LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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Los gatos asociales

En aquella casa los gatos se comían a las palomas, como en todas partes, pero además, se las follaban antes por todos los orificios posibles, con manifiesto desprecio a la naturaleza y a las normas de la vida en sociedad.

Las máscaras del héroe. Juan Manuel de Prada

Para @helisan con cariño ;-)

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Advocatorum...

" Los abogados suelen exagerar su astucia: les gusta dar a entender que la justicia es un juego muy complejo; los tribunales, escenarios teatrales en miniatura, y los clientes, una mera excusa para que ellos entren en escena. También tienen la inquietante costumbre de que los voten para ocupar cargos políticos o los nombren para comisiones gubernamentales, y así pueden promover leyes que lo obligan a uno a contratar a un abogado simplemente porque no hay quien las entienda."

(James Crumley. "El último beso")

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El modo en que tú me atraes

Existe un tipo de atracción que yo no conocía: tú me atraes en la ficción.

Me siento como un personaje de un libro que tiene que enamorarse de otro.

El ladrón de memorias. Mois Benarroch.

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Asesinato de calidad

En el otro extremo de la mesa Charles Hecht, que jamás había logrado dominar el arte de no escuchar a Fielding, enrojeció y dio muestras de agitación.

—¿Acaso no les enseñamos nada, Fielding? ¿Es que se olvida de los premios y becas que hemos conseguido?

—Yo en toda mi vida no he enseñado nada a uno siquiera de mis alumnos, Charles. Casi siempre porque el muchacho no era lo bastante inteligente, pero en otras ocasiones porque no lo era yo. Comprenda que, en la mayoría de muchachos, la percepción muere con la pubertad. Es cierto que en unos pocos persiste, pero nosotros, en cuanto la descubrimos, nos apresuramos a matarla. Y si a pesar de nuestros esfuerzos sobrevive, el muchacho se hace con un premio o una beca… Shane, sea paciente conmigo que éste es mi último semestre.

—Ya sea su último semestre o no, está hablando por hablar, Fielding —dijo Hecht, enojado.

—Es tradicional en Carne: esos éxitos a que se ha referido son en realidad fracasos, los raros alumnos que no aprendieron la lección de Carne. Los que han ignorado el culto a la mediocridad. Nada podemos hacer por ellos. Pero para los otros, desorientados cleriguillos y soldaditos fanáticos, para ellos, la verdad de Carne está escrita en sus muros con letras de fuego y nos odian.

Hecht hizo un esfuerzo por reír.

—¿Por qué, si tanto nos odian, tantos de ellos vuelven a vernos? ¿Por qué se acuerdan de nosotros y vienen a visitarnos?

—Porque somos nosotros, querido Charles, somos nosotros las inscripciones en letra de fuego. La única lección de Carne que no olvidan jamás: vuelven para leernos, ¿no se da cuenta? De nosotros fue de quienes aprendieron el secreto de la vida: hacerse viejo sin hacerse mejor. Se dieron cuenta de que aquí no ocurría nada, de que envejecíamos sin la impronta de la cegadora luz que sorprendió a san Pablo camino de Damasco, sin ninguna sensación de madurez.

John le Carré, "Asesinato de calidad."

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Fiasco (1986)

—Yo no lo creo así. La reducción de muchos factores desconocidos a un común denominador desconocido representa una ganancia, no una pérdida, de información —replicó Lauger sencillamente.

—Por favor, continúe —le dijo el comandante. Lauger se puso de pie.

—Diré lo que pueda. Un bebé, cuando sonríe, lo hace de acuerdo con suposiciones que ha traído consigo a este mundo. Estas suposiciones, de naturaleza estadística, son numerosísimas: que las manchas rosadas que perciben sus ojitos son las caras de las personas, que la gente suele reaccionar positivamente a la sonrisa de un bebé, etc.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Que todo se basa en ciertas suposiciones, aunque, por regla general, las suposiciones se hagan en silencio. Nuestra discusión trata de sucesos que parecen muy improbables si no tuvieran una relación entre sí: los destellos, la emisión caótica, los cambios en el albedo de Quinta, el plasma en la luna. ¿Qué los ha causado?, pregunta usted. La actividad de una civilización. ¿Aclara esto algo? Por el contrario, confunde, porque empezamos con la suposición tácita de que podríamos comprender las acciones de los quintanos.

»Marte, creo recordar, fue en un tiempo considerado viejo, y Venus joven, en comparación con la Tierra: los bisabuelos de nuestros astrónomos supusieron automáticamente que la Tierra era igual a Marte y a Venus, sólo que más joven que el primero y más vieja que el segundo. De ahí los canales de Marte, las junglas de Venus, etc., que finalmente hubieron de ser abandonados como cuentos de hadas. Creo que nada es capaz de comportarse de una forma tan poco inteligente como la inteligencia. Puede que en Quinta haya una mente, o mentes, inaccesibles para nosotros debido a la diferencia de propósitos…

—¿Guerra? —dijo una voz desde el fondo de la sala.

Lauger, aún de pie, continuó:

—La guerra no es un conjunto de conflictos absolutamente cerrado que da como resultado la destrucción. Comandante, no cuente con que le iluminemos. Dado que no conocemos ni los estados iniciales ni los parámetros, nada puede convertir lo desconocido en conocido. Lo único que podemos decirle al Hermes es que proceda con cautela. ¿Preferiría usted un consejo más específico? Sólo puedo ofrecerle dos posibilidades: las acciones de esas inteligencias no son inteligentes… o son ininteligibles, no clasificables según las categorías de nuestro pensamiento. Pero esto es únicamente una opinión, nada más.

Stanislaw Lem, "Fiasco."

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"El callejón de los milagros", Naguib Mahfuz

"El callejón de los milagros", Naguib Mahfuz

"Las lágrimas se han secado, pero nos queda la risa. La risa es más fuerte que las lágrimas, y su resultado más positivo. Reíros desde el fondo del corazón, reíros hasta que nos oigan los dueños de las tiendas de nuestra calle feliz".

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Los dragones de la probabilidad

Trurl y Clapaucio eran alumnos del gran Cerebrón Emtadrata, quien durante cuarenta y siete años había enseñado en la Escuela Superior de Neántica la Teoría General de Dragones. Como sabemos, los dragones no existen. Esta constatación simplista es, tal vez, suficiente para una mentalidad primaria, pero no lo es para la ciencia. La Escuela Superior de Neántica no se ocupa de lo que existe; la banalidad de la existencia ha sido probada hace demasiados años para que valiera la pena dedicarle una palabra más. Así pues, el genial Cerebrón atacó el problema con métodos exactos descubriendo tres clases de dragones: los iguales a cero, los imaginarios y los negativos. Todos ellos, como antes dijimos, no existen, pero cada clase lo hace de manera completamente distinta.

Los dragones imaginarios y los iguales a cero, a los que los profesionales llaman Imaginontes y Ceracos, no existen, pero de modo mucho menos interesante que los Negativos. Desde hace mucho tiempo se conoce en la dragonología una paradoja, consistente en el hecho de que, si se herboriza a dos negativos -operación correspondiente en el álgebra de dragones a la multiplicación en la aritmética corriente- se obtiene como resultado un infradragón en la cantidad 0,6 aproximadamente. A raíz de este fenómeno, el mundillo de los especialistas se dividía en dos campos, de los cuales uno sostenía que se trataba de la parte de dragón contando desde la cabeza, y el segundo afirmaba que había que contar desde la cola.

Trurl y Clapaucio tuvieron el gran mérito de esclarecer lo erróneo de ambas teorías. Fueron ellos quienes aplicaron por vez primera el cálculo de probabilidades en esta rama de ciencia, creando, gracias a ello, la dragonología probabilística. Esta última demostró que el dragón era termodinámicamente imposible sólo en el sentido estadístico, al igual que los elfos, duendes, gnomos, hadas, etc. Los dos científicos calcularon en base a la fórmula general de la improbabilidad los coeficientes del duendismo, de la elfiación, etc. La misma fórmula demuestra que para presenciar la manifestación espontánea de un dragón, habría que esperar dieciséis quintocuatrillones de heptillones de años, más o menos.

No cabe duda de que el problema hubiera quedado como un simple curiosum matemático, si no fuera por la conocida pasión constructora de Trurl, quien decidió investigar la cuestión empíricamente. Y puesto que se trataba de fenómenos improbables, inventó un amplificador de la probabilidad y lo comprobó; primero en el sótano de su casa, luego en un Polígono Dragonífero especial, Dragoligón, costeado por la Academia.

Las personas no iniciadas en la teoría general de la improbabilidad preguntan hasta hoy en día por qué, de hecho, Trurl probabilizó al dragón y no al elfo o al gnomo. Lo hacen por ignorancia, ya que no saben que el dragón es, sencillamente, más probable que el gnomo. Es posible que Trurl haya querido avanzar más en sus experimentos con el amplificador, pero ya en el primero sufrió graves contusiones, puesto que el dragón, aun en vías de virtualización, quiso merendárselo. Por fortuna, Clapaucio -presente en oportunidad de la experimentación- redujo la probabilidad y el dragón desapareció.

Varios científicos volvieron a hacer luego experimentos con un dragotrón, pero como les faltaba rutina y sangre fría, una buena parte de la prole dragonera logró la libertad, no sin antes dejar en sus creadores muchos chichones y cardenales. A raíz de esos acontecimientos, se descubrió que los abyectos monstruos existían de manera muy diferente de como lo hacían -por ejemplo- armarios, cómodas o mesas, ya que lo que más caracteriza a un dragón una vez realizado es su notable naturaleza probabilística. Si se da caza a un dragón de esta clase, y sobre todo con batida, el cerco de cazadores con el arma pronta para disparar encuentra solamente un sitio quemado y maloliente en el suelo, dado que el dragón, al verse en dificultades, escapa del espacio real refugiándose en el configurativo.

Siendo una bestia obtusa y de cortos alcances, evidentemente lo hace por puro instinto. Las personas de pocas luces no pueden entender cómo ocurre la cosa, y a veces piden a gritos que se les muestre esa clase de espacio. Si se portan así, es porque no saben que también los electrones -cuya existencia no niega nadie que esté en su sano juicio- se mueven únicamente en el espacio configurativo, dependiendo su suerte de las ondas de probabilidad. Por otra parte, hay quien prefiere creer en los dragones antes que en los electrones, ya que estos últimos no suelen (por lo menos cuando están solos) querer comerse a nadie.

Un colega de Trurl, Harboríceo Cibr, fue el primero en establecer los cuantos del dragón y encontrar la unidad llamada el dracónido, que sirve para calibrar los contadores de dragones. Incluso calculó la curvatura de su cola, lo que por poco le cuesta la vida. Sin embargo, estos progresos en la dragonología dejaban indiferentes a las masas atribuladas por los dragones. Las bestias hacían muchísimo daño pateando y quemando las cosechas, y desvelando con sus rugidos a la gente atemorizada. Por si esto fuera poco, su insolencia era tan grande, que de vez en cuando se atrevían a exigir un tributo de jóvenes vírgenes.

¿Qué les importaba a los desgraciados que los dragones de Trurl, siendo indeterministas y por tanto no locales, se comportaran conforme a la teoría, aunque contra toda la decencia? ¿Qué más les daba que la curvatura de la cola estuviera estudiada y calculada, si los monstruos devastaban las cosechas a golpe de cola? No nos extrañemos pues si las masas, en vez de reconocer el enorme valor de los extraordinarios logros de Trurl, se los han reprochado. El descontento se hizo patente cuando un grupo de individuos -particularmente ignorantes en materia científica- osó levantar la mano al insigne constructor, dejándolo bastante maltrecho.

Pero Trurl, respaldado por su amigo Clapaucio, persistió en su trabajo de investigación, obteniendo nuevos éxitos al demostrar que el grado de existencia del dragón dependía de su humor y del estado de saturación general. El axioma sucesivo evidenciaba el hecho de que el único método seguro para su exterminio era la reducción de su probabilidad a cero, e incluso a los valores negativos. En todo caso, estas investigaciones exigían mucho trabajo y tiempo. Mientras tanto, los dragones ya realizados disfrutaban de libertad, aterrorizando a la gente y devastando planetas y lunas. ¡Y se multiplicaban, que era lo más terrible!

El hecho dio a Clapaucio la ocasión de publicar un brillante opúsculo bajo el título de «Transmutación covariante de dragones en dragoncillos, un caso particular de transmutación de estados prohibidos por la física a otros prohibidos por la policía». El opúsculo tuvo mucha resonancia en el mundo científico, donde nadie se había olvidado todavía de un dragón policial, muy famoso, con cuya ayuda los valientes constructores vengaron el infortunio de sus llorados compañeros en la persona del perverso rey Cruelio.

Y cuáles no fueron las perturbaciones, cuando se supo que un constructor -un tal Basileo Emerdiano- viajaba por toda la Galaxia, provocando con su mera presencia la aparición de dragones en los lugares donde nunca nadie los había visto antes. Cuando el desespero general y el estado de catástrofe nacional llegaban al cenit, Basileo pedía audiencia al rey del país en cuestión y, después de un largo regateo para obtener astronómicos honorarios, se comprometía a exterminar a los monstruos, lo que siempre cumplía puntualmente. Nadie sabía cómo lo hacía, porque siempre actuaba a escondidas y solo. Y para colmo de males, siempre daba la garantía del éxito de su dragonólisis en el sentido solamente estadístico.

Desde que un cierto monarca recurrió al mismo método -pagándole con unos ducados que sólo eran buenos estadísticamente-, solía comprobar con todo descaro, usando el agua regia, la naturaleza del metal de las monedas con que se le pagaba. Así las cosas, Trurl y Clapaucio se encontraron una tarde soleada y, naturalmente, hablaron del asunto.

— ¿Has oído hablar de ese Basileo? -preguntó Trurl.

— Claro que sí.

— ¿Y qué te parece?

— No me gusta esa historia.

— A mí tampoco. ¿Qué opinas de él?

— Creo que se sirve de un amplificador.

— ¿De la probabilidad?

— Sí. O bien de un sistema razonador.

— O de un generador de dragones.

— ¿Te refieres al dragotrón?

— Sí.

— En efecto, es posible.

— ¡Hombre! Si fuera de veras así -exclamó Trurl-, sería una canallada. Significaría, en cierto modo, que él se lleva los dragones consigo en estado potencial, con la probabilidad cercana al cero. Una vez bien instalado y ambientado a los planetas, va aumentando la probabilidad, la eleva a potencias cercanas a la seguridad y, naturalmente, sucede una virtualización, concretización y totalización plena y manifiesta.

— Seguro. Probablemente rasca en la matriz las letras «gón» y pone «cula». Así obtiene un «Drácula». ¡Dragón vampiro! ¿Te das cuenta?

— Sí. Creo que no puede existir cosa más terrible que un dragón vampiro. ¡Qué horror!

— Y dime, ¿crees que los anula luego con un retrocreador aniquilante, o sólo disminuye momentáneamente la probabilidad y se marcha con la pasta?

— Es difícil de decir. Pero si sólo los desprobabilizara, sería una canallada todavía más gorda, ya que tarde o temprano las cerofluctuaciones tienen que conducir a la activación de la dragomatriz, ¡y ya tenemos toda la historia vuelta a empezar!

— Sí, pero para ese momento él y el dinero están ya lejos… -gruñó Clapaucio.

— ¿No te parece que deberíamos escribir una carta avisando a la Oficina Principal de Regulación de Dragones?

— ¡Eso sí que no! Al fin y al cabo, puede que no lo haga. No tenemos ninguna prueba, ni seguridad de ninguna clase. Ten en cuenta que las fluctuaciones estadísticas ocurren a veces incluso sin un amplificador. Antaño no había matrices ni amplificadores, a pesar de lo cual a veces aparecían dragones. Accidentalmente.

— Tal vez tengas razón… -dijo Trurl- y, sin embargo… Fíjate que, en este caso, aparecen tan sólo cuando él llega al planeta.

— Es cierto. Pero, de cualquier manera, escribir sería una incorrección: no se puede denunciar a un colega. Sea como fuere, somos de la misma profesión. ¿Y si tomáramos algunas medidas por nuestra cuenta?

— Podría hacerse.

— De acuerdo, pues. Opino igual. A ver, ¿qué hacemos?

Aquí los dos insignes dragonólogos se enfrascaron en una discusión profesional incomprensible para toda persona ajena al ramo, ya que sólo emplearon palabras enigmáticas, por el estilo de: «contador de dragones», «transformación descolada», «débil influencia dragonística», «difracción y dispersión de dragones», «dragón duro», «dragón blando», «espectro discontinuo del basilisco», «dragón en estado de excitación», «aniquilación de una pareja de dragones de signos vampíricos opuestos en un campo de vector e inducción caóticos», etc.

El resultado de ese análisis exhaustivo del fenómeno fue una nueva expedición -tercera en el orden-, para la cual los dos constructores se prepararon con mucho esmero, cargando su nave con multitud de aparatos complicados. Entre los más importantes figuraban un difusador y un cañón que disparaba anticabezas.

Durante el viaje, mientras aterrizaban en Encia, Pencia y Cerúlea, comprendieron que, a menos de cortarse en pedazos, no les sería posible rastrear todo el terreno infestado por la plaga. La solución más sencilla era, evidentemente, trabajar por separado. Por lo tanto, después de celebrar un consejo de planificación, cada uno se marchó en dirección opuesta. Clapaucio pasó mucho tiempo laborando en Prestopondia, contratado por el emperador Extrandalio Ampetricio, que prometió darle a su hija por esposa si liberaba al país de los monstruos. Los dragones de probabilidad más elevada se paseaban incluso por las calles de la capital del imperio, y los virtuales pululaban por doquier en cantidades escalofriantes. Aunque, conforme a la opinión de personas del montón y de cortos alcances, los dragones virtuales «no existían», es decir, su existencia no era concretamente «comprobable», ni tampoco hacían nada para manifestarse, los cálculos de CibrTrurlClapaucioMinogo demostraban incontestablemente (sobre todo la ecuación de la onda dragonística) que un basilisco pasaba del espacio configurativo al real con la misma facilidad con que el hombre pasa de una habitación de su casa a la otra. Por consiguiente, por poco que aumentara la probabilidad, uno podía toparse con un dragón y hasta un superdragón en su propia vivienda, su sótano o su jardín.

En vez de perseguir a cada bestia por separado (lo que en cualquier caso hubiera tenido poca eficacia), Clapaucio, como el verdadero científico que era, actuó con método y lógica: colocó en las plazas y jardines de aldeas y ciudades unos autorreductores probabilísticos y, al poco tiempo, no quedaba títere con cabeza entre la estirpe dragoniana. Tras embolsarse los honorarios, un diploma honorífico y una copa grabada a su nombre, Clapaucio arrancó el vuelo para reunirse con su amigo.

Por el camino vislumbró un planeta donde alguien le llamaba con signos angustiosos. Pensando que tal vez era Trurl, que se encontraba en apuros, aterrizó. Resultó que los que le llamaban eran habitantes de Truflofora, súbditos del rey Pstricio. Era un pueblo terriblemente supersticioso, supeditado a unas creencias primitivas; su religión, la pneumatología draconiana, afirmaba que los dragones aparecían en castigo de los pecados y que tenían almas, pero impuras. Clapaucio pronto se dio cuenta de la insensatez -para usar un término suave- de toda discusión con los dracólogos del reino, ya que los únicos métodos que aplicaban para combatir la plaga se limitaban a quemar incienso en los lugares infestados y repartir reliquias, de modo que optó por efectuar sondajes en el terreno.

Sobre el planeta vivía en aquel momento un solo monstruo, pero perteneciente a la clase más terrorífica de todas, los Abyectosauria Draculii. Cuando el científico ofreció sus servicios al rey, éste le contestó de manera evasiva, sin concretar nada: se notaba la influencia que sobre él ejercía la absurda doctrina, según la cual las causas de la aparición de dragones no eran de este mundo. Al estudiar la prensa local, Clapaucio se percató de una curiosa falta de unanimidad: mientras unos consideraban al Abyectosaurio como ejemplar único, otros lo tomaban por un ser múltiple, capaz de encontrarse en varios sitios a la vez. El hecho le dio que pensar, aunque no le extrañó demasiado, puesto que la localización de aquellas asquerosas bestias dependía de las llamadas anomalías draconianas, por cuya causa algunos ejemplares -sobre todo los más distraídos-, quedan a veces «chapuceados» en el espacio -lo que no es otra cosa que un simple efecto isóspino de amplificación del momento cuántico-; así como una mano, al emerger del agua, muestra encima de la superficie cinco dedos aparentemente independientes e individualizados, igual los dragones, al emerger del espacio configurativo al real, parecen alguna vez múltiples a pesar de ser uno solo.

En el transcurso de una posterior audiencia, Clapaucio preguntó al rey si, por casualidad, Trurl no estaba en ese planeta. Cuál no fue su sorpresa cuando oyó que sí, en efecto, que su colega había estado hacía poco en Pstricia y que incluso se había comprometido a anular al Abyectosaurio, habiendo cobrado una suma a cuenta de los honorarios y marchado a unas montañas cercanas, donde se había visto a la dragona (parece que era hembra) repetidas veces. Al día siguiente regresó, pidió que se le completara el pago, enseñando como una prueba fehaciente de su éxito cuarenta y cuatro colmillos de dragón. Sin embargo, surgieron ciertas complicaciones y el pago fue retenido hasta que se aclarara el asunto. Al parecer, el hecho enfureció a Trurl de tal manera que en público y en voz alta dijo sobre el monarca cosas rayanas en el ultraje a la majestad; acto seguido, se alejó en una dirección desconocida, y no se le volvió a ver más. No así la Abyectosauria, que, ni corta ni perezosa, hizo al poco tiempo un nuevo acto de presencia, dedicándose a devastar, más cruelmente todavía, pueblos y ciudades sumidos en el terror.

Clapaucio encontró la historia bastante confusa, pero le era difícil poner en tela de juicio la veracidad de las palabras pronunciadas por boca del rey. Preocupado, cargó su mochila con productos dragonicidas de gran potencia y emprendió solitaria marcha hacia las montañas, cuya nevada sierra se elevaba majestuosamente por la parte este del horizonte.

Pronto vio en las rocas las primeras huellas del monstruo; pero aunque no las hubiera advertido, le hubiera alertado de su presencia el característico tufo a gases de azufre. Intrépido, prosiguió el camino, alerta y pronto a hacer uso del arma colgada del hombro; observaba continuamente su contador de dragones. La manecilla, después de haberse mantenido en el cero durante un buen rato, empezó a agitarse de manera inquietante, para colocarse lentamente, como si tuviera que vencer una resistencia invisible, cerca del número 1. Ahora Clapaucio ya no podía dudar: la Abyectosauria estaba rondando por allí.

Era un hecho verdaderamente sorprendente: a Clapaucio no le cabía en la cabeza que Trurl, su compañero de hazañas y científico de gran renombre, hubiera podido cometer un error en sus cálculos y dejar escapar viva a la bestia. Quien conociera a Trurl, sabía que esta eventualidad era tan inverosímil como el hecho de que volviera a la corte sin haber cumplido su cometido y exigiera pago por lo que no se había hecho.

Al poco rato topó en el camino con una columna de indígenas, cuyas miradas llenas de inquietud y su manera de andar -en una apretada fila- demostraban que el miedo los embargaba. En fila india, doblados bajo el peso de los fardos que transportaban sobre sus espaldas, ascendían lentamente por la ladera de la montaña. Después de saludarles, Clapaucio los hizo detener y preguntó a su guía qué hacían y adonde iban.

— Digno señor -contestó aquél, un funcionario de estado de rango inferior enfundado en una casaca remendada-, llevamos tributo al dragón.

— ¿Tributo? ¡Oh, sí, claro! ¿Y de qué consta ese tributo?

— De lo que le apetece al dragón, señor: oro, piedras preciosas, perfumes extranjeros y un sinfín de otras cosas…, todas muy caras.

Aquí el asombro de Clapaucio creció vertiginosamente, ya que los dragones nunca exigían semejantes ofrendas, sobre todo perfumes -incapaces de vencer su hedor natural- o dinero -que no necesitaban para nada-.

— ¿Y vírgenes no pide el dragón, buen hombre? -volvió a preguntar.

— Ya no, señor. Antes sí lo hacía; aún el año pasado se le llevaban, diez, una docena, según se le antojaba. Pero desde que vino aquí uno de fuera, quiero decir un extranjero, señor, y se puso a andar por las montañas en soledad, con cajas y aparatos… -aquí el hombrecillo interrumpió la frase, fijando la inquieta mirada en los instrumentos y armas de Clapaucio, entre los cuales destacaba el enorme dial del contador de dragones con su tictac quedo y su manecilla roja moviéndose sobre la esfera blanca-. ¡Pero si lo tenía todo igualito que su excelencia! -dijo, con un temblor en la voz-. Las mismas cosas llevaba encima y… lo mismo…

— Las compré de ocasión en un mercado de viejo -cortó Clapaucio, para mitigar el recelo de su interlocutor-. Y dígame, amigo, ya que hablamos de ello, ¿no sabe por casualidad qué se hizo de aquel extranjero que andaba por ahí?

— ¿Qué se hizo de él? Ay, no lo sabemos, señor. Bueno, verá, fue así. Una vez, hará unas dos semanas… ¿digo bien, compadre Barbarón? ¿Hará unas dos semanas, poco más o menos?

— Pues sí, compadre, decís bien, eso será. Unas dos semanas o cuatro. Tal vez seis.

— Eso. Pues se llegó al pueblo, entró en casa, comió, pagó bien (eso sí, dio las gracias, no puede decirse nada), miró por todas partes, golpeó las paredes, charló amablemente, preguntó por los precios del año pasado, dispuso los aparatos en la mesa grande, leyó en las esferas y se lo apuntó todo, cosa por cosa, con tanta premura que le temblaban las manos, en una libreta pequeña, roja, que llevaba en un bolsillo, luego sacó aquel ter…, ¿cómo se dice, compadre? el ter…, temper… no me sale la palabra…

— ¡El termómetro, alcaide!

— ¡Eso mismo! Sacó, pues, ese termómetro y dijo que era contra los dragones. Lo metió en un sitio, en otro, escribió otra vez en la libreta, metió los aparatos en un saco, se cargó el saco sobre la espalda, se despidió y se marchó. Y ya no volvimos a verle, señor. Lo que pasó, solamente, es que aquella misma noche hubo un ruido muy grande, como un trueno; pero lejos, como si fuese tras el pico de Midragor… es aquél, fíjese; cerca de aquel otro que es como una cabeza de halcón y se llama Pstriciano por el nombre de Su Majestad el rey, al otro lado, aquel que tiene otro muy cerca, como si fueran (con permiso) dos posaderas: aquél se llama la Pacusta, y es porque una vez…

— Dejemos los picos en paz, mi buen indígena -cortó Clapaucio-; así pues, dice que durante la noche hubo como un gran trueno. ¿Qué pasó luego?

— Luego ya nada más, señor. Cuando aquel estruendo, la casa se ladeó y me caí del catre al suelo. Pero ya tengo costumbre, porque cuando la dragona toca a veces de culo a la casa, le hace saltar a uno más todavía. Para decirle, por ejemplo, el hermano de Barbarón aquí presente, se cayó dentro de la tina de la ropa (porque justo hacían la colada) cuando se le antojó a la dragona rascarse la barriga contra la esquina de la casa…

— ¡Al grano, alcaide, al grano! -exclamó Clapaucio-. Estábamos en que tronó, usted fue a parar al suelo, ¿y qué más?

— Ya le he dicho que no hubo más. Si hubiera algo, tendría de qué hablar, pero si no hay nada, no hay nada y no vale la pena gastar saliva. ¿No es verdad, compadre Barbarón?

— Mucha razón tenéis, compadre alcaide.

Clapaucio se despidió con un gesto de cabeza y se apartó; la columna de porteadores reanudó entonces su fatigosa marcha, resollando por el peso del tributo que llevaban para el dragón. El constructor conjeturaba que lo depositarían en alguna cueva indicada por el monstruo, pero no quería hacer más preguntas, tanto le había extenuado la conversación con el alcaide y su compadre. Por otra parte, había oído antes cómo un hombre decía al otro que «por suerte», el dragón «escogió un sitio que estaba cerca para él y para nosotros».

Clapaucio se puso a su vez en camino, andando a buen paso y orientándose según las reacciones de un dragoindicador que se había colgado del cuello. No se olvidaba tampoco de consultar el contador, pero éste marcaba continuamente ocho décimas de dragón.

— Será un dragón particularmente discreto, o ¿quién sabe? -se preguntaba Clapaucio, mientras ascendía la pendiente, deteniéndose de vez en cuando para respirar, ya que los rayos del sol quemaban como el fuego.

El calor hacía temblar el aire por encima de los peñascos ardientes y en todo el contorno no había ni rastro de vegetación; sólo la tierra calcinada y resquebrajada en los huecos de las rocas y pedregales interminables y candentes que se extendían hasta los majestuosos picos. Pasó una hora; el sol bajó del cenit a la otra mitad del cielo, y Clapaucio seguía caminando, subiendo entre piedras y rocas, hasta que llegó a un terreno de barrancos estrechos y grietas llenas de frescor y oscuridad. La manecilla roja avanzó hasta la novena rayita bajo el número uno y se detuvo, temblando.

El científico dejó su mochila sobre una roca plana y empezó a sacar la desdragonadora, cuando el indicador se agitó violentamente; cogió su reductor de la probabilidad y oteó con atención los alrededores. Desde las rocas en que se encontraba, su vista alcanzaba al fondo del barranco, donde algo se estaba moviendo.

«¡No cabe duda, es ella!», pensó, puesto que el monstruo era una hembra.

Se le ocurrió que tal vez por eso, por ser una hembra, no exigía ahora doncellas. Sin embargo, anteriormente se las hacía traer. Extraño… muy extraño. Pero ahora, lo que importaba era tener buen pulso y apuntar con esmero, y todo terminaría bien, pensó. Sólo por si acaso, volvió a abrir la mochila para extraer su dracodestructor, cuyo émbolo enviaba a los dragones a la inexistencia.

Se asomó por encima de la roca. En el fondo del barranco, por el lecho seco del torrente, avanzaba una dragona gris pardusca; de colosal tamaño, pero con los flancos hundidos como si padeciera hambre. Las ideas se agolparon caóticamente en el cerebro de Clapaucio. ¿Cuál era el proceder más eficaz? ¿Aniquilarla, tal vez, gracias al cambio de signo de la matriz dragoniana del positivo al negativo, de modo que la probabilidad estadística de desdragón venciera a la de dragón? ¡Pero cuan arriesgado era, teniendo en cuenta que un movimiento casi imperceptible podía causar un cambio de consecuencias catastróficas! Fueron muchos los que en circunstancias semejantes obtuvieron en vez de desdragón, desazón.¿Cómo se puede hacer depender de tan pocas letras cosas tan grandes?

Además, una desprobabilización total haría imposible la investigación de la naturaleza de la Abyectosauria. Clapaucio vacilaba, hecho un mar de dudas, teniendo ante los ojos de su imaginación el agradable cuadro de una enorme piel de dragón extendida en su estudio entre la ventana y la biblioteca. Pero no era el momento de soñar, aunque otra eventualidad -la de donar un ejemplar de gustos tan especiales a un dragozoo- se le ocurrió mientras se arrodillaba; incluso tuvo tiempo de pensar qué trabajito científico tan bien hecho se podía confeccionar, si se lo basaba en una pieza bien conservada; de modo que pasó el fusil con el reductor a su mano izquierda, y cogió con la derecha un trabuco cargado con un anticabeza, apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo.

¡Un estruendo de mil demonios! Una nube de humo nacarado rodeó la boca del cañón y a Clapaucio, que por un momento perdió al monstruo de vista, pero el humo se dispersó en seguida.

Las viejas leyendas cuentan sobre dragones multitud de cosas que no son ciertas. Dicen, por ejemplo, que algunos de ellos llegan a tener siete cabezas; en realidad esto no ocurre jamás. El dragón sólo puede tener una cabeza, ya que la presencia de dos conduce infaliblemente a violentos altercados y peleas entre éstas. Los pluritestas (nombre que les dieron los científicos) se extinguieron a causa de contiendas internas. Estos monstruos, de naturaleza obtusa y terca, no soportan la menor oposición, y por eso la posesión de dos cabezas en un solo cuerpo lleva a una muerte rápida: cada una, queriendo perjudicar a la otra, se niega a tomar alimento, e incluso se abstiene de respirar. Se puede adivinar fácilmente cuál es el resultado.

Éste, precisamente, fue el fenómeno aprovechado por Euforio Bondal para su invento del trabuco anticabeza. Se dispara al dragón, alojando en su corpachón una pequeña cabecita electrónica, fácil de manejar, y al momento se originan disputas y escenas violentas. En consecuencia, el dragón se queda inmóvil y tieso en un sitio, como si le diera parálisis, durante un día, una semana, un mes; incluso hubo casos en que sucumbía al agotamiento sólo al cabo de un año. Cuando se halla en este estado, se puede hacer con él lo que se quiera.

Sin embargo, el dragón alcanzado por el disparo de Clapaucio se comportó de manera muy extraña. Bien es verdad que se enderezó sobre las patas traseras con un rugido que hizo caer de la montaña una avalancha de piedras, que batió con la cola las rocas de sílex con tanta fuerza que el olor y los destellos de chispas llenaron todo el barranco, pero después se rascó la oreja, carraspeó y prosiguió tranquilamente la marcha, con la única diferencia de que había acelerado y pasado al trote. Sin dar crédito a sus propios ojos, Clapaucio corrió por la cresta peñascosa buscando un atajo hacia la salida del barranco: lo que ahora se le dibujaba en la mente ya no era algún que otro trabajito científico o artículo en el «Almanaque Dragonero», sino, por lo menos, una monografía sobre papel vitela, con los retratos de dragón y autor.

Al llegar a la punta, se acurrucó detrás de unas rocas, se acercó al ojo su lanzaimprobabilidad, apuntó e hizo funcionar los desposibilidadores. La culata le tembló en la mano; del arma recalentada se desprendió un vaho de neblina, el dragón quedó rodeado de un halo -como la luna cuando pronostica mal tiempo-, pero no se esfumó. Clapaucio volvió a la carga, para hacer la existencia del monstruo imposible.

La intensidad de la imposibilitatividad creció tanto, que una mariposa que volaba por allí empezó a emitir en alfabeto Morse el «Segundo Libro de la Selva»; entre las anfractuosidades de las rocas se materializaron sombras de hadas, brujas y espectros, y el poderoso ruido de cascos al galope anunciaba que se estaban acercando unos centauros, sacados de la imposibilidad por la tremenda tensión del arma. Sin embargo, el dragón, como si no hubiera ocurrido nada, se sentó pesadamente, bostezó y empezó a rascarse con fruición con las patas traseras la colgante papada.

El arma sobrecalentada quemaba los dedos de Clapaucio, quien seguía apretando febrilmente el gatillo. El científico nunca había vivido nada semejante: las piedras cercanas, no muy grandes, se elevaban libremente en el aire, y el polvo que el dragón echaba al rascarse por debajo del trasero, formó, al posarse, una frase bien legible: SU SEGURO SERVIDOR. Oscureció, el día daba paso a la noche, grandes peñascos calcáreos fueron a dar un paseo charlando en voz baja de sus cosas…; en una palabra, un milagro seguía al otro, pero la espantosa bestia que reposaba a treinta pasos de Clapaucio no quería desaparecer.

Clapaucio descartó el lanzador, sacó del bolsillo una granada antidragón y, encomendando su alma a la Gran Madre de las Transformaciones Irreversibles, la lanzó sobre el monstruo. Resonó un estruendo ensordecedor, y unos fragmentos de piedra volaron al aire junto con la cola del dragón; este último gritó en voz completamente humana «¡Socorro!» y galopó directamente hacia Clapaucio, quien, viendo la muerte tan próxima, saltó de su escondrijo blandiendo una corta pica de antimateria. Se aprestaba ya a tirarla, cuando oyó otros gritos:

— ¡Quieto! ¡Quieto! ¡No me mates!

«¿Será el dragón quien habla?», pensó Clapaucio. «No…, me estaré volviendo loco»

Sin embargo, preguntó:

— ¿Quién habla? ¿Es el dragón?

— ¡Al cuerno con el dragón! ¡Soy yo!

En efecto, en medio de la nube de polvo apareció Trurl, tocó el cuello del monstruo, dio la vuelta a una cosa, y el gigante cayó lentamente de rodillas, inmovilizándose con un chirrido prolongado.

— ¿Qué es esta mascarada? ¿Qué significa? ¿De dónde ha salido ese dragón? ¿Qué hacías dentro de él? -le abrumó a preguntas Clapaucio.

Trurl se sacudía el polvo de la ropa, tratando de calmar con los gestos a su amigo.

— De dónde, qué, dónde, cómo… ¿Quieres dejarme hablar? Yo aniquilé al dragón y el rey no quiso pagarme…

— ¿Por qué?

— Debió de ser por tacañería, no lo sé. Dijo que era por culpa de la burocracia, que debía confeccionarse un protocolo formal de la vista de los hechos, mediciones, autopsia, reunión de Concejo del Instituto Nacional, que aquí, que allá, etc. El celador superior del Tesoro dijo que no sabía cómo efectuar el pago, que no era asunto del fondo de salarios, ni del impersonal; en una palabra, aunque yo pedía, insistía, iba de caja en caja, del rey al Concejo, nadie quería atenderme. Incluso me obligaron a producir una biografía con fotos; fui adonde el dragón, pero fue inútil: estaba ya en un estado irreversible. Lo despellejé, corté unas ramas de avellano, encontré luego un viejo poste de telégrafos y no necesité gran cosa más; lo rellené y me puse a fingir…

— ¡No puede ser! ¿Recurriste a un truco tan bajo? ¿Tú? Pero… para qué, ¿no te han pagado? No entiendo nada.

— ¡Qué tonto eres, hombre! -Trurl se encogió de hombros con conmiseración-. ¿Y los tributos que no paran de traerme? Ya cobré más de lo que me correspondía.

— ¡Oh, claro! -la luz de la verdad iluminó a Clapaucio. Sin embargo, añadió-. Pero está feo obligar…

— ¿Qué tiene de feo? Por otra parte, ¿qué daño hice? Me paseo por las montañas y de noche rujo un poco. Estoy terriblemente cansado… -suspiró, sentándose al lado de Clapaucio.

— ¿De qué? ¿De rugir?

— No; verdaderamente, no entiendes nada. Seguro que no es de rugir. Cada noche tengo que acarrear los sacos de oro desde la gruta convenida, allá arriba -indicó con la mano una loma lejana-. Me preparé allí una pista de despegue. Ya te quisiera ver a ti transportando fardos tan pesados durante noches enteras… ¡Verías lo que significa!

» Y comprende, este dragón también tiene lo suyo: la piel sola pesa unas dos toneladas, y yo he de llevarla encima, rugir, patear, todo el día; y después, en vez de descansar, ¡esa tarea agotadora! Me alegro de que hayas llegado, estaba ya más que harto…

— Está bien. Dime, solamente, ¿por qué este dragón, mejor dicho este fantasmón relleno, no desapareció cuando disminuí la probabilidad hasta permitir los milagros? -quiso todavía saber Clapaucio.

Trurl carraspeó, un tanto confuso.

— Es gracias a mi prudencia -aclaró-. Al fin y al cabo, aquí podía meter baza algún cazador tonto, Basileo, por ejemplo; así que instalé bajo la piel unas pantallas antiprobabilísticas. Y ahora, ven; quedan allí todavía unos sacos de platino. Es lo más pesado de todo, ya no tenía ganas de llevarlos yo solo. ¿Ves qué bien? Me ayudarás…

Stanislaw Lem. Ciberiada

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La Edad de los imperios

Lo que hay que señalar es simplemente que los analistas no marxistas del imperialismo han tendido a argumentar lo contrario de lo que decían los marxistas, y al hacerlo han oscurecido el tema. Han tendido a negar cualquier conexión específica entre el imperialismo de finales del siglo XIX y del siglo XX con el capitalismo en general, o con la fase particular de éste que, como hemos visto, pareció surgir a finales del siglo XIX. Negaban que el imperialismo tuviera alguna raíz económica importante, que beneficiara económicamente a los países imperiales, y mucho menos que la explotación de las zonas atrasadas fuera en algún sentido esencial para el capitalismo, y que tuviera efectos negativos en las economías coloniales. Argumentaron que el imperialismo no condujo a rivalidades ingobernables entre las potencias imperiales, y que no tenía ninguna relación seria con el origen de la Primera Guerra Mundial. Rechazando las explicaciones económicas, se concentraron en las explicaciones psicológicas, ideológicas, culturales y políticas, aunque por lo general se cuidaron de evitar el peligroso territorio de la política interna, ya que los marxistas también tendían a subrayar las ventajas para las clases dominantes metropolitanas de las políticas y la propaganda imperialistas que, entre otras cosas, contrarrestaban el creciente atractivo para las clases trabajadoras de los movimientos obreros de masas. Algunos de estos contraataques han demostrado ser poderosos y eficaces, aunque varias de esas líneas argumentales eran incompatibles entre sí. De hecho, gran parte de la literatura teórica pionera del antiimperialismo no es sostenible. Pero la desventaja de la literatura anti-anti-imperialista es que no explica realmente esa conjunción de desarrollos económicos y políticos, nacionales e internacionales, que los contemporáneos de alrededor de 1900 encontraron tan sorprendente que buscaron una explicación global para ellos. No explica por qué los contemporáneos sintieron que el "imperialismo" en ese momento era un desarrollo novedoso e históricamente central. En resumen, gran parte de esta literatura equivale a negar hechos que eran bastante obvios en su momento y que siguen siéndolo. 

Dejando a un lado el leninismo y el antileninismo, lo primero que debe restablecer el historiador es el hecho obvio, que nadie en la década de 1890 habría negado, de que la división del globo tenía una dimensión económica. Demostrar esto no es explicar todo sobre el imperialismo de la época. El desarrollo económico no es una especie de ventrílocuo con el resto de la historia como muñeco. Incluso el empresario más resuelto que persiguiera el beneficio en, por ejemplo, las minas de oro y diamantes sudafricanas, nunca puede ser tratado exclusivamente como una máquina de hacer dinero. No era inmune a los llamamientos políticos, emocionales, ideológicos, patrióticos o incluso raciales que estaban tan claramente asociados a la expansión imperial. Sin embargo, si se puede establecer una conexión económica entre las tendencias del desarrollo económico en el núcleo capitalista del globo en esta época y su expansión hacia la periferia, resulta mucho menos plausible poner todo el peso de la explicación en los motivos del imperialismo que no tienen una conexión intrínseca con la penetración y la conquista del mundo no occidental. E incluso los que parecen tenerla, como los cálculos estratégicos de las potencias rivales, deben analizarse teniendo en cuenta la dimensión económica. Incluso hoy en día, la política de Oriente Medio, que dista mucho de ser explicable por simples motivos económicos, no puede analizarse de forma realista sin tener en cuenta el petróleo.

La edad de los imperios, 1875-1914, Eric Hobsbawm.

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Nuestras manías....

Mientras que cada vez somos más previsibles, nos parecemos más al estar moldeados por la persuasión del mercado, nunca hemos necesitado tanto ser tan diferentes, pensarnos tan diversos. Esta ansiedad por la diferencia se manifiesta en el consumo, tanto de bienes materiales como de bienes intangibles, pero ocupa todas las parcelas de la vida, incluso las más íntimas.

Tentaciones, el suplemento de tendencias de El País que empezó a mediados de los noventa como una revista cultural con ánimo independiente, lo que no era más que un eufemismo para tratar la conversión de la contracultura de las tres anteriores décadas en producto de consumo, fue una referencia para la juventud que quería diferenciarse del resto. Así, quien no encajaba con Los 40 Principales o Cadena Dial, las radio-fórmulas de pop comercial de PRISA, podía leer Tentaciones, que funcionaba más que como una publicación de crítica cultural como un ente prescriptor, es decir, su fin no era informar al público si tal producto cultural era bueno o malo de acuerdo con unas categorías consensuadas, sino si tal o cual producto cultural era necesario para ser una persona especial.

En 2017, Tentaciones sigue siendo un suplemento de prescripción cultural, pero además ha ampliado sus horizontes a casi todas las facetas cotidianas necesarias para ser cool. Entre ellas el sexo que, si bien siempre ha sido un buen material comercial periodístico, hoy se utiliza para acentuar la enorme diversidad de la que parece que disfrutamos. Tentaciones dedicó artículos al contouring, el maquillaje y la cirugía vaginal para que este órgano sea estéticamente agradable (desconocemos con base en qué criterios); a Wikitrans, la guía definitiva para no perderse en las nuevas sexualidades; a la atracción sexual hacia los globos; a la gente que quiere tener sexo en el baño de un avión; se preguntaron si las cosquillas eran el nuevo porno; nos hablaron de las mujeres que tenían orgasmos mientras conducían para ir a trabajar; nos descubrieron la dendrofilia, el stationary fetish, la ficciofilia, la anortografofilia y el medical fetish, es decir, la excitación sexual por los vegetales, el material escolar, los personajes de ficción, las faltas de ortografía y el material médico[3].

Quizá algún lector o lectora de este libro se excite acariciando únicamente el tapete de ganchillo de una mesa camilla, lo cual nos parece estupendo. No se trata aquí de hacer mofa de las prácticas sexuales, por muy inverosímiles que resulten, o mucho menos de condena, siempre que sean consensuadas entre adultos. Sí de hacer notar la enorme ansiedad que destila todo el asunto. Lo sexual también parece haberse convertido en una extensión de las identidades frágiles, habiéndonos convertido en consumidores de singularidades como forma de acentuar nuestra diferencia. Por otro lado, en 2015 en España, 48 niñas de entre diez y catorce años y 5751 adolescentes de entre quince y diecisiete años fueron madres y un 40 por 100 de los nacimientos primerizos fueron de mujeres de cuarenta años o más[4]. Aunque, evidentemente, no vamos a reducir la sexualidad a la reproducción, destaca la poca atención que despiertan temas como una deficiente educación contraconceptiva o unos padres primerizos cada vez más mayores, consecuencia directa no de una decisión personal sino de las precarias condiciones laborales. Así, los temas materiales parecen salir de la agenda pública mientras que el fetiche de la peculiaridad se asienta en ella.

La trampa de la diversidad. Daniel Bernabé.

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Crash de J. G. Ballard

Helen Remington estaba sola entre las butacas y nos observaba. Vaughan clavó los ojos en el coche destruido, casi como si fuera a abrazarlo. Acarició los desgarrones del capó y el techo. Mientras, los músculos de la cara se le abrían y cerraban como pinzas. Se inclinó a mirar dentro de la cabina, inspeccionando los maniquíes. Yo esperaba que les dijera algo, y mis ojos pasaban de las melladas curvas del capó y los guardabarros a la raya entre las nalgas de Vaughan. La destrucción de este coche y sus ocupantes parecía autorizar la penetración sexual del cuerpo de Vaughan; en ambos casos, se trataba de actos conceptualizados y despojados de todo sentimiento, cargados con cualquier idea o emoción que nosotros quisiéramos ponerles.

Vaughan raspó las astillas de fibra de vidrio en el rostro del conductor. Abrió de un tirón la portezuela y acomodó el muslo en el asiento, aferrando con una mano el volante retorcido.

—Siempre quise conducir un coche chocado.

Tomé la observación como una broma, pero Vaughan estaba serio. En realidad parecía más tranquilo, como si este choque de coches le hubiera aflojado algunas tensiones corporales, o hubiese expresado para él algún acto violento reprimido hasta ahora.

—Muy bien —anunció Vaughan, sacudiéndose las astillas de las manos—. Nos vamos ya… Te llevo.

—Viendo que yo titubeaba, afirmó–: Créeme, Ballard, todos los accidentes se parecen.

¿Llegaba a advertir que yo estaba duplicando en mi mente una seria de posturas sexuales donde participábamos él y yo, Helen Remington y Gabrielle, y que reactualizaría la prueba mortal de los maniquíes y el motociclista de fibra de vidrio? En los mingitorios del parque, Vaughan expuso con deliberación el pene semierecto, dando un paso atrás y dejando caer en el suelo embaldosado las últimas gotas de orina.

Cuando nos alejamos del Laboratorio, recobró la agresividad de costumbre, como si los coches que pasaban le despertaran el apetito. Tomó la ruta de acceso a la autopista, hostigando con los destartalados y pesados paragolpes a los vehículos más pequeños, hasta que los apartaba del camino.

Señalé el tablero de instrumentos.

—Este coche… un Continental de hace diez años. ¿He de entender que tomas el asesinato de Kennedy como una especie de accidente automovilístico?

—Es posible.

—¿Pero por qué Elizabeth Taylor? Mientras corres de aquí para allá en este coche, ¿no la pones en peligro?

—¿Por qué?

—Por Seagrave. Está medio loco.

Vi cómo conducía a lo largo de los últimos tramos de la autopista, sin tratar de aminorar la velocidad, pese a los letreros de advertencia.

—Vaughan… ¿ella tuvo algún choque?

—Nada serio… Es decir que en el futuro la espera todo un mundo. Con un poco de organización, podría morir en una colisión única, que transformaría nuestras fantasías y nuestros sueños. El hombre que muera con ella en un accidente…

—¿Seagrave está de acuerdo?

—A su manera.

Nos acercamos a una rotonda. Casi por primera vez desde la salida del Laboratorio, Vaughan aplicó los frenos. El coche pesado resbaló y patinó un poco hacia la derecha, poniéndose en el camino de un taxi que ya había empezado a virar. Vaughan apretó el acelerador y dobló frente al taxi. El chillido de los neumáticos sofocó la bocina enardecida. Vaughan le gritó por la ventanilla al chófer, y corrió hacia el estrecho ramal del norte.

Ya más tranquilos, tomó un maletín del asiento de atrás.

 —He estado haciendo una encuesta entre la gente del proyecto. Dime si olvidé algo.

J. G. Ballard, “Crash”.

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Sobre los distintos conceptos del tiempo en las culturas

Cada cultura posee su manera de ver la naturaleza, de conocerla, o lo que es lo mismo: cada cultura tiene su naturaleza propia y peculiar, que ningún otro tipo de hombres puede poseer en igual forma. De la misma suerte, también cada cultura —y en ella, con diferencias de escaso valor, cada individuo— tiene su peculiar manera de ver la historia, en cuyo cuadro, en cuyo estilo, intuye, siente y vive inmediatamente lo general y lo personal, lo interior y lo exterior, el devenir historicouniversal y el devenir biográfico. Así, la tendencia autobiográfica de la humanidad occidental, que ya se manifiesta por modo impresionante en el símbolo de la confesión en la época gótica[32], es extraña por completo a los antiguos. La agudísima conciencia histórica de la Europa occidental se opone a la inconsciencia de los indios, cuya historia es como un sueño. ¿Qué imaginaban los hombres de la cultura arábiga, desde los cristianos primitivos hasta los pensadores del Islam, cuando pronunciaban la expresión «historia universal»? Pero si harto difícil es ya formarse una representación exacta de lo que sea para otros la naturaleza, el mundo mecánico, ordenado —y eso que en este caso la realidad cognoscible se unifica en un sistema comunicable—, habrá de ser de todo punto imposible penetrar con las fuerzas de nuestra propia alma, en el aspecto histórico del mundo, tal como lo ven culturas extrañas, es decir, en la imagen del devenir que hayan formado otras almas con otras disposiciones distintas de las nuestras. Siempre quedará un resto indescifrable, que será tanto mayor cuanto más escasos sean nuestro propio instinto histórico, nuestro ritmo fisiognómico, nuestro conocimiento o experiencia de los hombres. Sin embargo, la solución de este problema es una condición de toda inteligencia profunda del universo. El mundo histórico que circunda a los demás es una parte de su esencia, y nadie entenderá bien a otro hombre si no conoce su sentimiento del tiempo, su idea del sino, el estilo y el grado de conciencia que haya en su vida interior. Lo que no pueda averiguarse inmediatamente por confesiones, habremos de buscarlo en el simbolismo de la cultura externa. Solo así podremos tener acceso a lo que por sí mismo es inconcebible; de aquí el incalculable valor que para nosotros tienen el estilo histórico de una cultura y sus grandes símbolos del tiempo.

Ya hemos citado el reloj como uno de esos signos que casi nadie ha sabido comprender. El reloj es una creación de culturas muy desarrolladas, creación que aparece tanto más enigmática cuanto más se medita sobre ella. La humanidad antigua supo vivir sin relojes y lo hizo, en cierto modo, intencionadamente; hasta mucho después de Augusto la hora del día se computaba por la longitud de la sombra[33]. En cambio, los relojes de sol y de agua fueron de uso corriente en los dos mundos más viejos, el mundo del alma babilónica y el del alma egipcia, y estaban en relación con una cronología rigurosa y con una honda visión del pasado y del futuro[34]. Pero la existencia «antigua», euclidiana, puntiforme, transcurría sin referirse a nada, recluida en el presente. No debía haber en ella nada que señalase hacia el futuro y el pasado. Los antiguos no tuvieron arqueología, ni tampoco astrología, que es la inversión psíquica de aquella. Los oráculos y las sibilas antiguas, como los arúspices y augures etruscorromanos, no pretendían revelar el futuro lejano, sino resolver el caso particular que se presenta actualmente. No había en la conciencia general de los antiguos nada que se pareciese a una cronología. Las olimpíadas constituían un mero recurso literario. Lo importante no es averiguar si un calendario es bueno o malo, sino quién lo usa, y si la vida de la nación se rige efectivamente por él. En las ciudades antiguas no hay nada que haga recordar la duración, el tiempo antecedente, el porvenir; no se rodean las ruinas de piadosos cuidados; no se planean obras en beneficio de las generaciones venideras; no se hace una elección de material, que tenga sentido, aunque haya de vencer dificultades técnicas. El griego de la época dórica abandonó la técnica miceniana de la piedra y volvió a edificar con madera y barro, y, sin embargo, tenía a la vista los modelos de Micenas y de Egipto y vivía en una comarca donde abundaban los mejores materiales pétreos. El estilo dórico es un estilo de madera. En la época de Pausanias podía verse en el Heraión de Olimpia la última columna de madera, que aún no había sido sustituida. El alma antigua carece de órgano histórico, no tiene memoria en el sentido que hemos dado a esta palabra, es decir, facultad de mantener siempre presente la imagen del pasado personal y, tras ella, la del pasado nacional y universal[35] y, asimismo, el curso de la vida interior, no solo propia, sino también ajena. En la «Antigüedad» no hay «tiempo». Para el antiguo que vuelve la vista hacia la historia, el presente personal se destaca sobre un fondo que carece de toda ordenación temporal y, por lo tanto, histórica. Para Tucídides las guerras médicas, para Tácito las revueltas de los Gracos, forman ya parte de ese fondo[36]. Y lo mismo puede decirse de las grandes familias romanas, cuya tradición era una pura novela; recuérdese a Bruto, el asesino de César, y su firme creencia en sus famosos antepasados. La reforma del calendario por César puede considerarse casi como un acto de emancipación del antiguo sentimiento de la vida; pero César pensaba prescindir de Roma y transformar el Estado en un imperio dinástico, esto es, sometido al símbolo de la duración, con el centro de gravedad en Alejandría, de donde procede su calendario. El asesinato de César nos hace el efecto de la última convulsión del viejo sentimiento vital enemigo de la duración, encarnado en la polis, en la urbs Roma.

Los hombres de entonces vivían cada hora, cada día, por sí mismos. Y no sólo los individuos, griegos y romanos, sino también la ciudad, la nación, la cultura entera. Las fiestas rebosantes de fuerza y sangre, las orgías palatinas, las luchas del circo, bajo Nerón y Calígula, que Tácito, romano de pura cepa, nos describe exclusivamente, sin dedicar ni una mirada ni una palabra a la vida lenta de aquellos inmensos territorios que constituían las provincias, son la expresión última y magnífica de ese sentimiento euclidiano del mundo, que diviniza el cuerpo y el presente. Los indios, cuyo nirvana se caracteriza igualmente por la falta de cronología, no tuvieron tampoco relojes, ni, por lo tanto, historia, ni recuerdos, ni cuidados, ni preocupaciones. Eso que nosotros, hombres de eminente sentido histórico, llamamos la historia india, ha ido realizándose sin la menor conciencia de sí misma. Los mil años de cultura india que transcurren desde los Vedas hasta Buda nos producen el efecto de los movimientos que hace un hombre durmiendo. Allí la vida era realmente sueño. ¡Cuán diferentes, en cambio, son los mil años de nuestra cultura occidental! Nunca, ni siquiera en el «correspondiente» período de la cultura china, en el período Chu, con su finísimo sentido de las épocas[37], han estado los hombres más vigilantes; nunca han sido más conscientes; nunca han sentido el tiempo con mayor profundidad ni lo han vivido con un sentimiento más agudo de su dirección y de su movilidad, preñada de sinos. La historia de la Europa occidental realiza voluntariamente su sino, la historia india acepta el suyo con resignación. En la existencia griega los años no representan nada; en la historia india los decenios apenas significan algo; en el occidente europeo la hora, el minuto y hasta el segundo tienen su importancia. Ni un griego ni un indio hubieran podido representarse esa tensión trágica de las crisis históricas, en que los segundos pesan, como, por ejemplo, en los días de agosto de 1914. Los hombres profundos de Occidente pueden sentir esas crisis, incluso en sí mismos. Los helenos no. Las innumerables torres que se alzan sobre nuestro suelo occidental lanzan al espacio sus campanadas noche y día, insertando el futuro en el pasado, deshaciendo el efímero presente «antiguo» en una inmensa curva de relación. El descubrimiento de los relojes mecánicos se efectúa en el mismo momento en que nace nuestra cultura, esto es, en la época de los emperadores sajones[38]. No es posible representarse el hombre de Occidente sin una minuciosa cronometría, una cronología del futuro que corresponde exactamente a nuestra enorme necesidad de arqueología, de conservación, de excavaciones, de colecciones. La época del barroco exageró el símbolo gótico de los relojes hasta el punto grotesco de inventar los relojes de bolsillo, que acompañan por dondequiera al individuo[39].

Y junto al símbolo de los relojes hay otro no menos profundo e igualmente incomprendido: el de las formas de sepelio, santificadas por el culto y el arte de las grandes culturas. El gran estilo comienza en la India con los templos funerarios; en la Antigüedad, con los vasos fúnebres; en Egipto, con las Pirámides; en el cristianismo primitivo, con las catacumbas y los sarcófagos. En los tiempos primitivos coexisten en caótica mezcla muchas formas funerarias posibles, y cada cual se rige por la necesidad, la comodidad o la costumbre de su tribu. Pero pronto cada cultura elige una de esas formas y la eleva al supremo rango simbólico. El «antiguo», dirigido por un sentimiento vital profundo e inconsciente, prefirió la cremación, acto de aniquilamiento, en el cual recibe una expresión vigorosa su existencia euclidiana, que se atiene al ahora y al aquí. El antiguo no quería historia, ni duración, ni pasado, ni futuro, ni precauciones, ni descomposición; por eso destruyó lo que no tenía presente, el cuerpo de un Pericles, de un César, de un Sófocles, de un Fidias. El alma, empero, pasaba a formar parte de la legión informe, a quien estaban dedicados los cultos de los abuelos y las fiestas de las almas, celebradas por los miembros vivos de la familia, que pronto fueron descuidando esta obligación. Esa informe multitud de las almas constituye la más fuerte oposición a las genealogías que las familias occidentales inmortalizan en sus enterramientos, con todos los signos de la ordenación histórica. No hay otra cultura que sea en esto comparable a la cultura antigua[40], con una excepción significativa: la época primitiva de los Vedas en la India. Debe advertirse que en los tiempos homéricos, en la edad primera del dórico, se celebraba la cremación con todo el pathos de un símbolo recién creado, como se ve sobre todo en la Ilíada, yen cambio, aquellos hombres que yacían sepultados en las tumbas de Micenas, Tirinto y Orcómenos, y cuyas luchas fueron acaso las que dieron origen a la epopeya de Homero, habían sido enterrados casi a la manera egipcia. Cuando en la época imperial aparece, junto a la urna funeraria, el sarcófago, «el que se traga la carne»[41] —cristiano, judío y pagano—, es porque acaba de surgir un nuevo sentimiento del tiempo, del mismo modo que a las tumbas de Micenas sigue la urna de Homero.

En cambio, los egipcios, que conservaron su pasado en la memoria, en la piedra y en los jeroglíficos, tan concienzudamente que hoy, transcurridos cuatro mil años, podemos determinar con exactitud los números de sus reyes, quisieron también eternizar su cuerpo, y de tal suerte lo consiguieron, que los grandes faraones —¡símbolo de terrible sublimidad!— ostentan hoy día en nuestros museos los rasgos personales de su rostro, mientras que los reyes de la época dórica no han dejado rastro ni de sus nombres siquiera. Conocemos la fecha exacta de nacimiento y de la muerte de casi todos nuestros grandes hombres, a partir del Dante. Y ello nos parece la cosa más natural del mundo. Pero en la época de Aristóteles, en la cumbre de la evolución antigua, no se sabía ya si Leucipo, fundador del atomismo y contemporáneo de Pericles, había realmente existido un siglo antes. Es como si nosotros no estuviésemos seguros de la existencia de Giordano Bruno, o como si el Renacimiento quedase ya envuelto en las tinieblas de la leyenda.

Y esos mismos museos en donde depositamos los restos corpóreos del pasado, ¿no son también un símbolo de primer orden? ¿No conservan momificado el «cuerpo» de la cultura toda en su evolución? En millones de libros impresos hemos reunido fechas innumerables. En las cien mil salas de los museos de Europa hemos juntado todas las obras de todas las culturas muertas; y cada objeto, allí, aislado en la masa de la colección, sustraído al fugaz instante de su fin verdadero —que para un alma antigua hubiera sido lo único sagrado—, se disuelve, por decirlo así, en una infinita movilidad del tiempo. Recuérdese lo que los helenos llamaban mouseion —lugar destinado a las Musas—, y piénsese en el profundo sentido que manifiesta ese cambio de significación que ha sufrido la palabra.

La decadencia de Occidente. Oswald Spengler

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No preguntes

No preguntes a los hombres lo que quieren. ¿Acaso le preguntas a la tierra si quiere concebir el trigo? ¿Acaso le preguntas al trigo si quiere convertirse en pan?

Ciudadela. Antoine de Saint Exupery.

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El valor y la humanidad de la derrota

Pienso que es necesario educar a las nuevas generaciones en el valor de la derrota. En manejarse en ella. En la humanidad que de ella emerge. En construir una identidad capaz de advertir una comunidad de destino, en la que se pueda fracasar y volver a empezar sin que el valor y la dignidad se vean afectados. En no ser un trepador social, en no pasar sobre el cuerpo de los otros para llegar el primero.
Pier Paolo Pasolini

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Un muerto es más pesado que un corazón roto

Raymond Chandler en boca de Philip Marlowe, El sueño eterno, 1939.

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La magia del origami

La magia del origami

Uno de mis recuerdos más tempranos arranca conmigo sollozando, negándome a tranquilizarme hicieran lo que hicieran mis padres.

Mi padre se dio por vencido y abandonó la habitación, pero mi madre me llevó a la cocina y me sentó a la mesa del desayuno.

«Kan, kan» , dijo, mientras cogía un trozo de papel de envolver de encima de la nevera. Mi madre llevaba años abriendo con todo cuidado los envoltorios de los regalos navideños y guardándolos encima del frigorífico, en una alta pila.

Colocó el papel sobre la mesa, con la cara en blanco hacia arriba, y empezó a plegarlo. Yo dejé de llorar y la observé con curiosidad.

Ella giró el papel y lo volvió a doblar. Plisó, presionó, metió esquinas en dobleces, enrolló y retorció hasta que el papel desapareció en el hueco formado por sus manos. Entonces se llevó a la boca el paquete de papel plegado y sopló en su interior, como en un globo.

«Kan , dijo, laohu» . Apoyó las manos sobre la mesa y lo soltó.

De pie sobre la mesa había un pequeño tigre de papel, del tamaño de dos puños uno junto a otro. La piel del tigre era el dibujo del papel de envolver: fondo blanco con bastones de caramelo rojos y árboles de Navidad verdes.

Alargué la mano hacia la creación de mi madre. El animal meneó la cola y saltó juguetón hacia mi dedo. « ¡Grrr-frufrú! », gruñó, con un sonido a medio camino entre el de un gato y el del roce de las hojas de un periódico.

Me eché a reír, sorprendido, y le acaricié el lomo con el índice. El tigre de papel tembló bajo mi dedo, ronroneando.

«Zhe jiao zhezhi» , dijo mi madre. Esto se llama origami .

Aunque yo todavía no lo sabía por aquel entonces, el origami de mi madre era un tanto especial. Ella insuflaba su aliento en las figuras para así compartirlo con ellas y animarlas con su propia vida. Esta era su magia.

Mi padre había elegido a mi madre en un catálogo.

Fragmento de El zoo de papel (2011) de Ken Liu

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Los que no leen

La gente que no lee libros desconoce que una infinidad de genios muertos espera su llamada.

Una parte del todo. Steve Toltz.

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Antología de la literatura fantástica

Tornasolando el flanco a su sinuoso

paso va el tigre suave como un verso

y la ferocidad pule cual terso

topacio el ojo seco y vigoroso.

Y despereza el músculo alevoso

de los ijares, lánguido y perverso,

y se recuesta lento en el disperso

otoño de las hojas. El reposo…

El reposo en la selva silenciosa.

La testa chata entre las garras finas

y el ojo fijo, impávido custodio.

Espía mientras bate con nerviosa

cola el haz de las férulas vecinas,

en reprimido acecho… así es mi odio.

Enrique Banchs, "La Urna".

Extraído de "Antología de la literatura fantástica" de Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares. (1977)

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Cuestión de medidas

Midamos las democracias por la libertad que dan a sus disidentes, no por la que dan a sus conformistas.

Abbie Hoffman

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El puto PIB

La contratación de una cuadrilla de obreros, una semana, para construir un edificio, aumenta el PIB tanto como la contratación de la misma cuadrilla, una semana, para demoler un edificio. Con eso ya deberíamos saber de qué clase de magnitud "seria" hablamos.

Alvin Toffler. La tercera ola.

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La puñetera posteridad

Los que creen que serán reconocidos por la posteridad no es que se sobrevaloren a sí mismos, es que sobrevaloran la posteridad.

La ignorancia. Milan Kundera.

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Los que están contra el derecho a heredar

Los que están en contra de la riqueza hereditaria no sólo demuestran que son unos inútiles incapaces de crear nada para sus hijos, sino que declaran también, supongo que involuntariamente, que sus padres también lo eran.

Otto Ohlendorf. (Entrevistado por Joe Heydecker)

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Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras

Salieron de la ciudad de Soria, no sé si arrojados de la pobreza o de alguna travesura de mancebos, Francisco y Roque de Torres, ambos hermanos de corta edad y de sana y apreciable estatura. Roque, que era el más bronco, más fornido y más adelantado en días, paró en Almeida de Sayago, en donde gastó sus fuerzas y su vida en los penosos afanes de la agricultura y en los cansados entretenimientos de la aldea. Mantúvose soltero y celibato, y el azadón, el arado y una templada dieta, especialmente en el vino, a que se sujetó desde mozo, le alargaron la vida hasta una larga, fuerte y apacible vejez.

Con los repuestos de sus miserables salarios y alguna ayuda de los dueños de las tierras que cultivaba, compró cien gallinas y un borrico; y con este poderoso asiento y crecido negocio empezó la nueva carrera de su ancianidad. Siendo ya hombre de cincuenta y ocho años, metido en una chía y revuelto en su gabán, se puso a arriero de huevos y trujimán de pollos, acarreando esta mercaduría al Corrillo de Salamanca y a la Plaza de Zamora. Era en estos puestos la diversión y alegría de las gentes, y en especial de las mozas y los compradores. Fue muy conocido y estimado de los vecinos de estas dos ciudades, y todos se alegraban de ver entrar por sus puertas al sayagués, porque era un viejo desasquerado, gracioso, sencillo, barato y de buena condición. Con la afabilidad de su trato y la tarea de este pobre comercio, desquitaba las resistencias del azadón y burló los ardides y tropelías de la ociosidad, la vejez y la miseria. Vivió noventa y dos años, y lo sacó de este mundo (según las señas que me dieron los de Sayago) un cólico convulsivo. Dejó a su alma por heredera de su borrico, sus gallinas, sus zuecos y gabán, que eran todos sus muebles y raíces; y hasta hoy, que se me ha antojado a mí hacer esta memoria, nadie en el mundo se ha acordado de tal hombre.

Diego de Torres Villarroel, "Vida, ascendencia, nacimiento, crianza y aventuras". (1743-1751,  publicado por entregas).

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"El hombre que despertó en el futuro" - Laurence Manning (1933) [fragmento 2]

Su nueva amiga se presentó como Valya. Parecía ser una persona muy agradable. Pasaba tan poco tiempo conduciendo la nave y parecía prestar tan poca atención a los controles, que le preguntó sobre el curso que llevaban.

—Vamos hacia el Cerebro —replicó ella sencillamente—. Él nos guiará.

— ¿El Cerebro?

Valya le miró por un momento; después sonrió.

—Seguramente sabrás... ¡Oh, qué fantástico! ¿Nunca has oído hablar del Cerebro?

—No.

Durante los últimos diez siglos ha gobernado el mundo. ¿Viajan tan lentamente las noticias en la espesura?

—No me llegan muchas noticias. Vivo solo, ¿sabes? Cuéntame cosas de él.

— ¡Qué extraño! Nadie se lo creerá cuando lo cuente. El Cerebro es... Es una máquina que incluye todas las funciones de los seres humanos y les sobrepasa en la mayoría de ellas. Es totalmente imparcial y absolutamente infalible. Se le ha encargado del gobierno de nuestra civilización. Sólo bajo su guía hemos sido capaces de reducir las horas de trabajo de la humanidad a una hora por semana. ¡Piensa en eso, salvaje! Eres libre para vivir en nuestra ciudad, para disfrutar de todas sus comodidades, lujos y placeres como nunca te has imaginado, todo por el precio de una hora de fácil trabajo a la semana. Sé que dirás que hay otras ciudades, pero la nuestra es la residencia real del Cerebro. Las otras ciudades del mundo son meras estaciones controladas por él. ¿Seguramente preferirías vivir en el centro del mundo civilizado?

Un toque familiar recordó a Winters el viejo estilo de los vendedores de su propia época. No sabía cuál sería su propósito. No podía ni imaginarlo, pero una cosa era segura: había sido capturado, y ahora estaba siendo persuadido a vivir en una ciudad. Decidió que no diría nada absolutamente sobre sus propios asuntos hasta que pudiese enterarse de más cosas.

— ¿Dónde está tu ciudad? —preguntó.

—Media hora hacia el norte, al lado de las Grandes Cataratas.

—Pero ¿obedeces este cerebro te guste o no?

Advirtió una repentina mirada furtiva hacia el techo donde sobresalía una pequeña caja negra. La voz de su compañera tembló ligeramente al contestar:

—Ciertamente. El Gran Cerebro es infalible. ¿Quién querría actuar en forma contraria a la razón?

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Victor Hugo - Los miserables

Una cierta cantidad de ensueño es buena, como un narcótico, a dosis discretas. Esto adormece las fiebres a algunas veces obstinadas de la inteligencia en activo, y hace nacer en el espíritu un vapor fresco que corrige los ásperos contornos del pensamiento puro, colma aquí y allá lagunas e intervalos, une los conjuntos y borra los ángulos de las ideas. Pero demasiado ensueño sumerge y ahoga. Desgraciado el trabajador que se deja caer entero del pensamiento al ensueño. Cree que se remontará fácilmente, y se dice que, al fin y al cabo, es lo mismo. ¡Error!

El pensamiento es la labor de la inteligencia, el ensueño lo es de la voluptuosidad. Reemplazar el pensamiento por el ensueño es confundir un veneno con un alimento.

Marius, lo recordamos, había empezado por ahí. Había sobrevenido la pasión y había acabado de precipitarle en las quimeras sin objeto y sin fondo. Ya no salía de su casa más que para ir a soñar. Alumbramiento perezoso. Abismo tumultuoso y estancado. Y a medida que el trabajo disminuía, aumentaban las necesidades. Esto es una ley. El hombre en estado soñador es naturalmente pródigo y débil; el espíritu distendido no puede mantener la vida apretada. Hay en este modo de vivir bien mezclado con mal, pues si la debilidad es funesta, la generosidad es sana y buena. Pero el hombre pobre, generoso y noble que no trabaja, está perdido. Los recursos cesan, la necesidad surge.

Pendiente fatal, en que los más honestos y los más firmes son arrastrados como los más débiles y los más viciosos, y que desemboca en uno de estos dos agujeros: el suicidio o el crimen.

A fuerza de salir para soñar, llega un día en que se sale para arrojarse al agua.

(…) Marius bajaba por esta pendiente a pasos lentos, con los ojos fijos en la que ya no veía. Lo que acabamos de escribir parece extraño, y no obstante es cierto. El recuerdo de un ser ausente se enciende en las tinieblas del corazón, cuando ha desaparecido, irradia luz; el alma desesperada y oscura ve esta luz en su horizonte, estrella de la noche interior. Este era todo el pensamiento de Marius. No pensaba en otra cosa; sentía confusamente que su viejo traje se convertía en un traje imposible, y que su traje nuevo se iba haciendo viejo, que sus camisas se gastaban, que su sombrero se gastaba, que sus botas se gastaban, es decir, que su vida se gastaba, y se decía: «¡Si solamente pudiera verla antes de morir!»

Una única idea dulce le quedaba: que ella le había amado, que su mirada se lo había dicho, que no conocía su nombre pero conocía su alma, y que tal vez allí donde se hallaba, cualquiera que fuese ese misterioso lugar, ella le amaba aún. ¿Quién sabe si no pensaba en él, como él pensaba en ella? Algunas veces, en las horas inexplicables que tiene todo corazón que ama, sin tener más que razones de dolor, y sintiendo no obstante un oscuro estremecimiento de alegría, se decía: «¡Son sus pensamientos que vienen a mí!» Luego añadía: «¡Tal vez mis pensamientos le llegan a ella!»

Esta ilusión, que le hacía mover la cabeza un momento después, conseguía no obstante arrojarle al alma rayos que a veces parecían de esperanza. De vez en cuando, sobre todo en esa hora del atardecer que más entristece a los soñadores, dejaba caer en un cuaderno en el que no había otra cosa, el más puro, el más impersonal, el más ideal de los sueños con que el amor llenaba su cerebro. A esto llamaba «escribirle».

No hay que creer que su razón estuviera trastornada. Por el contrario. Había perdido la facultad de trabajar y de moverse firmemente hacia un fin determinado, pero tenía más que nunca clarividencia y rectitud. Marius veía con una luz tranquila y real, aunque singular, lo que sucedía ante sus ojos, incluso los hechos o los hombres más indiferentes; aplicaba a todo la palabra justa con una especie de abatimiento honesto y de cándido desinterés. Su juicio, casi desprendido de la esperanza, se mantenía alto, y planeaba.

En esta situación de espíritu, nada se le escapaba, nada le engañaba, y descubría a cada instante el fondo de la vida, de la humanidad, del destino. ¡Feliz, incluso en la angustia, aquél a quien Dios ha dado un alma digna del amor y de la desgracia! Quien no ha visto las cosas de este mundo, y el corazón de los hombres bajo esta doble luz, no ha visto nada verdadero y no sabe nada. 

El alma que ama y que sufre se halla en estado sublime. 

Por lo demás, los días se sucedían y nada nuevo surgía. Le parecía únicamente que el espacio sombrío que le quedaba por recorrer se acortaba a cada instante. Creía ya entrever distintamente el borde del abismo sin fondo.

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Sobre putas y puteros

¿Pero quién hace más mal,

aunque cualquiera mal haga?

¿La que peca por la paga

o el que paga por pecar?

Sor Juana Inés de la Cruz

menéame