
—¿Quién es?
—El gerente de este hotel.
—¿Y qué más hice?
—Estuviste sermoneándole sobre cómo dirigir este hotel. El señor Pelvington ha estado en el negocio de hostelería durante treinta años. Le dijiste que las prostitutas debían ser hospedadas sólo en el primer piso y que debían someterse a exámenes médicos periódicos. No hay prostitutas en este hotel, Chinaski.
—Oh, ya lo sé, señora Pelvington.
—Farrington.
—Señora Farrington.
—También le dijiste al señor Pelvington que sólo hacían falta dos hombres para descargar los camiones en vez de diez, y que cesarían las sustracciones si a cada empleado se le diera una langosta viva para llevar a casa cada noche, en una jaula especialmente construida que pudiera llevarse en autobuses y tranvías.
—Tiene usted un gran sentido del humor, señora Farrington.
—El guardia de seguridad no consiguió que soltaras al señor Pelvington. Le rompiste la gabardina, estabas frenético. Fue sólo después de que llamáramos a la policía cuando le dejaste libre.
—¿Debo presumir que estoy despedido?
— Presumes correctamente, Chinaski.
Salí por detrás de una pila de cestas de langostas. Cuando la señora Farrington dejó de mirarme, torcí hacia la cafetería de personal. Todavía tenía mi tarjeta de ali-
mentación. Podía tomarme un último almuerzo de categoría. La comida era tan buena como la que les daban a los clientes en el piso de arriba y además te ponían mayores raciones. Agarré mi tarjeta y entré en la cafetería, cogí una bandeja, cuchillo y tenedor, una taza y varias servilletas de papel. Me acerqué al mostrador de la cocina. Entonces levanté la mirada. Clavado a la pared detrás del mostrador había un pedazo de cartón con una rotunda frase escrita en letras grandes:
NO LE DEN DE COMER A HENRY CHINASKI
Volví a dejar la bandeja y los cubiertos sin que se dieran cuenta. Salí de la cafetería.
Atravesé el patio de carga, luego salí al callejón. Me crucé con otro vagabundo.
—¿Tienes un cigarro, colega?
Saqué dos, le di uno y yo tomé el otro. Se lo encendí, luego encendí el mío. El se fue
hacia el este y yo hacia el oeste.
"Inteligencia es lo que usamos cuando no sabemos qué hacer".
Jean Piaget, psicólogo suizo.
La rebelión contra las tradiciones y la conformidad había pasado en diez años, de 1968 a 1978, del ámbito político al ámbito estrictamente personal y ¿cómo se estaba manifestando esta ansia por la individualidad? A través del consumo. Los exhippies necesitaban seguir sintiéndose diferentes, pero como el activismo político y la acción colectiva eran percibidos como inútiles ahora gastarían su dinero para expresar su individualidad. Este ser uno mismo mediante el consumo entraba en contradicción con el sistema de producción en masa, de ahí que algunos productos, identificados por las más variopintas razones como especiales o peculiares, fueran más exitosos entre esta capa de población que otros, independientemente de su calidad, funcionalidad y precio.
El VALS categorizaba a los consumidores en una gráfica con dos ejes, el vertical donde estarían los recursos y el horizontal donde estarían las motivaciones primarias. Así se obtendrían ocho tipologías de consumidores:
● Innovadores: Estos consumidores están a la vanguardia del cambio, tienen los ingresos más altos y una autoestima tan alta que pueden permitirse en cualquiera o todas las autoorientaciones. Están ubicados arriba del rectángulo. La imagen es importante para ellos como una expresión de gusto, independencia y carácter. Sus elecciones de consumo están dirigidas a las «cosas buenas de la vida».
● Pensadores: Estos consumidores con recursos altos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por ideales. Son profesionales maduros, responsables y bien educados. Sus actividades de ocio se centran en sus hogares, pero están bien informados sobre lo que sucede en el mundo y están abiertos a nuevas ideas y cambios sociales. Son consumidores prácticos y tomadores de decisiones racionales.
● Creyentes: Estos consumidores con bajos recursos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por ideales. Son consumidores conservadores y predecibles que favorecen los productos locales y las marcas establecidas. Sus vidas se centran en la familia, la comunidad y la nación.
● Triunfadores: Estos consumidores con recursos altos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por los logros. Son personas exitosas orientadas al trabajo, que obtienen su satisfacción de sus empleos y familias. Son políticamente conservadores y respetan la autoridad y el statu quo. Son favorables a productos y servicios establecidos que muestran su éxito a sus pares.
● Luchadores: Estos consumidores con bajos recursos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por los logros. Tienen valores muy similares a los triunfadores, pero tienen menos recursos económicos, sociales y psicológicos. El estilo es extremadamente importante para ellos, ya que se esfuerzan por emular a las personas que admiran.
● Experimentadores: Estos consumidores con recursos altos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por la autoexpresión. Son los más jóvenes de todos los segmentos, con una edad media de veinticinco años. Tienen mucha energía, que invierten en ejercicio físico y actividades sociales. Son consumidores ávidos que gastan mucho en ropa, comida rápida, música y otras actividades juveniles, con especial énfasis en nuevos productos y servicios.
● Creadores: Estos consumidores con bajos recursos forman parte del grupo de aquellos que están motivados por la autoexpresión. Son personas prácticas que valoran la autosuficiencia. Están enfocados en lo familiar y tienen poco interés en el mundo en general. Como consumidores, aprecian los productos prácticos y funcionales.
● Supervivientes: Estos consumidores tienen los ingresos más bajos. Tienen muy pocos recursos para ser incluidos en cualquier autoorientación del consumidor y, por lo tanto, se ubican debajo del rectángulo. Son los más viejos de todos los segmentos, con una edad promedio de sesenta y un años. Dentro de sus limitados recursos, tienden a ser consumidores leales a la marca
La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé
Hoy se prima ante todo la especialización, y parece que eso puede mejorar la eficiencia de cualquier sistema.
Pero el coordinador de cualquier conjunto o tarea debe tener una visión de conjunto, o sea, debe ser todo lo contrario a un especialista.
Así que, si las mejores mentes se convierten en especialistas, entonces la responsabilidad de la coordinación pasa a los menos preparados. Y eso es muy grave.
Cómo la vida imita al ajedrez. Garry Kasparov
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