LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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¿Es que a ti no te quiere nadie?

—Lo único que importa en la vida —prosiguió el hombre—, es llegar a ser alguien, llegar a tener algo. Quien llega más lejos, quien tiene más que los demás recibe lo demás por añadidura: la amistad, el amor, el honor, etcétera. Tú crees que quieres a tus amigos. Vamos a analizar esto objetivamente.

El hombre gris expulsó unos cuantos anillos de humo. Momo escondió sus pies desnudos debajo de la falda y se arrebujó todo lo que pudo en su gran chaquetón.

—Surge en primer lugar la pregunta siguiente —prosiguió el hombre gris—: ¿De qué les sirve a tus amigos el que tú existas? ¿Les sirve para algo? No. ¿Les ayuda a hacer carrera, a ganar más dinero, a hacer algo en la vida? Decididamente no. ¿Los apoyas en sus esfuerzos por ahorrar tiempo? Al contrario. Los frenas, eres como un cepo en sus pies, arruinas su futuro. Puede que hasta ahora no te hayas dado cuenta de ello, Momo, pero lo cierto es que, por el mero hecho de existir, dañas a tus amigos. En realidad, y sin quererlo, eres su enemiga. ¿Y a eso le llamas tú quererlos?

Momo no sabía qué contestar. Nunca antes había visto las cosas de este modo. Durante un instante tuvo la duda de si no tendría razón el hombre gris.

—Y por esto —prosiguió el hombre gris— queremos proteger a tus amigos de ti. Y si realmente los quieres, nos ayudarás. No podemos estarnos con los brazos cruzados viendo cómo los apartas de todas las cosas importantes. Queremos que lleguen a ser algo. Queremos lograr que los dejes en paz. Y por eso te regalamos todas estas cosas bonitas.

—¿Quiénes sois “nosotros”? —preguntó Momo, a quien le temblaban los labios.

—Nosotros, los de la caja de ahorros de tiempo —respondió el hombre gris—. Yo soy el agente n.º BLW/553/c. Personalmente no quiero más que tu bien, porque la caja de ahorros de tiempo no está para bromas.

En ese momento, Momo se acordó de lo que le habían dicho Gigi y Beppo sobre ahorrar tiempo y contagio. Le sobrevino la oscura intuición de que aquel hombre gris tenía algo que ver con el asunto. Deseaba desesperadamente que sus dos amigos estuvieran a su lado. Nunca antes se había sentido tan sola. Pero decidió no dejarse intimidar. Reunió toda su fuerza y todo su valor y se lanzó a la oscuridad y al vacío tras el que se ocultaba el hombre gris.

Éste había observado a Momo por el rabillo del ojo. No le habían pasado desapercibidos los cambios en la cara de ella. Sonrió con ironía, mientras encendía un nuevo cigarro con la colilla del anterior.

—No te esfuerces —dijo—, con nosotros no puedes.

Momo no cedió.

—¿Es que a ti no te quiere nadie? —preguntó con un susurro.

Momo ( 1973) de Michael Ende

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La chica del coño tonto

Es cierto que ella era y es todavía una mujer muy hermosa. Tenía un canal tan profundo a lo largo de la espalda que el sudor descendía hasta sus nalgas sin que se le mojara ni el vestido ni el cinturón. También ella era rara. No acabó nunca de aprender a ser amable ni siquiera consigo misma —lo más elemental de la vida—. Pero siempre fue como la esencia de un perfume caro que quema todo lo que toca. En realidad, como todas las mujeres juiciosas, tenía un coño extraordinariamente estúpido.

Paisaje pintado con té. Milorad Pavic.

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Manifiesto futurista

1. Nosotros queremos cantar el amor al peligro, el hábito de la energía y de la temeridad.

2. El coraje, la audacia y la rebeldía serán elementos esenciales de nuestra poesía.

3. Nuestra pintura y arte resalta el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada y el puñetazo.

4. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad.

5. Queremos alabar al hombre que tiene el volante, cuya lanza ideal atraviesa la Tierra, lanzada ella misma por el circuito de su órbita.

6. Hace falta que el poeta se prodigue con ardor, fausto y esplendor para aumentar el entusiástico fervor de los elementos primordiales.

7. No hay belleza sino en la lucha. Ninguna obra de arte sin carácter agresivo puede ser considerada una obra maestra. La pintura ha de ser concebida como un asalto violento contra las fuerzas desconocidas, para reducirlas a postrarse delante del hombre.

8. ¡Estamos sobre el promontorio más elevado de los siglos! ¿Por qué deberíamos protegernos si pretendemos derribar las misteriosas puertas del Imposible? El Tiempo y el Espacio morirán mañana. Vivimos ya en lo absoluto porque ya hemos creado la eterna velocidad omnipresente.

9. Queremos glorificar la guerra —única higiene del mundo—, el militarismo, el patriotismo, el gesto destructor de los anarquistas, las ideas por las cuales se muere y el desprecio por la mujer.

10. Queremos destruir y quemar los museos, las bibliotecas, las academias variadas y combatir el moralismo, el feminismo y todas las demás cobardías oportunistas y utilitarias.

11. Cantaremos a las grandes multitudes que el trabajo agita, por el placer o por la revuelta: cantaremos a las mareas multicolores y polifónicas de las revoluciones en las capitales modernas; cantaremos al febril fervor nocturno de los arsenales y de los astilleros incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas devoradoras de serpientes que humean, en las fábricas colgadas en las nubes por los hilos de sus humaredas; en los puentes parecidos a gimnastas gigantes que salvan los ríos brillando al sol como cuchillos centelleantes; en los barcos de vapor aventureros que olfatean el horizonte, las locomotoras de ancho pecho que piafan en los raíles como enormes caballos de acero embridados con tubos, y el vuelo deslizante de los aeroplanos, cuya hélice ondea al viento como una bandera y parece aplaudir como una muchedumbre entusiasta.

Es desde Italia donde lanzaremos al mundo este manifiesto nuestro de violencia atropelladora e aventureros que huelen el horizonte, en las locomotoras de pecho ancho que pisan los raíles como enormes caballos de acero embridados de tubos y al vuelo resbaladizo de los aviones cuya hélice cruje al viento como una bandera y parece que aplauda como una loca demasiado entusiasta.incendiaria, con el cual fundamos hoy el "futurismo", porque queremos liberar este país de su fétida gangrena de profesores, de arqueólogos, de cicerones y de anticuarios.

Ya durante demasiado tiempo Italia ha sido un mercado de antiguallas. Nosotros queremos liberarla de los innumerables museos que la cubren toda de cementerios innumerables.

Filippo Tommaso Marinetti, ''Le Figaro'' (20 de febrero de 1909)

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La última noche

Walter Such era traductor. Le gustaba escribir con una pluma estilográfica verde que tenía por costumbre dejar suspendida en el aire después de cada frase, casi como si su mano fuera un artefacto mecánico. Podía recitar frases de Blok en ruso y luego dar la traducción alemana de Rilke, resaltando la belleza de las palabras. Era un hombre sociable pero también quisquilloso, que tartamudeaba un poco al principio y que vivía con su mujer de un modo satisfactorio para ambos. Pero Marit, su mujer, estaba enferma.

Ahora estaba sentado con Susanna, una amiga de la familia. Por fin, oyeron bajar a Marit y la vieron entrar en la sala. Llevaba un vestido de seda rojo que la hacía parecer seductora, con sus pechos sueltos y su melena oscura. En las cestas blancas de alambre que tenía en el armario había pilas de prendas dobladas, ropa interior, de deporte, camisones, los zapatos remetidos debajo, en el suelo. Cosas que ya no iba a necesitar. También joyas, brazaletes y collares, y un joyero lacado donde guardaba todos sus anillos. Había estado revolviéndolo largo rato y elegido algunos. No quería que sus dedos, ahora huesudos, se vieran desnudos.

—Estás mu-muy guapa —dijo su marido.

—Me siento como si fuera mi primera cita. ¿Estáis tomando una copa?

—Sí.

—Creo que tomaré algo yo también. Con mucho hielo —dijo.

Se sentó.

—No tengo energías —continuó—, eso es lo más horrible. Nada de nada. Me he quedado sin fuerzas. Ni siquiera me gusta levantarme y andar un poco.

—Debe de ser muy duro —opinó Susanna.

—Ni te lo imaginas.

Walter volvió con la copa y se la tendió a su mujer.

—Felices días —dijo ella. Luego, como si de repente recordara, les sonrió. Una sonrisa aterradora. Parecía indicar justo lo contrario.

Era la noche que habían elegido. En un plato, dentro de la nevera, estaba la jeringuilla. Su médico les había proporcionado el contenido. Pero antes una cena de despedida, si ella se veía capaz. Pero que no fueran ellos dos solos, había dicho Marit. Cosas del instinto. Se lo habían preguntado a Susanna en vez de a otra persona más próxima y afligida, como la hermana de Marit, con la cual, de todos modos, ella no mantenía buenas relaciones, o algún otro amigo de más edad. Susanna era más joven. Tenía la cara ancha y una frente alta y despejada. Parecía la hija de un profesor o un banquero, ligeramente díscola. Una guarra, había comentado de ella uno de sus amigos, no sin cierta admiración.

Susanna, que llevaba una falda corta, estaba ya un poco nerviosa. Era difícil fingir que sería una cena como cualquier otra. Le costaría mostrarse natural y desenvuelta. Había llegado cuando empezaba a caer la tarde. La casa con sus ventanas iluminadas —parecía que lo estaban todas las habitaciones— destacaba entre las demás como si allí se celebrase algún festejo.

Marit contempló los objetos de la sala, las fotografías con marco plateado, las lámparas, los tomos grandes sobre surrealismo, paisajismo o casas de campo que siempre había querido sentarse a leer, las sillas, incluso aquella alfombra de bello color apagado. Lo miró todo como si estuviera haciendo inventario cuando, de hecho, no significaba nada para ella. El pelo largo de Susanna y su lozanía sí significaban algo, aunque no estaba segura de qué.

Ciertos recuerdos es lo que uno lleva consigo durante mucho tiempo, pensó, recuerdos anteriores incluso a Walter, de cuando era una niña. Su casa, no esta sino la primera con la cama de su infancia, la ventana del rellano desde la que contemplaba las tormentas de invierno, su padre inclinado sobre ella para darle las buenas noches, la luz de una lámpara a la que su madre acercaba la muñeca para ajustarse una pulsera.

Esa casa. El resto era menos denso. El resto era una novela larga muy parecida a su vida; uno pasaba por ella sin pensar y, de repente, un día terminaba: las manchas de sangre.

—He tomado muchos de estos —reflexionó Marit.

—¿Te refieres a la bebida? —preguntó Susanna.

—Sí.

—A lo largo de los años, quieres decir.

—Sí, de los años. ¿Qué hora es ya?

—Las ocho menos cuarto —dijo su marido.

—¿Vamos?

—Como quieras —dijo él—. No hay prisa.

—No quiero ir con prisas.

De hecho, tenía pocos deseos de ir. Era dar un paso más.

—¿Para qué hora reservaste mesa? —preguntó.

—Podemos ir cuando queramos.

—Entonces, en marcha.

Era en el útero y desde allí había subido hasta los pulmones. Al final, ella lo había aceptado. Más arriba del cuello recto de su vestido la piel, pálida, parecía irradiar oscuridad. Ya no se parecía a sí misma. Lo que fue había desaparecido, le había sido arrebatado. El cambio era terrible, sobre todo en el rostro. Ahora tenía una cara que era para la otra vida y para quienes encontrara allí. A Walter le costaba recordar cómo había sido en otro tiempo. Era una mujer casi diferente de aquella a quien había prometido asistir cuando llegara el momento.

Susanna ocupó el asiento trasero del coche. Las calles estaban desiertas. Pasaron frente a casas en cuya planta baja se veía una luz palpitante, azulada. Marit iba en silencio. Sentía tristeza pero también una especie de confusión. Estaba tratando de imaginar lo que pasaría el día de mañana, sin ella allí para verlo. No pudo imaginárselo. Era difícil pensar que el mundo seguiría existiendo.

En el hotel aguardaron junto a la barra, que estaba muy animada. Hombres sin chaqueta, chicas charlando o riendo ruidosamente, chicas ajenas a todo. En las paredes había grandes carteles franceses, viejas litografías en marcos oscuros.

—No reconozco a nadie —comentó Marit—. Por suerte —añadió.

Walter había visto a una pareja a la que conocían, los Apthall.

—No mires —dijo—. No nos han visto. Conseguiré una mesa en la otra sala.

—¿Nos han visto? —preguntó Marit cuando estuvieron sentados—. No tengo ganas de hablar con nadie.

—Aquí estamos bien —dijo él.

El camarero llevaba un delantal blanco y una pajarita negra. Les pasó el menú y una carta de vinos.

—¿Quieren que les traiga algo para beber?

—Desde luego, sí —dijo Walter.

Estaba mirando la carta con sus precios en orden más o menos ascendente. Había un Cheval Blanc por quinientos setenta y cinco dólares.

—¿Tienen este Cheval Blanc?

—¿El de mil novecientos ochenta y nueve? —preguntó el camarero.

—Sí, tráiganos una botella.

—¿Qué es Cheval Blanc? ¿Vino blanco? —preguntó Susanna cuando el camarero se hubo alejado.

—No, tinto —repuso Walter.

—¿Sabes?, has sido muy amable acompañándonos —le dijo Marit a Susanna—. Es una noche muy especial.

—Sí.

—Normalmente no pedimos vinos tan buenos —explicó ella.

Habían comido allí a menudo, los dos, habitualmente cerca de la barra, con sus relucientes hileras de botellas. Nunca habían pedido un vino más caro de treinta y cinco dólares.

¿Cómo se encontraba?, le preguntó Walter mientras esperaban. ¿Se encontraba bien?

—No sé cómo expresar cómo me siento. Estoy tomando morfina —le dijo ella a Susanna—. La cosa funciona, pero… —Dejó la frase sin terminar—. Hay muchas cosas que no tendrían que pasarle a una —concluyó.

La cena transcurrió casi en silencio. Era difícil hablar despreocupadamente. Sin embargo, tomaron dos botellas de aquel vino. Nunca volvería a beber nada tan bueno, pensó Walter sin poder evitarlo. Sirvió a Susanna lo que quedaba de la segunda botella.

—No —dijo—, deberías tomarlo tú. Te toca a ti.

—Ya ha bebido bastante —intervino Marit—. Pero era bueno, ¿verdad?

—Fabuloso.

—Hace que te des cuenta de cosas… no sé, de ciertas cosas. Habría sido estupendo beber siempre este vino. —Lo dijo de un modo que resultó tremendamente conmovedor.

Empezaban a sentirse mejor. Después de estar un rato más a la mesa, fueron hacia la salida. En la barra aún había mucho bullicio.

Marit miró por la ventanilla mientras volvían en coche. Estaba cansada. Iban a casa. El viento agitaba la copa de los árboles en sombra. En el cielo había nubes azules, brillantes como si fuera de día.

—Hace una noche muy bonita, ¿verdad? —comentó Marit—. Estoy asombrada. ¿Me equivoco?

—No. —Walter carraspeó—. Muy bonita.

—¿Te has fijado? —preguntó ella a Susanna—. Seguro que sí. ¿Cuántos años tienes? Lo he olvidado.

—Veintinueve.

—Veintinueve —repitió Marit. Se quedó callada unos momentos—. No hemos tenido hijos —prosiguió al cabo—. ¿Te gustaría tener hijos?

—Oh, a veces creo que sí. No he pensado demasiado en ello. Para eso supongo que primero tienes que casarte.

—Ya te casarás.

—Quizá.

—Podrías casarte cuando quisieras —dijo Marit.

Estaba cansada cuando llegaron a la casa. Fueron a sentarse al salón como si hubieran vuelto de una gran fiesta pero aún no quisieran acostarse. Walter pensaba en lo que se avecinaba, la luz de la nevera encendiéndose al abrir la puerta. La aguja de la jeringuilla era afilada, la punta de acero inoxidable cortada al sesgo y como una cuchilla de afeitar. Tendría que introducírsela en la vena. Trató de no pensar más en ello. Ya se las apañaría. Cada vez estaba más nervioso.

—Me acuerdo de mi madre —dijo Marit—. Al final quiso contarme cosas, cosas que habían pasado cuando yo era joven. Rae Mahin se había acostado con Teddy Hudner. Anne Herring también. Las dos estaban casadas. Teddy Hudner no estaba casado. Trabajaba en publicidad y jugaba mucho al golf. Mi madre siguió habla que te habla, sobre quién se había acostado con quién. Eso fue lo que quiso contarme al final. Por supuesto, en aquella época, Rae Mahin era un monumento.

Luego dijo:

—Creo que me voy arriba.

Se levantó.

—Estoy bien —le dijo a su marido—. No subas todavía. Buenas noches, Susanna.

Cuando se quedaron a solas, Susanna dijo:

—He de irme.

—No, por favor. Quédate.

Ella negó con la cabeza.

—No puedo —dijo.

—Por favor, quédate. Dentro de nada voy a subir, pero cuando baje no podré estar solo. Te lo ruego.

Silencio.

—Susanna.

Guardaron silencio.

—Ya sé que le has dado muchas vueltas —dijo ella.

—Desde luego.

Minutos después, Walter miró el reloj; empezó a decir algo pero se calló. Al cabo de un rato, volvió a mirar el reloj y salió de la sala.

La cocina tenía forma de L, anticuada y sin criterio, con un fregadero esmaltado en blanco y armarios de madera pintados muchas veces. En veranos pasados habían hecho conservas cuando en la escalera de la estación vendían cajas de fresas, fresas inolvidables, su fragancia como de perfume. Aún quedaban unos tarros. Fue a la nevera y abrió la puerta.

Allí estaba, con sus rayitas grabadas en los costados. Contenía diez centímetros cúbicos. Trató de pensar la manera de no seguir adelante. Si dejaba caer la jeringuilla, si se rompía… podría decir que le había temblado la mano.

Sacó el platillo y lo cubrió con un paño de cocina. Así era peor. Retiró el paño y cogió la jeringuilla, sosteniéndola de varias maneras, para finalmente casi esconderla pegada a la pierna. Se sentía liviano como una hoja de papel, desprovisto de fuerzas.

Marit se había preparado. Se había puesto un camisón de raso color marfil, muy abierto en la espalda, y maquillado los ojos. El camisón que llevaría en la otra vida. Había hecho un esfuerzo por creer en un mundo después de este. La travesía se hacía en barca, algo que los antiguos sabían con certeza. Parte de un collar de plata descansaba sobre su clavícula. Estaba fatigada. El vino había hecho efecto, pero ella no se sentía serena.

Walter se detuvo en el umbral, como si esperara autorización. Ella lo miró sin hablar. Vio que tenía la jeringuilla en la mano. El corazón le latía alocadamente pero estaba decidida a que no se le notara.

—Bueno, cariño —dijo.

Walter intentó responder. Vio que se había pintado los labios; su boca parecía oscura. Había dispuesto sobre la cama algunas fotografías.

—Entra.

—No, ahora vuelvo —acertó a decir él.

Bajó corriendo. Iba a flaquear: necesitaba un trago. El salón estaba vacío. Susanna se había marchado. Nunca se había sentido tan absolutamente solo. Fue a la cocina y se sirvió un vaso de vodka, inodoro y transparente. Lo bebió de un trago. Volvió a subir lentamente y se sentó en la cama al lado de su mujer. El vodka lo estaba emborrachando. Se sentía como si fuera otra persona.

—Walter —dijo ella.

—¿Sí?

—Esto que hacemos es lo correcto.

Le tocó la mano. Eso, de algún modo, lo asustó, como si pudiera ser una invitación a irse con ella.

—¿Sabes? —dijo Marit con voz serena—, te he querido tanto como jamás he querido a nadie en el mundo… Suena muy sensiblero, ya sé.

—¡Ah, Marit! —exclamó él.

—¿Tú me querías?

A Walter se le revolvió el estómago.

—Sí —dijo—. ¡Sí!

—Cuídate mucho.

—Sí.

En realidad gozaba de buena salud; estaba un poco más grueso de la cuenta, pero aun así… Su prominente abdomen de erudito estaba cubierto por una capa de suave vello oscuro, sus manos y uñas siempre cuidadas.

Ella se inclinó para abrazarlo. Lo besó. Dejó de sentir miedo durante un instante. Volvería a vivir, volvería a ser joven como lo había sido. Extendió el brazo. En su cara interna eran visibles dos venas gris verdoso. Él empezó a apretar para levantarlas. Ella no miraba.

—¿Recuerdas cuando yo trabajaba en Bates y nos vimos por primera vez? —preguntó Marit—. Lo supe enseguida.

La aguja fluctuó mientras él trataba de situarla.

—Tuve suerte —añadió ella—. Tuve mucha suerte.

Él apenas respiraba. Esperó, pero ella no dijo nada más. Casi sin dar crédito a lo que estaba haciendo, introdujo la aguja —no costó nada— y procedió a inyectar el contenido de la jeringuilla. La oyó suspirar. Tenía los ojos cerrados cuando se tumbó con expresión apacible. Había subido a bordo. Dios mío, pensó él, Dios mío. La había conocido cuando ella tenía ventipocos años, las piernas largas y el alma inocente. Ahora la había deslizado bajo el flujo del tiempo, como en un sepelio marino. Su mano aún estaba caliente. Se la llevó a los labios. Luego subió la colcha para taparle las piernas. La casa estaba increíblemente serena. El silencio se había adueñado de ella, el silencio de un acto fatídico. No oyó que soplara viento.

Bajó lentamente la escalera. Le sobrevino una sensación de alivio, de tremendo alivio y tristeza. Fuera, las monumentales nubes azules llenaban la noche. Se quedo allí de pie unos minutos, y entonces vio a Susanna sentada en su coche, inmóvil. Ella bajó la ventanilla al acercarse él.

—No te has ido —dijo Walter.

—Era incapaz de quedarme en la casa.

—Ya está. Entra. Voy a tomar una copa.

Estuvieron en la cocina, ella de pie con los brazos cruzados, una mano en cada codo.

—No ha sido horrible —decía él—. Es solo que me siento… no sé.

Bebieron de pie.

—¿De veras quiso ella que yo viniera? —preguntó Susanna.

—Cariño, fue sugerencia suya. Ella no sabía nada.

—Me extraña.

—Créeme. Nada.

Susanna dejó su vaso.

—No, tómatelo —dijo él—. Te hará bien.

—Tengo una sensación rara.

—¿Rara? ¿No tendrás ganas de vomitar?

—No sé.

—No vomites. Ven. Espera, te daré un vaso de agua.

Ella se concentró en respirar con regularidad.

—Estarás mejor si te tumbas un rato —afirmó él.

—No; me encuentro bien.

—Ven.

La llevó —ella con su falda corta, su blusa— a una habitación contigua a la puerta principal y la hizo sentar en la cama. Ella tomaba aire a inspiraciones cortas.

—Susanna.

—Qué.

—Te necesito.

Lo oyó a medias. Su cabeza estaba echada hacia atrás como la de una mujer que suspira por Dios.

—No debería haber bebido tanto —murmuró.

Él empezó a desabrocharle la blusa.

—No —dijo ella, tratando de abotonársela.

Ya le estaba desabrochando el sostén. Emergieron sus impresionantes pechos. No podía dejar de mirarlos. Los besó apasionadamente. Ella notó que la apartaba un poco para retirar la colcha que cubría las sábanas blancas. Intentó decir algo, pero él le puso la mano en la boca y la hizo tumbar. Empezó a devorarla, estremeciéndose como de miedo hacia el final y estrechándola con fuerza entre sus brazos. Los venció un sueño profundo.

Muy de mañana, la luz era diáfana y de un brillo intenso. La casa, que obstaculizaba su paso, se volvió más blanca todavía. Destacaba entre las casas vecinas, pura y serena. La sombra fina de un olmo alto que había al lado parecía dibujada a lápiz en su fachada. Detrás estaba el amplio césped por el que Susanna había paseado durante un recorrido organizado de jardines particulares el día que él la vio por primera vez, alta y de buen talle. Una imagen que había sido incapaz de borrar, aunque lo otro había empezado más tarde, cuando Susanna ayudó a Marit a reorganizar el jardín.

Se sentaron a tomar café. Eran cómplices, despiertos desde hacía poco, sin mirarse demasiado el uno al otro. Walter, sin embargo, la estaba admirando. Sin maquillar era todavía más atractiva. No se había peinado la melena. Se la veía muy accesible. Tendría que hacer algunas llamadas, pero él no pensaba en eso. Era demasiado pronto. Pensaba en días venideros. Mañanas futuras. Al principio casi no oyó el rumor a su espalda. Fue una pisada, y luego otra (Susanna palideció), a medida que Marit bajaba tambaleante por la escalera. El maquillaje de su cara estaba agrietado y el carmín mostraba fisuras. Walter se quedó mirándola sin dar crédito a sus ojos.

—Algo no funcionó —dijo ella.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Walter estúpidamente.

—No; debiste de hacerlo mal.

—Oh, Dios —murmuró él.

Ella se sentó en el escalón inferior. No parecía haber reparado en Susanna.

—Yo creía que ibas a ayudarme —dijo, y rompió a llorar.

—No entiendo qué ha pasado —contestó él.

—Todo mal —insistió Marit. Y a Susanna—: ¿Todavía estás aquí?

—Me iba a marchar ahora.

—No lo entiendo —dijo otra vez Walter.

—Tendré que empezar de nuevo —se lamentó Marit.

—Lo siento —se disculpó él—, lo siento mucho.

No se le ocurrió otra cosa que decir. Susanna había ido a buscar su ropa. Se marchó por la puerta principal.

Así fue como Walter y Susanna se separaron, tras ser descubiertos por Marit. Se vieron dos o tres veces con posterioridad, a instancias de él, pero no sirvió de nada. Lo que sea que une a las personas había desaparecido. Ella le dijo que no podía evitarlo. Que las cosas eran así.

La última noche y otros relatos. James Salter

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Individualismo

No podemos construir un gran edificio si cualquier cerdo se cree con el derecho de construir una pocilga en su parte del terreno.

El espía que surgió del frío. John Le Carre.

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Lo que es la transición

La transición de la dictadura a la democracia consiste en convertir una pocilga en un piso turístico, pero sin echar a los cerdos.

Poder y resistencia. Ilja Trojanow.

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Aquí es imposible que haya una guerra

PABLO: ¿Aquí?

LUIS: Sí, esto podría ser un buen campo de batalla. En aquel bosquecillo está emboscada la infantería. Por la explanada avanzan los tanques. Los tanques y la infantería son alemanes. Y allí, en aquella casa que están construyendo, se han parapetado los franceses.

PABLO: Aquello va a ser el Hospital Clínico.

LUIS: Ya, ya lo sé.

PABLO: También habría nidos de ametralladoras.

LUIS: Sí, aquí, donde estamos nosotros. Un nido de ametralladoras de los franceses. (Gatean hasta la elevación por la que se han dejado caer. Imitan las ametralladoras) Ta-ta-ta-ta…

PABLO: Ta-ta-ta-ta…

LUIS: Primero avanzan los tanques. Es para preparar el ataque de la infantería… Alguno vuela por los aires, despanzurrado… ¿No lo ves?

(PABLO le mira, sorprendido).

LUIS: Aquel de allí… Es porque todo este campo está minado por los franceses… ¡Dispara, dispara, Pablo, que ya sale la infantería del bosquecillo! ¡Ta-ta-ta! ¡Ta-ta-ta!

PABLO: (Que se ha quedado mirando fijamente a LUIS). ¡Pero bueno, tú estás chalado perdido!

LUIS: (Suspende su ardor combativo). Hombre, no vayas a pensar que todo esto me lo creo.

PABLO: Pues lo parece.

LUIS: No es eso. Lo que quería explicarte es que si leo una novela de guerra, pues lo veo todo… Y luego, si salgo al campo, lo vuelvo a ver. Aquí veo a los soldados de El tanque número 13 y de Sin novedad en el frente, que también la he leído. Y lo mismo me pasa con las del Oeste o las policíacas, no te creas…

(Por la expresión de PABLO se entiende que no tiene muy buena opinión del estado mental de su amigo).

LUIS: (Se ha quedado un momento en silencio, contemplando el campo). ¿Te imaginas que aquí hubiera una guerra de verdad?

PABLO: Pero ¿dónde te crees que estás? ¿En Abisinia? ¡Aquí qué va a haber una guerra!

LUIS: Bueno, pero se puede pensar.

PABLO: Aquí no puede haber guerra por muchas razones.

LUIS: ¿Por cuáles?

PABLO: Pues porque para una guerra hace falta mucho campo o el desierto, como en Abisinia, para hacer trincheras. Y aquí no se puede porque estamos en Madrid, en una ciudad. En las ciudades no puede haber batallas.

LUIS: Sí, es verdad.

PABLO: Y, además, está muy lejos la frontera. ¿Con quién podía España tener una guerra? ¿Con los franceses? ¿Con los portugueses? Pues fíjate, primero que lleguen hasta aquí, la guerra se ha acabado.

LUIS: Hombre, yo decía suponiendo que este sitio estuviera en otra parte, que no fuera la Ciudad Universitaria, ¿comprendes? Que estuviera, por ejemplo, cerca de los Pirineos.

PABLO: ¡Ah!, eso sí. Pero mientras este sitio esté aquí es imposible que haya una guerra.

LUIS: Sí, claro. Tienes razón.

Las bicicletas son para el verano -Fernando Fernán Gómez

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Topología De La Violencia

Topología De La Violencia

“La sociedad disciplinaria de Foucault, que consta de hospitales, psiquiátricos, cárceles, cuarteles y fábricas, ya no se corresponde con la sociedad de hoy en día. En su lugar se ha establecido desde hace tiempo otra completamente diferente, a saber: una sociedad de gimnasios, torres de oficinas, bancos, aviones, grandes centros comerciales y laboratorios genéticos. La sociedad del siglo XXI ya no es disciplinaria, sino una sociedad de rendimiento. Tampoco sus habitantes se llaman ya «sujetos de obediencia», sino «sujetos de rendimiento». Estos sujetos son emprendedores de sí mismos.” Topología de la violencia, Byung-Chul Han

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Solsticio de invierno

En el cielo del amanecer brillaba con fuerza aquel insólito lucero que la gente común contemplaba con asombro, pero el capitán sabía que era uno de los satélites de comunicaciones que permitían a su ejército mantener la supremacía en aquella guerra interminable.

-Mi capitán- transmitió el cabo. -Aquí solo hay varios civiles refugiados, unos pastores que han perdido el rebaño por el impacto de un obús y una mujer a punto de dar a luz.

El capitán, desde la torreta del carro, observaba el establo con los prismáticos.

-Registradlo todo con cuidado.

-Mi capitán -transmitió otra vez el cabo-, también hay un perturbado, vestido con una túnica blanca, que dice que va a nacer un salvador y otras cosas raras.

-A ese me lo traéis bien sujeto.

-Mi capitán -añadió el cabo, con la voz alterada-, la mujer se ha puesto de parto.

-Bienvenido al infierno- murmuró el capitán, con lástima.

A la luz del alba, aparecieron en la loma cercana las figuras de tres camellos cargados de bultos y montados por jinetes de raras vestiduras, y el capitán los observaba acercarse, indeciso.

-Abrid fuego -ordenó al fin. -No quiero sorpresas.

José María Merino, "Solsticio de invierno."

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Somos una generación que nunca volverá - anónimo

Somos una generación que nunca volverá - anónimo

Una generación que caminó a la escuela y luego regresó.

Una generación que hizo los deberes sola para salir lo antes posible a jugar a la calle.

Una generación que pasaba todo su tiempo libre en la calle con sus Amigos.

Una generación que jugaba a las escondidas cuando oscurecía.

Una generación que hacía tortas de barro.

Una generación que coleccionó tarjetas deportivas.

Una generación que encontró, recogió y lavó y devolvió botellas de coca-cola vacías al supermercado local por 5 centavos cada una, luego compró un Mountain Dew y una barra de chocolate con el dinero.

Una generación que fabricaba juguetes de papel con sus propias manos.

Una generación que compró discos de vinilo para tocar en tocadiscos.

Una generación que recopiló fotos y álbumes de recortes.

Una generación que jugaba juegos de mesa y cartas en los días de lluvia.

Una generación cuya televisión se apagó a la medianoche después de tocar el Himno Nacional.

Una generación que tuvo padres que estuvieron ahí.

Una generación que se reía bajo las sábanas de la cama para que los padres no supieran que aún estábamos despiertos.

Me encantaba crecer cuando lo hice.

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Mark Twain: Las reglas que rigen el arte literario requieren...

1.- Que un relato debe conseguir algo y llegar a algún lado.

2.- Que los episodios de un relato sean partes necesarias del relato y ayuden a desarrollarlo.

3.- Requieren que los personajes de un relato estén vivos, excepto en el caso de los cadáveres, y que siempre el lector pueda distinguir los cadáveres de los demás.

4.- Que los personajes de un relato, tanto vivos como muertos, muestren una excusa suficientemente buena para estar allí.

5.- Requieren que cuando los personajes de un relato tengan una conversación, ésta suene como charla humana, y se hablará como los seres humanos probablemente hablarían en las circunstancias dadas, y deben tener un significado reconocible, también un propósito reconocible y mostrar relevancia, y permanecer en el vecindario del tema en cuestión, y ser interesante para el lector, y ayudar a la historia, y detenerse cuando los personajes no pueden pensar en nada más que decir.

6.- Que cuando el autor describe al personaje en su relato, la conducta y la conversación de ese personaje justifiquen dicha descripción.

7.- Requieren que los personajes de un relato se limiten a las posibilidades y dejen en paz los milagros; o, si se aventuran a hacer un milagro, el autor debe exponerlo de manera tan plausible como para que parezca posible y razonable.

8.- Que el autor haga que el lector sienta un profundo interés por los personajes de su relato y en su destino; y que hará que el lector ame a las personas buenas del relato y odie a las malas.

9.- Requieren que los personajes de un relato estén tan claramente definidos que el lector pueda decir de antemano qué hará cada uno en una situación de emergencia dada.

Mark Twain.

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Hollywood

Estábamos en una ferretería.

"¿Sí?", preguntó el dependiente.

"Necesito una sierra", dijo Jon, "una motosierra eléctrica".

El empleado se dirigió a un expositor de pared y volvió con una cosa naranja.

"Esta es una Black and Decker, una de las mejores".

"¿Dónde va la cuchilla?", preguntó Jon. "¿Cómo se coloca?"

"Oh, es bastante fácil", dijo el empleado. Cogió una cuchilla y la colocó.

Jon la miró. La hoja tenía unos dientes muy grandes.

"Umm", dijo Jon, "esa no es exactamente la cuchilla que estaba buscando".

"¿Qué tipo de hoja quiere?", preguntó el dependiente.

Jon se lo pensó un momento. Luego dijo: "Algo para cortar trozos pequeños...".

"Ah", dijo el dependiente, "¿qué tal esto?".

Le tendió una cuchilla nueva. Tenía dientes finos, muy juntos, afilados.

"Sí", dijo Jon, "eso es lo que quiero. Eso servirá".

"¿Efectivo o tarjeta de crédito?", preguntó el dependiente.

 

De vuelta al coche para reanudar la huelga de hambre, le pregunté a Jon: "Esto no lo vas a hacer en serio, ¿verdad?"

"Por supuesto, voy a empezar por el dedo meñique de la mano izquierda. ¿Para qué sirve?".

"Es el que se usa para pulsar la tecla 'a' en la máquina de escribir".

"Escribiré sin usar la 'a'".

"Escucha, amigo, ¿no hay forma de darle la vuelta a todo esto y olvidarlo?"

"No. En absoluto."

"¿Y vas a estar allí a las 9 de la mañana?"

"En el despacho de su abogado. Con esto en marcha. Lo haré a menos que se estrene la película".

Le creí. Fue la forma en la que lo dijo: una simple declaración de hechos sin tintes melodramáticos.

"¿Me esperarás antes de entrar en el despacho del abogado?"

"Sí, pero debes llegar a tiempo. ¿Llegarás a tiempo?"

"Llegaré a tiempo", dije. Condujimos de vuelta hacia Firepower.

 

"Hollywood", Charles Bukowski

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1984 - George Orwell

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él. El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. 

(...)

Nada era del individuo a no ser unos cuantos centímetros cúbicos dentro de su cráneo.

(...)

Esta era la más refinada sutileza del sistema: inducir conscientemente a la inconsciencia, y luego hacerse inconsciente para no conocer que se había realizado un acto de autosugestión. 

(...)

Afuera, incluso a través de los ventanales cerrados, el mundo parecía frío. Calle abajo se formaban pequeños torbellinos de viento y polvo; los papeles rotos subían en espirales y, aunque el sol lucía y el cielo estaba intensamente azul, nada parecía tener color a no ser los carteles pegados por todas partes. La cara de los bigotes negros miraba desde todas las esquinas que dominaban la circulación. En la casa de enfrente había uno de estos cartelones. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las grandes letras, mientras los sombríos ojos miraban fijamente a los de Winston. En la calle, en línea vertical con aquél, había otro cartel roto por un pico, que flameaba espasmódicamente azotado por el viento, descubriendo y cubriendo alternativamente una sola palabra: INGSOC. A lo lejos, un autogiro pasaba entre los tejados, se quedaba un instante colgado en el aire y luego se lanzaba otra vez en un vuelo curvo. Era de la patrulla de policía encargada de vigilar a la gente a través de los balcones y ventanas. Sin embargo, las patrullas eran lo de menos. Lo que importaba verdaderamente era la Policía del Pensamiento.

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La inteligencia de la masa

La inteligencia de la criatura conocida como "muchedumbre" es igual a la raíz cuadrada del número de personas que la componen.

Terry Pratchett.

(No dejo de pensar en este aforismo desde lo del coronavirus)

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La muerte roja

Durante mucho tiempo, la "Muerte Roja" había devastado la comarca. Jamás peste alguna fue tan fatal, tan horrible. Su encarnación era la sangre: el rojo y el horror de la sangre. Se producían dolores agudos, un repentino vértigo, luego los poros rezumaban abundante sangre, y la disolución del ser. Manchas púrpuras en el cuerpo y particularmente en el rostro de la víctima, segregaban a ésta de la humanidad y la cerraban a todo socorro y a toda compasión. La invasión, el progreso y el resultado de la énfermedad eran cuestión de media hora.

Pero el príncipe Próspero era feliz, intrépido y sagaz. Cuando sus dominios perdieron la mitad de su población, llamó a un millar de amigos fuertes, vigorosos y alegres de corazón, escogidos entre los caballeros y las damas de su corte, y con ellos formó un refugio recóndito en una de sus abadías fortificadas. Era una construcción vasta y magnífica, creación del propio príncipe, de gusto excéntrico y, no obstante, grandioso. La rodeaba un espeso y elevado muro, y este muro tenía puertas de hierro. Una vez que entraron en ella los cortesanos, se sirvieron de hornillos y de mazas para soldar los cerrojos. Resolvieron atrincherarse contra los súbitos impulsos de la desesperación del exterior y cerrar toda salida a los frenesíes del interior. La abadía fue abastecida ampliamente. Gracias a estas precauciones, los cortesanos podían desafiar al contagio. Que el mundo exterior se las compusiera como pudiese. Entretanto, sería una locura afligirse o meditar. El príncipe había provisto aquella morada de todos los medios de placer. Había bufones, improvisadores, danzarines, músicos, hermosura en todas sus formas, y había también vino. Dentro, había todas estas bellas cosas, y además, seguridad. Fuera, la "Muerte Roja".

La máscara de la muerte roja, Edgar Allan Poe (1842)

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Carencias

Faltarán jueces...

Faltarán abogados...

Faltarán delincuentes...

¿Pero verdugos? Verdugos nunca faltan.

El archivo de Egipto. Leonardo Sciascia.

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Profecía en la Tierra Media

Muchas esperanzas se marchitarán en esta amarga primavera.

El señor de los anillos. J.R.R. Tolkien

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La eterna situación

Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría, y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto.  En una palabra, aquella época era tan parecida a la actual, que nuestras más notables autoridades insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo.

(Charles Dickens, Historia de Dos Ciudades, 1859)

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Ya no se pueden leer las calles

Hubo un tiempo en el que yo me creía capaz de leer las calles de mi ciudad. Me creía capaz de escudriñar sus rampas y pasajes, sus depósitos humeantes, y hallar algún sentido a las cosas. Pero ahora ya no me creo capaz. O bien he perdido la capacidad, o tal vez las calles se estén volviendo más difíciles de leer. O ambas cosas. No puedo leer libros, que se supone son fáciles, fáciles de leer. Nada de extraño, entonces, que no pueda leer las calles, que, como todos sabemos, son difíciles y duras —revestidas de metal, reforzadas con macizo hormigón armado—. Y cada vez más difíciles, más duras. Analfabetas ellas mismas, las calles son ilegibles. Sencillamente, ya no se dejan leer.

Campos de Londres. Martin Amis

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Terrible verdad literaria

En tiempos de Cervantes, el premio Cervantes se lo habrían dado a Lope de Vega.

Manual de literatura para caníbales. Rafael Reig.

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Preguntas de un obrero ante un libro

Tebas, la de las Siete Puertas, ¿quién la construyó?

En los libros figuran los nombres de los reyes.

¿Arrastraron los reyes los grandes bloques de piedra?

Y Babilonia, destruida tantas veces,

¿quién la volvió a construir otras tantas? ¿En qué casas

de la dorada Lima vivían los obreros que la construyeron?

La noche en que fue terminada la Muralla china,

¿adónde fueron los albañiles? Roma la Grande

está llena de arcos de triunfo. ¿Quién los erigió?

¿Sobre quiénes triunfaron los Césares? Bizancio, tan cantada,

¿tenía sólo palacios para sus habitantes? Hasta en la fabulosa Atlántida,

la noche en que el mar se la tragaba, los habitantes clamaban

pidiendo ayuda a sus esclavos.

El joven Alejandro conquistó la India.

¿Él solo?

César venció a los galos.

¿No llevaba consigo ni siquiera un cocinero?

Felipe II lloró al hundirse

su flota. ¿No lloró nadie más?

Federico II venció la Guerra de los Siete Años.

¿Quién la venció, además?

Una victoria en cada página.

¿Quién cocinaba los banquetes de la victoria?

Un gran hombre cada diez años.

¿Quién pagaba sus gastos?

Una pregunta para cada historia.

Bertolt Brecht: Preguntas de un obrero ante un libro

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La verdadera soledad

Toda la gente a la que odiaba se murió hace tiempo. Estoy solo en el mundo.

Los espejos venenosos. Milorad Pavic.

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Por qué nunca lo subtitulan...

Hay algo peor que trabajar cada día en un lugar sucio, frío o insalubre. Hay algo peor que trabajar cada día para alguien que te humilla o te desprecia. Lo peor que le puede pasar a un hombre es trabajar cada día para seguir siendo pobre.

Adolf Hitler. Discursos.

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Sólo un muerto más

Mis suelas se arrastran por la playa camino de la mar. Mis manos sostienen con desprecio el pequeño paquete que acabo de recoger en Correos de Algorta con el original de mi última y definitiva novela devuelta por la editorial de turno; ha sufrido el mismo destino que las quince precedentes. Ha sido mi última tentativa. ¿Acaso no es suficiente? Estoy seguro de que he rebasado la luz roja que alerta de la incapacidad de un escritor.

Lo único que desentona en la serenidad del escenario es la velocidad de mi sangre. Lo que no me impide echar la mirada a derecha e izquierda buscando una buena piedra que sepulte el paquete en el destino que se merece. Así concluirá para siempre mi obsesiva búsqueda de esa particular novela negra iluminada por fulgores como «whisky and soda», «alguien tiene que quedarse aquí para contar los muertos», «le pegué en la barbilla apoyando el puñetazo en mis ciento noventa libras de peso», «el muerto era un muchacho delgado, bien parecido hasta hacía poco»… ¡Todo un estilo! ¿Qué soy yo al lado de los Hammett, Chandler, Cain, Himes, Ambler y todo ese Olimpo? Ni me respondo. Los persigo desde hace años, los leo hacia delante y hacia atrás, duermo repitiéndome en sueños sus expresiones implacables, tergiverso mis días para vivir en su mundo… Vanos intentos de gozar de algún contagio. Si no me han salido del todo mal estas últimas líneas se debe a la cercanía de los grandes nombres. No es la primera vez que ocurre, y a punto he estado de bautizar como Chandler o Cain a algún personaje mío para encontrármelo en las páginas y beneficiarme de la magia de su sonido. Nunca lo hice, por un último vestigio de honestidad.

Ramiro Pinilla, "Sólo un muerto más."

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¿Qué camino debo tomar?

-¿Qué camino debo tomar?, dijo Alicia.

-¿Adónde quieres ir? -respondió el gato.

-No lo sé.

-Entonces da igual el camino que tomes.

Charles Lutwidge Dodgson, seudónimo de Lewis Carroll. "Alicia en el país de las maravillas."

menéame