
Al ascender a Cenicienta a princesa, el hada madrina la colocó más allá de su habilidad social.
El príncipe no tardó en cansarse de los modales de aldeana de la muchacha, y desgraciadamente para ella, no llegó de nuevo el hada madrina a aportarle todo el conocimiento social que necesitaba, y todos los trucos y pequeños mecanismos para desenvolverse en la corte, con lo que Cenicienta no tardó en caer en desgracia entre el la familia del Príncipe y el personal de la Corte.
Cuanto más criticaban a cenicienta, más infeliz era el Príncipe. El matrimonio estaba abocado al fracaso.
Cenicienta hubiese sido feli casada con un guapo leñador, pero su hada madrina la estafó miserablemente.
Las fórmulas de Peter. Lawrence J. Peter
Con todo, el hecho de que Letonia se presente o se considere una especie de virgen democrática (y, por tanto, rusófoba) no deja de ser desconcertante. Es cierto que un nacionalismo intrínseco permitió a las repúblicas bálticas librarse de la dominación rusa tras la Primera Guerra Mundial. Pero Estonia y Letonia (esta última se correspondía aproximadamente, en la época zarista, con Livonia, que también incluía una parte de la actual Estonia) destacaron por su apoyo al bolchevismo, muy superior a la media rusa. En las elecciones a la Asamblea Constituyente de 1917, la media de los bolcheviques en el conjunto del antiguo Imperio zarista fue del 24% de los votos[1]. ¡En Estonia, obtuvieron el 40% y en Livonia, el 72%! También debemos recordar a la Guardia letona, mimada por Lenin y que desempeñó un papel tan importante durante la Revolución rusa como fuerza encargada de mantener el orden. Una encuesta realizada en 1918 entre los primeros miembros de la Cheka, la policía política bolchevique, precursora del KGB, luego FSB, revela la afinidad de los letones con el comunismo. De una muestra de 894 individuos (los escalafones superiores de la jerarquía), sólo 361 eran rusos y 124 letones, 18 lituanos, 12 estonios, 21 ucranianos, 102 polacos y 116 judíos[2]. La sobrerrepresentación de minorías en una institución revolucionaria es de por sí normal, pero ese 13,8% de letones, que no representaban más del 2% de la población en el Imperio ruso, no está nada mal. Desde un punto de vista antropológico, no hay sorpresas: la estructura familiar tradicional de los Estados bálticos, en particular Estonia y Letonia, era comunitaria de tipo ruso, productora espontánea de autoritarismo e igualitarismo, así pues, de comunismo. Este fondo antropológico báltico se integró en la OTAN y en la Unión Europea en 2004.
Volvamos a las antiguas democracias populares, Hungría al margen. Hay un contraste sorprendente entre, por un lado, su resentimiento hacia Rusia y, por otro, la forma en que perdonaron a Alemania, a pesar de que había arrasado la región durante la Segunda Guerra Mundial y de que la Wehrmacht tuvo un comportamiento más despiadado que el Ejército Rojo. El entusiasmo con que los checos vendieron Skoda a Volkswagen en lugar de a Renault fue asombroso. Dada la importancia de la industria automovilística, se eligió entrar en la misma esfera germánica de la que tanto le había costado salir a Bohemia. De hecho, que países que a menudo fueron mártires del nazismo tomaran decisiones de este tipo plantea un verdadero interrogante al historiador. En momentos de abatimiento y mal humor, a veces me pregunto si, en ciertas naciones de Europa del Este, no hay un reconocimiento más o menos consciente hacia Alemania por haberlos librado de su «problema judío».
La derrota de Occidente. Emmanuel Todd.
Lo más devastador que la biología le hizo al cristianismo fue el descubrimiento de la evolución biológica. Ahora que sabemos que Adán y Eva nunca fueron personas reales, el mito central del cristianismo queda destruido. Si nunca hubo un Adán y Eva, nunca hubo un pecado original. Si nunca hubo un pecado original no hay necesidad de salvación. Si no hay necesidad de salvación no hay necesidad de un salvador. Y sostengo que eso pone a Jesús, histórico o no, en las filas de los desempleados. Creo que la evolución es la sentencia de muerte absoluta del cristianismo.
Lo que todos me decían era que el secreto del éxito en periodismo consistía en estudiar un periódico en concreto y escribir lo apropiado para él. En parte por accidente e ignorancia, y en parte por las rabiosas certezas de la juventud, no recuerdo haber escrito nunca un artículo que fuera el apropiado para ningún periódico en concreto. Por el contrario, creo que conseguí un cierto éxito cómico por contraste. Ahora que ya soy un viejo periodista, se me ocurre que el consejo que le daría a uno joven sería simplemente que escribiera un artículo para el Sporting Times, otro para el Church Times, y confundiera los sobres. Después, si se aceptaba el artículo y era razonablemente inteligente, los deportistas se dirían unos a otros: "Es un grave error suponer que no tenemos una buena causa cuando tipos realmente inteligentes afirman lo contrario"; los clérigos, por su parte, irían por ahí diciéndose unos a otros: "Hay espléndidos artículos en algunas de nuestras publicaciones religiosas; un tipo de lo más ingenioso".
Tal vez esta teoría sea un poco inconsistente y fantástica, pero es la única que me sirve para explicar mi propia e inmerecida supervivencia en la contienda periodística de la vieja Fleet Street. Escribí para un periódico inconformista como el viejo Daily News sobre cafés franceses y catedrales católicas, y les encantaba porque nunca antes habían oído hablar de aquello. Escribí en un órgano del viejo y sólido laborismo como el Clarion, y allí defendí la teología medieval y todo aquello de lo que sus lectores no habían oído hablar jamás; y a sus lectores no les molestó lo más mínimo.
En realidad, lo que pasa con casi todos los periódicos es que están demasiado llenos de cosas adecuadas para ellos. Pero en estos últimos tiempos en los que el periodismo, como todo lo demás, se concentra en consorcios y monopolios, aún parece menos probable que alguien repita mi extraña, temeraria y poco escrupulosa maniobra, que alguien se despierte y descubra que se ha hecho famoso por ser el único hombre divertido del Methodist Monthly o el único hombre serio del Cocktail Comics.
Gilbert Keith Chesterton
Autobiografía, 1936
«En ese estado de lucidez alucinada, no solo vieron las imágenes de sus sueños, algunos vieron las imágenes soñadas por otros. Eso es de Gabriel García Márquez. Cien Años de Soledad. Parece que hay precedentes de este intercambio de sueños. Quiero decir, ¿será así ahí fuera? ¿Quizás soñemos constantemente los sueños de otros? ¿No será que el mundo del subconsciente es realmente colectivo? ¿No son tus miedos mis miedos? ¿No son tus deseos mis deseos? ¿No bebemos todos de la misma copa humana?
Esto es lo que Carl Jung decía al respecto: «Toda conciencia separa, pero en los sueños tomamos la apariencia de un hombre más universal y verdadero y eterno que habita en la oscuridad de la noche primitiva. Allí él sigue siendo eterno y lo eterno está dentro de él, indistinto de la naturaleza y carente de todo ego. De estas profundidades que todo lo une emerge el sueño, sea infantil, grotesco o inmoral».»
Qué quieres que haga? Buscar un protector, un amo tal vez?
Y como hiedra oscura, que sobre la pared medra sibilina y con adulación,
cambiar de camisa para obtener posición?
NO, GRACIAS.
Dedicar si viene al caso versos a los banqueros,
convertirme en payaso? Adular con vileza los cuernos de un cabestro
por temor a que me lance un gesto siniestro?
NO, GRACIAS.
Desayunar cada día un sapo? Tener el vientre panzón?
Un papo que me llegue a las rodillas con dolencias
pestilentes de tanto hacer reverencias?
NO, GRACIAS.
Adular el talento de los canelos, vivir atemorizado por infames libelos, y repertir sin tregua
“Señores, soy un loro, quiero ver mi nombre en letras de oro”?
NO, GRACIAS.
Sentir temor a los anatemas? Preferir las calumnias a los poemas, coleccionar medallas, urdir falacias?
NO, GRACIAS; NO, GRACIAS; NO GRACIAS...
Pero cantar... soñar.... reir, vivir,
estar solo, ser libre…
Tener el ojo avizor,
la voz que vibre.
Ponerme por sombrero el universo,
por un sí o un no batirme o hacer un verso.
Despreciar con valor la gloria y la fortuna,
viajar con la imaginación a la luna.
Sólo al que vale reconocer méritos,
no pagar jamás por favores pretéritos.
Renunciar para siempre a cadenas y protocolo,
Posiblemente… no volar muy alto,
pero solo.
Edmond Rostand - Cyrano de Bergerac
A veces sentimos que nuestra vida es como nuestra letra: ni nos gusta, ni la entendemos.
Gato encerrado. Andrés Trapiello.
La Guardia Nacional, que desde dos meses atrás practicaba con gran lujo de precauciones prudentes reconocimientos en los bosques vecinos, fusilando a veces a sus propios centinelas y aprestándose al combate cuando un conejo hacía crujir la hojarasca, se retiró a sus hogares. Las armas, los uniformes, todos los mortíferos arreos que hasta entonces derramaron el terror sobre las carreteras nacionales, entre leguas a la redonda, desaparecieron de repente.
Los últimos soldados franceses acababan de atravesar el Sena buscando el camino de Pont-Audemer por Saint-Severt y Bourg-Achard, y su general iba tras ellos entre dos de sus ayudantes, a pie, desalentado porque no podía intentar nada con jirones de un ejército deshecho y enloquecido por el terrible desastre de un pueblo acostumbrado a vencer y al presente vencido, sin gloria ni desquite, a pesar de su bravura legendaria.
Una calma profunda, una terrible y silenciosa inquietud, abrumaron a la población. Muchos burgueses acomodados, entumecidos en el comercio, esperaban ansiosamente a los invasores, con el temor de que juzgasen armas de combate un asador y un cuchillo de cocina.
La vida se paralizó, se cerraron las tiendas, las calles enmudecieron. De tarde en tarde un transeúnte, acobardado por aquel mortal silencio,al deslizarse rápidamente, rozaba el revoco de las fachadas.
La zozobra, la incertidumbre, hicieron al fin desear que llegase, de una vez, el invasor.
"Bola de sebo" de Guy de Maupassant.
En realidad, la belleza de una habitación japonesa, producida únicamente por un juego sobre el grado de opacidad de la sombra, no necesita ningún accesorio. A lo occidental que lo ve le sorprende esa desnudez y cree estar tan sólo ante unos muros grises y desprovistos de cualquier ornato, interpretación totalmente legítima desde su punto de vista, pero que demuestra que no ha captado en absoluto el enigma de la sombra.
Pero nosotros, no contentos con ello, proyectamos un amplio alero en el exterior de esas estancias donde los rayos de sol entran ya con mucha dificultad, construimos una galería cubierta para alejar aún más la luz solar. Y, por último, en el interior de la habitación, los shòji no dejan entrar más que un reflejo tamizado de la luz que proyecta el jardín.
Ahora bien, precisamente esa luz indirecta y difusa es el elemento esencial de la belleza de nuestras residencias. Y para que esta luz gastada, atenuada, precaria, impregne totalmente las paredes de la vivienda, pintamos a propósito con colores neutros esas paredes enlucidas. Aunque se utilizan pinturas brillantes para las cámaras de seguridad, las cocinas o los pasillos, las paredes de las habitaciones casi siempre se enlucen y muy pocas veces son brillantes. Porque si brillaran se desvanecerían todo elencanto sutil y discreto de esa escasa luz.
A nosotros nos gusta esa claridad tenue, hecha de luz exterior y de apariencia incierta, atrapada en la superficie de las paredes de color crepuscular y que conserva apneas un último resto de vida. Para nosotros, esa claridad sobre una pared, o más bien esa penumbra, vale por todos los adornos del mundo y su visión no nos cansa jamás
-Existe algo en el hombre de todas las edades, que no se educa ni ciñe por completo a las exigencias de la razón ni de la ciencia, así como suele sobreponerse también a todas las ignorancias y barbaries que han afligido y pueden afligir a la humanidad entera. Y este algo, es el exceso de sensibilidad y de sentimiento de que ciertos individuos se hallan dotados, y que busca su válvula de seguridad, sus ideales, su consuelo, no en lo convencional, sino en lo extraordinario, y hasta en lo imposible también. Ve, si no, a una madre de esas que han sido perfectamente educadas, y que puede decirse instruida, pero que es madre cariñosa al mismo tiempo; mírala a la cabecera de su hijo moribundo, sin esperanza de poder volverle a la vida. Acércate a ella en tan angustiosos momentos, aconséjale el mayor de los absurdos en el terreno de las supersticiones, asegurándole que si hace lo que se le ordena, su hijo recobrará la salud, y verás cómo cree en ti y se apresura a ejecutar exactamente lo que a sangre fría hubiera condenado y ridiculizado en otra cualquier mujer. Y si por casualidad su hijo volviese a la vida, aquella madre será supersticiosa en tanto exista, pese a su propia razón y a cuanto haya de más material y contrario a esa fe ciega, que así puede devolvernos la perdida tranquilidad como conducirnos por el camino de las mayores aberraciones.
Rosalía de Castro, “El primer loco.”
El hombre más fácil de asustar es, ciertamente, quien cree que todo ha acabado cuando se ha extinguido su fugaz apariencia. El que piensa que no hay mundo tras él: el hombre sin futuro, ni proyecto, ni hijos, que se considera nudo final de su hilo. Ese es el hombe terminal. El vanidoso supremo, que no considera que nada importante pueda hacerse tras su paso.
Los nuevos mercaderes de esclavos saben eso y en ello es en lo que se funda la importancia que para esa gente tienen las doctrinas materialistas.
Ernst Jünger. La Emboscadura
Mi papi era sastre y de vez en cuando hasta ganaba dieciocho dólares a la semana. Con todo, no era un sastre normal. El récord que estableció de ser el sastre más inepto que jamás produjo Yorkville no ha sido nunca superado. En este terreno podrían incluirse también algunas zonas de Brooklyn y del mismo Bronx.
La idea de que papi era un sastre constituía una opinión que únicamente era defendida por él. Sus clientes lo conocían como «el mal entallado Sam». Era el único sastre de quien he oído decir que rechazara emplear la cinta métrica. Él sostenía que una cinta métrica podía estar muy bien para un enterrador, pero no para un sastre que tuviera el ojo infalible de un águila. Insistía en que una cinta métrica era una simple muestra de vacilación y un absurdo completo, añadiendo que si un sastre tenía que medir a un hombre nunca podría ser un sastre de primera categoría. Mi papi alardeaba de que él podía sacar las medidas de un hombre con sólo mirarlo y hacerle un traje perfecto. Los resultados de sus apreciaciones eran tan precisos como las predicciones de Chamberlain acerca de Hitler.
Todos nuestros vecinos eran clientes de papi. Era fácil reconocerlos por la calle, ya que todos andaban con una pierna del pantalón más corta que la otra, una manga más larga que la otra o el cuello del abrigo sin decidirse por qué lado asentarse. El resultado inevitable era que mi padre nunca tenía dos veces al mismo cliente. Esto significaba que tenía que estar constantemente a la búsqueda de un nuevo negocio y, a medida que nuestro vecindario se iba poblando de gente vestida con trajes mal entallados, tenía que buscar sectores donde no lo hubiera precedido su reputación. Recorrió diversos sitios a lo largo y a lo ancho: trabajó en Hoboken, en Passaic, en Nyack e incluso más lejos. Cuando aumentaba su reputación, se veía obligado a alejarse más y más de su base hogareña a fin de cazar nuevas víctimas. Muchas semanas sus gastos de locomoción eran mayores que sus ingresos. Además, sus callos y juanetes, atendidos por uno de mis tíos favoritos, el talentudo doctor Krinkler, eran mayores que ambas cosas.
Cómo se las arreglaba mi madre constituye un misterio que supera cualquier explicación. Alexander Hamilton puede haber sido el mejor secretario de la tesorería, pero me habría gustado verle desempeñando el trabajo de mi madre con la misma habilidad con que ella lo desempeñaba.
Groucho Marx, "Groucho y yo."
I
Vayan o no incluidas en el sueldo, las llamadas a las seis de la mañana no son bien recibidas en ninguna parte. A las seis y veinte tampoco.
Precisamente a tan mal afinada hora sonó el teléfono del comisario García, y el sobresalto despegó unos milímetros más el papel pintado de la pared. El funcionario, que había colocado un teléfono en la mesilla de noche, y no precisamente por lo extraordinario de aquella clase de llamadas, cogió el auricular con un gesto automático mientras su mujer, víctima también de tales sobresaltos sin que se tomaran en consideración en su paga de maestra, daba media vuelta en la cama absolutamente decidida a no enterarse de qué nueva calamidad reclamaba la urgente presencia del comisario.
—García. Dígame.
—Un muerto— empezó el agente al otro lado de la línea, tratando de ése modo de justificar, antes que nada, la urgencia de la llamada.
—¿Dónde?
—En el depósito de cadáveres.
—Mire Gómez, no son horas de tocar....
—El forense, para ser más exactos. En un charco de sangre— se apresuró a explicar el tal Gómez —. Lo ha encontrado la mujer de la limpieza hace cosa de un cuarto de hora.
—Voy ahora mismo. Retengan a la limpiadora hasta que yo llegue.
—No hará falta. Nada más vernos se desmayó y aún no ha vuelto en sí.
Tal y como manda la norma no escrita del Cuerpo, el comisario se vistió sin encender la luz, salió sin hacer ruido y llamó al sargento Saelices desde el teléfono de la salita.
—Tenemos al forense muerto en el depósito de cadáveres —le dijo escuetamente.
—¡Jo-der!
También a escueto hay quien gane.
—Te paso a buscar en diez minutos y vamos para allá.
El comisario había dejado el coche tres calles más allá, y el frío de diciembre tuvo tiempo de acabar de despertarlo mientras llegaba. Como no podía ser de otro modo, se había cruzado bastantes veces con el forense en los últimos años y recordaba perfectamente a aquel hombre pulcro y educado, con sus peculiares gafas redondas de montura de oro, su mirada huidiza y su perenne nerviosismo. No podía decir que le fuera simpático, ni siquiera que se alegrara de verlo cuando se presentaba en comisaría, pero reconocía su eficiencia en el trabajo. Blas Campano se llamaba, recordó al fin, pero tampoco el nombre sirvió para aclarar el difuso recuerdo de los rasgos que guardaba en la memoria.
Saelices tenía todavía peor opinión del difunto, y hasta confesaba que era hombre que siempre le había producido cierta desazón, pero ni él ni el comisario tenían la más remota idea de las causas que podían haber llevado al asesino a acabar con la vida de aquel individuo gris, sin vicios conocidos. Cualquiera que lo hubiese matado tenía que estar loco o necesitar que desapareciese alguna prueba.
El comisario y el sargento repasaron de memoria el par de casos pendientes y concluyeron que la última posibilidad no podía ser la buena. En aquella ciudad, gracias a Dios, sólo habían tenido cuatro casos de muertes violentas en diez años y ninguno lo bastante reciente como para que el culpable quisiera quitarse de en medio al forense.
—También puede ser un suicidio —sugirió el sargento.
García frunció el ceño.
—Pues sí que era pulcro el individuo si ha ido a suicidarse al depósito de cadáveres... —ironizó con la peor intención.
—Ya sabe: siempre hay gente que prefiere no causar molestias en ninguna circunstancia.
El comisario echó mano al bolsillo para buscar el paquete de tabaco pero recordó que estaba dejando de fumar.
—¿Y qué podía estar haciendo el forense a estas horas en el depósito de cadáveres?
—Todavía no sabemos a qué hora ha sucedido —repuso el sargento.
—Ya, pero de todos modos, murió después de la hora de cerrar, porque si no, lo hubiera visto el vigilante. Si lo ha encontrado la mujer de la limpieza, como me dijo Gómez por teléfono, es que entró después del cambio de turno. ¿A qué carajo se puede ir al depósito de cadáveres después de las diez de la noche?
—Otro cualquiera, a nada, pero el forense se pudo dejar alguna cosa olvidada.
El comisario asintió, reconociendo el punto de vista de su compañero.
—En cuanto estemos allí nos enteramos —sentenció.
Diez minutos escasos después estaban ya en el depósito de cadáveres, y tras saludar brevemente a los agentes que los esperaban se encaminaron a la para ellos conocida sala donde se guardaban los restos de los últimos fallecidos. Era una pieza vacía, cubierta hasta media altura de azulejos blancos, demasiado limpios, demasiado tersos, sin más luz que un ventanuco raras veces auxiliado por la lámpara oxidada que colgaba aún del techo. Sobre una mesa, obscenamente desnuda, se hallaba una mujer joven, treinta y pocos años a lo sumo, sin señales evidentes que delataran la causa de su muerte, y en el suelo, rodeado por un grueso charco de sangre, el médico forense, con las ropas desgarradas y el cuerpo encogido en un gesto de agonía crispada. Tenía una gran herida en el cuello que dejaba ver la blanca urdimbre de la tráquea y había quedado con los ojos abiertos, desmesuradamente abiertos, dispuestos a llevar su sorpresa al camposanto.
—Llamad al juez— ordenó el comisario —. Y que venga la mujer de la limpieza si está en condiciones.
—¿No sería mejor que fuéramos nosotros a verla? —sugirió Saelices, que no quería asistir a otro desmayo.
García asintió con un gesto y se encaminaba hacia el pasillo cuando algo le llamó la atención. Aunque los hombres de la brigada científica no se alegrarían de encontrar huellas de sus pisadas en el lugar del crimen, atravesó la estancia hasta la mesa donde reposaba la mujer y confirmó su impresión: allí estaban, perfectamente plegadas, las gafas del forense. Limpias, pulidas, casi expectantes; allí estaban, como si esperaran a que alguien les tomara declaración: ellas, sin duda, lo habían visto todo.
—¿Y a esta qué le habrá pasado? —preguntó el sargento señalando a la muchacha muerta con un gesto de barbilla.
—Esa no es asunto nuestro— atajó el comisario volviendo la vista a la repulsiva semidesnudez del forense. Mirar el cadáver de una vieja no le producía ninguna impresión, pero mirar el cadáver desnudo de aquella muchacha le suscitaba sensaciones y pensamientos demasiado complejos, más ambiguos de lo que estaba dispuesto a admitir.
—Todo muy raro, ¿verdad?— comentó Saelices, cambiando de tema.
—Mucho. Vamos a ver que nos cuenta la limpiadora.
Y a pesar de sus largos años de servicio, cuando apagó la luz, el comisario no pudo evitar echar la vista atrás con cierto atávico recelo.
La mujer de la limpieza se encontraba ya bastante recuperada pero no les contó gran cosa. Fue a trabajar a las seis porque su marido estaba enfermo y quería terminar a tiempo para llevar a los niños al colegio. Entró en el edificio, saludó al vigilante nocturno, cogió escoba, caldero y fregona en el cuarto de siempre; cuando entró en la sala de autopsias se encontró al forense en el suelo tal y como ellos lo habían visto. Acto seguido corrió a dar aviso para que el vigilante llamase a la policía y se quedó en la calle esperando al coche patrulla. No recordaba nada más.
El vigilante, como era de prever, dijo que había comenzado su turno a las diez y cuarto, porque se había retrasado un poco. Su compañero se fue a toda prisa y le dijo que estaba por ahí el forense, trabajando con la ahogada. No se había movido en toda la noche de su cuartito, junto a la puerta de entrada y no había oído nada sospechoso, aunque el oído, lo reconocía abiertamente, no era el mejor de sus sentidos, y menos estando acatarrado como estaba. No le había extrañado que el forense no hubiese salido por la puerta principal porque tenía llave de la puerta trasera y solía dejar su coche aparcado por aquel lado. Para él, había sido una noche de vigilancia normal, de lo más tranquilo, hasta que apareció la mujer de la limpieza dando voces, diciendo que había un hombre muerto en el suelo, con mucha sangre.
El juez llegó un par de horas más tarde; se limitó a ordenar el levantamiento del cadáver y a llamar a un colega del finado para que hiciera la autopsia. Los resultados estarían listos aquella misma tarde.
El sargento y el comisario llamaron al guardia del primer turno y al marido de la mujer de la limpieza, y ambos corroboraron lo ya sabido. Luego, tras comprobar que poco más podrían ventilar ya en el depósito de cadáveres, se fueron a desayunar a una cafetería, forzándose a tomar un bollo y un café que aún les supieron a formol y desinfectante.
—¿Cómo lo ves?— preguntó García, tratando de abordar el tema de manera más o menos directa.
—Muy extraño. Esa herida no era ni de fuego, ni de arma blanca.
El comisario asintió,
—Parecía una mordedura.
—Sí, o algo por el estilo. Puede ser que algún perro vagabundo, atraído por el olor del cadáver entrara de alguna manera en el depósito y se lanzara sobre el forense al verse acosado —propuso Saelices.
—Pero aún falta por saber a qué hora tuvieron lugar los hechos. No me acabo de explicar qué hacía Campano en el depósito a las tantas de la noche.
—No tuvo por que ser a las tantas....
—No, pero el primer vigilante no se fue hasta las diez y ya oíste lo que dijo el segundo: que el difunto forense tenía llave y a veces salía por la puerta trasera sin despedirse.
—Seguramente para no molestar —propuso el sargento.
—O sea que piensas, como yo, que el vigilante del turno de noche duerme como una piedra en su puesto.
—Por supuesto. ¿Qué haríamos cualquiera si trabajásemos en un sitio como el depósito de cadáveres? Dormir a pierna suelta cuando nos tocara noche.
El comisario asintió con la cabeza, pero sus pensamientos habían cambiado ya de punto de objetivo.
—Pudo salir por la puerta de atrás y volver a entrar por esa misma puerta. Hasta que no tengamos los resultados de la autopsia no podemos saber la hora en que murió: sabemos que entró a las nueve y media o diez menos cuarto, pero si tenía llave, eso no nos sirve de nada.
—¿Y si entró de nuevo, a qué entro?, ¿a buscar algo? —preguntó el sargento.
El comisario chasqueó la lengua, preocupado. Algo no le encajaba.
—No lo sé. No hemos visto instrumentos quirúrgicos por ninguna parte...
—Ya. Es verdad. Entonces, no sé...
García recapacitó unos instantes, se frotó lo ojos tratando de alejar otros pensamientos y regresó a la primera teoría en un desesperanzado intento de salvar su último gramo de cordura.
—Será mejor seguir la línea del perro —acotó con un suspiro.
—Sin embargo, la mujer dijo que abrió la puerta de la calle. ¿Por dónde entró entonces el animal?
—Esperamos el resultado de la autopsia y vamos a echar un vistazo.
II
Y así lo hicieron.
A primera hora de la tarde, el forense tenía ya concluido su informe. La herida era efectivamente un mordisco, pero podía descartarse con casi total seguridad que se tratara de un perro o cualquier otro animal carnívoro: ni había señales de colmillos prominentes ni la forma de la herida se correspondía con la de una boca de perro. Por escalofriante que pudiera resultar, lo más probable era que aquella barbaridad hubiera sido obra de un ser humano.
No obstante y para asegurarse, el sargento y el comisario se pasearon por el deposito en busca de un lugar por el que hubiera podido entrar un perro o cualquier otro animal por el estilo. Estaba a punto de encenderse el alumbrado público cuando encontraron, en la parte de atrás, una ventana a la que le faltaba un cristal. Dijera lo que dijese el informe del forense, existía una posibilidad de que un perro vagabundo hubiera penetrado en el edificio y hubiese vuelto a salir luego por el mismo sitio. En pocas horas podrían saber si los de la brigada científica habían encontrado pisadas de perro en la sala de autopsias y el caso estaría cerrado. Los dos estaban seguros de que aparecerían esas pisadas.
Confiados en que su tesis se verificase, los dos policías regresaron a sus casas, felicitándose de antemano de haber mantenido el caso dentro de los cauces rutinarios. Pero nada más abrir la puerta de su casa, el comisario se encontró con que acababa de llamar el vigilante del depósito para pedirle que acudiera enseguida. Había cogido un intruso y lo tenía retenido.
Sin molestarse siquiera en llamar por teléfono, García pasó por casa del sargento y ambos se dirigieron, por tercera vez en aquella larga jornada, al depósito de cadáveres.
Allí, con una venda en la mano, los esperaba el vigilante. Había visto algo moviéndose en el suelo y al incorporarse de su silla sorprendió a un hombre cubierto de harapos arrastrándose por el piso hacia el interior del edificio. El vigilante no tenía ni idea de cómo había entrado aquel hombre, pero suponía que había aprovechado el cambio de turno, porque en esos momentos la puerta quedaba abierta unos minutos. Debió de aprovechar algún descuido mientras se marchaba el del turno de tarde y el vigilante de noche dejaba la fiambrera con la cena sobre su mesa y cubría las hojas de servicio preceptivas. Eso era lo único que se le ocurría. El caso es que intentó detenerlo pero el vagabundo se revolvió con un mordisco y el vigilante no tuvo más remedio que reducirlo a palos y encerrarlo en la sala de las autopsias.
Cuando fueron a por él vieron que se trataba de un hombre de mediana edad, greñudo y sin afeitar, con los ojos entreverados de sangre y cubierto por algo que debió de ser un abrigo alguna vez. A todo lo que le preguntaron respondió únicamente con gruñidos y no llevaba encima documentación alguna.
Saelices sacó las esposas del bolsillo del abrigo y sólo con la ayuda de los otros dos hombres consiguió colocárselas al demente.
—Ya tenemos a nuestro hombre— anunció el sargento con satisfacción. —Se coló en el cambio de turno y escapó luego por el ventanuco roto.
El comisario, que empezaba dos días después sus vacaciones, estaba aún más ansioso que el sargento por acabar aquello cuanto antes, así que pensó dar un empujoncito al asunto.
—¿Hay por aquí yeso, plastilina o lo que sea? Quiero tomarle un molde de los dientes.
—Masilla para los cristales— dijo el vigilante.
—Valdrá.
Entre el comisario y el vigilante lograron a duras penas que el loco mantuviera la boca abierta unos instantes, mostrándoles unos dientes escasos y ralos, pero suficientes para infligir otro mordisco al guarda, que respondió a golpes antes de ir en busca de otra venda.
El sargento volvió para ayudar a su jefe pero ya no era necesario.
—Déjame a solas con éste a ver si se calma y puedo sacarle algo.
Saelices no podía creer que nadie quisiera quedarse solo en aquel sitio, con la sangre del forense aún pegada a las baldosas y un cadáver hinchado que por falta de atenciones empezaba a deshacerse en fétidas viscosidades.
—¿No sería mejor llevarlo a comisaría?
—¡Que te largues, coño!
El sargento cerró la puerta tras de sí con un encogimiento de hombros, dejando a García con la vista clavada donde por la mañana habían estado las gafas del forense. A esas horas reposarían sin duda en una bolsa, esperando a quien supiera interpretarlas. El loco rezongaba en un rincón una incomprensible letanía y el comisario ni siquiera hizo ademán de dirigirse a él. En vez de eso manipuló unos instantes el cadáver de la mujer. Encontró lo que buscaba en sus uñas y en su pelvis, pero ni siquiera se molestó en guardarlo en una bolsa. Luego levantó al loco por el pelo y lo llevó al despacho, donde aguardaban el sargento y el vigilante. Esta vez ni siquiera apagó la luz.
Y así acabó todo, al menos hasta que tuviera lugar el juicio. Al día siguiente el forense confirmó que la dentadura de la masilla tenía grandes, muy grandes posibilidades de ser la misma que desgarró el cuello de su difunto colega. Los principales puntos característicos coincidían a la perfección. El indigente, un pobre loco, no era imputable por la muerte del forense y sería internado en un centro asistencial.
Todo fue como la seda.
Sólo el comisario supo que no había entregado el molde de los dientes del pobre vagabundo, sino el que había sacado de la dentadura de la otra hermosa y fría ocupante de la sala de autopsias: la muchacha ahogada.
Y no durmió en quince días.
Hombres, cadáveres y Fantasmas. Feindesland. 2005
Si dices idioteces eres un idiota, pero si formas parte de un grupo de veinte idiotas que constituyen una academia, entonces recibes la aprobación de tus pares, publicas, y creas un departamento universitario.
Jugarse la piel. Nassim Taleb
La sociedad capitalista relega a sectores enteros de su ciudadanía al vertedero, pero muestra una delicadeza exquisita para no ofender sus convicciones ni cuestionar su afirmación identitaria.
T. Eagleton. Cultura.
29/08/91------------------------22,55h.
"Un día lento hoy en el hipódromo, mi maldita vida colgada de un gancho. Voy todos los días. No veo a nadie por allí que vaya todos los días excepto los empleados. Problablemente tenga alguna enfermedad. Saroyan perdió el culo en el hipódromo, Fante con el póquer, Dostoievski con la ruleta. Y realmente no es cuestión de dinero, a menos que se te acabe. Yo tenía un amigo jugador que me dijo una vez:"No me importa ganar o perder, lo único que quiero es jugar." Yo le tengo más respeto al dinero. He tenido muy poco la mayor parte de mi vida. Sé lo que es el banco de un parque, y los golpes del casero en la puerta. Con el dinero sólo hay dos problemas: tener demasiado o tener demasiado poco.
Supongo que siempre hay algo ahí fuera con lo que queremos torturarnos. Y en el hipódromo sientes a los demás, esa desesperada oscuridad, y la facilidad con que tiran la toalla y se rinden. La gente que va a las carreras es el mundo en pequeño, la vida rozándose con la muerte y perdiendo. Nadie gana finalmente; no hacemos más que buscar un aplazamiento, guarecernos un momento del resplandor.[-]
Ahora me siento mejor, aquí arriba, en el primer piso, con mi Macintosh. Mi compañero.
Y Malher suena en la radio, se desliza con tanta fluidez, corriendo grandes riesgos; a uno le hace falta eso, a veces. Luego te mete esas largas subidas de potencia. Gracias, Malhler, tomo prestado de ti pero nunca te lo puedo devolver.
Fumo demasiado, bebo demasiado, pero no puedo escribir demasiado, no hace más que seguir fluyendo, y yo pido más, y viene más y se mezcla con Mahler. A veces me obligo a pararme. Me digo, espera un momento, échate a dormir o quédate mirando tus 9 gatos o siéntate con tu mujer en el sofá. Siempre estás en el hipódromo o delante del Macintosh. Y entonces me paro, echo los frenos y paro la maldita máquina. Hay gente que me ha escrito para decirme que mi escritura les ha ayudado a seguir adelante. A mí también me ha ayudado. La escritura, los caballos, los 9 gatos.
Hay un pequeño balcón ahí fuera, la puerta está abierta y veo las luces de los coches en la Harbor Freeway, hacia el sur, nunca se detienen, ese flujo de luces sin principio ni fin. Toda esa gente. ¿Qué hace? ¿Qué piensa? Todos vamos a morir, todos nosotros, ¡menudo circo! Debería bastar con eso para que nos amáramos unos a otros, pero no es así. Nos aterrorizan y aplastan las trivialidades, nos devora la nada.
¡Sigue dándole Mahler! Tú has hecho que esta noche sea maravillosa. ¡No pares , hijo de puta! ¡No pares!"
-- Charles Bukowski, El Capitán salió a comer y los marineros tomaron el barco --
La soledad es un concepto anglosajón. En Ciudad de México, si eres el único pasajero en un autobús y alguien sube, no solo se sentará a tu lado sino que se recostará en ti.
Manual para mujeres de la limpieza. Lucía Berlín
En este mismo momento, dentro de estas casas que parecen muertas, están naciendo canallas, delatores, criminales… porque millares de personas acobardadas para toda su vida están enseñando implacablemente a sus hijos a ser cobardes, y éstos harán lo mismo con los suyos, y así sucesivamente.
Qué difícil es ser Dios. Arkadi y Boris Strugatski
Miré el valle a mis pies. Sobre los ríos que lo atraviesan se levantaba una espesa niebla, que serpenteaba en espesas columnas alrededor de las montañas de la vertiente opuesta, cuyas cimas se escondían entre las nubes. Los negros nubarrones dejaban caer una lluvia torrencial que contribuía a la impresión de tristeza que desprendía todo lo que me rodeaba. ¿Por qué presume el hombre de una sensibilidad mayor a la de las bestias cuando esto sólo consigue convertirlos en seres más necesitados? Si nuestros instintos se limitaran al hambre, la sed y el deseo, seríamos casi libres. Pero nos conmueve cada viento que sopla, cada palabra al azar, cada imagen que esa misma palabra nos evoca.
Descansamos; una pesadilla puede envenenar nuestro sueño.
Despertamos; un pensamiento errante nos empaña el día.
Sentimos, concebimos o razonamos, reímos o lloramos.
Abrazamos una tristeza querida o desechamos nuestra pena;
Todo es igual; pues ya sea alegría o dolor,
El sendero por el que se alejará está abierto.
El ayer del hombre no será jamás igual a su mañana.
¡Nada es duradero salvo la mutabilidad!
Mary W. Shelley, "Frankenstein o el moderno Prometeo."
No, la juventud no es un examen, ni una prueba, ni un entrenamiento para la vida que vendrá luego. Es la vida misma. No lo olvidéis nunca.
Doctor Zhivago. Boris Pasternak
A veces la autoridad religiosa tiene utilidades inesperadas: el papa Silvestre II extendió el uso del cero en Occidente mediante diversos decretos y consejos.
En realidad, Silvestre II era el famoso matemático Gerberto de Aurillac, que llegó a Papa por vicisitudes diversas y aprovechó para esto su pontificado.
La sonrisa de Pitágoras. Lamberto García de Cid.
No había otro ruido que el del viento entre los árboles y el canto de las cigarras. Bebimos vino rosado para acompañar la comida y, a los postres , unos tragos de whisky. Luego, fumamos junto a los rescoldos de la hoguera. No hablábamos apenas. Y en algún momento que yo inicié una charla, por decir algo más que por otra razón, él me miró sonriente. "Déjelo", interrumpió, "Cavafis escribió que, cuando no hay nada que decir, hay que dejar que hable el silencio".
Entre toda la caza mayor, el curdlo exige los valores más elevados del cazador, tanto personales como de su equipo. Puesto que este animal se ha adaptado, durante su evolución, a soportar los impactos de los meteoritos revistiéndose, a este fin, de una coraza imposible de perforar, los curdlos se cazan desde dentro.
Para la caza del curdlo son imprescindibles:
A) En la fase inicial: pasta de base, salsa de champiñones, perejil, sal y pimienta.
B) En la fase de caza propiamente dicha: una escobilla de paja de arroz, una bomba de relojería.
I. Preparativos en el puesto de espera.
La caza de curdlos es del tipo de espera. El cazador, habiéndose untado previamente con la pasta de base, se acurruca en un surco del estorgo, y una vez preparado así, los compañeros lo espolvorean con perejil picado y le echan sal y pimienta.
II. Cumplidos los preparativos, se espera a un curdlo. Cuando la fiera se acerque se debe, conservando la sangre fría, coger con ambas manos la bomba de relojería que se tenía entre las rodillas. Si el curdlo está hambriento, suele tragar en seguida. Si el curdlo no quiere comer, se le puede incitar palmeteándole ligeramente la lengua. Si se prevé un fracaso, hay quien aconseja ponerse más sal encima; sin embargo, es un paso arriesgado, ya que el curdlo puede estornudar. No existen muchos cazadores que hayan sobrevivido al estornudo de un curdlo.
III. El curdlo, una vez ha tragado, se relame y se aleja. El cazador tragado, procede inmediatamente a la fase activa, o sea, se quita el perejil y las especias con la ayuda de la escobilla, para que la pasta desarrolle libremente su acción purgativa; a continuación regula la bomba de reloj y se marcha con la mayor rapidez posible en la dirección opuesta a la de su entrada.
IV. Al abandonar al curdlo, cuidar de caer sobre las manos y pies para no hacerse daño.
Nota. El empleo de especias picantes está prohibido. Se prohíbe igualmente presentar a los curdlos bombas de relojería reguladas y espolvoreadas con perejil. Quien proceda de dicha manera, será perseguido y penado por caza furtiva.
Stanislaw Lem, Diarios de las estrellas
Viaje decimocuarto
Cerraron sus ojos
que aún tenía abiertos
taparon su cara
con un blanco lienzo;
y unos sollozando,
otros en silencio,
de la triste alcoba
todos se salieron.
La luz que en un vaso
ardía en el suelo,
al muro arrojaba
la sombra del lecho;
y entre aquella sombra
veíase a intérvalos
dibujarse rígida
la forma del cuerpo.
Despertaba el día,
y, a su albor primero,
con sus mil ruidos
despertaba el pueblo.
Ante aquel contraste
de vida y misterios,
de luz y tinieblas,
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la casa, en hombros,
lleváronla al templo
y en una capilla
dejaron el féretro.
Allí rodearon
sus pálidos restos
de amarillas velas
y de paños negros.
Al dar de las Ánimas
el toque postrero,
acabó una vieja
sus últimos rezos,
cruzó la ancha nave,
las puertas gimieron,
y el santo recinto
quedóse desierto.
De un reloj se oía
compasado el péndulo,
y de algunos cirios
el chisporroteo.
Tan medroso y triste,
tan oscuro y yerto
todo se encontraba
que pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
De la alta campana
la lengua de hierro
le dio volteando
su adiós lastimero.
El luto en las ropas,
amigos y deudos
cruzaron en fila
formando el cortejo.
Del último asilo,
oscuro y estrecho,
abrió la piqueta
el nicho a un extremo.
Allí la acostaron,
tapiáronle luego,
y con un saludo
despidióse el duelo.
La piqueta al hombro
el sepulturero,
cantando entre dientes,
se perdió a lo lejos.
La noche se entraba,
el sol se había puesto:
perdido en las sombras
yo pensé un momento:
¡Dios mío, qué solos
se quedan los muertos!
En las largas noches
del helado invierno,
cuando las maderas
crujir hace el viento
y azota los vidrios
el fuerte aguacero,
de la pobre niña
a veces me acuerdo.
Allí cae la lluvia
con un son eterno;
allí la combate
el soplo del cierzo.
Del húmedo muro
tendida en el hueco,
¡acaso de frío
se hielan sus huesos…!
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¿Vuelve el polvo al polvo?
¿Vuela el alma al cielo?
¿Todo es sin espíritu,
podredumbre y cieno?
¡No sé; pero hay algo
que explicar no puedo,
algo que repugna
aunque es fuerza hacerlo,
el dejar tan tristes,
tan solos, los muertos!
Gustav Adolf Becker
;-)
En la mesa, a mi lado, brillaba una lámpara y cerca de ella había una pequeña caja. No tenía un aspecto llamativo, y yo la había visto antes, pues pertenecía al médico de la familia. Pero, ¿cómo había llegado allí, a mi mesa y por qué me estremecí al fijarme en ella? No merecía la pena tener en cuenta estas cosas, y por fin mis ojos cayeron sobre las páginas abiertas de un libro y sobre una frase subrayada. Eran las extrañas pero sencillas palabras del poeta Ebn Zaiat: “Dicebant mihi sodales, si sepulchrum amicae visitarem, curas meas aliquantulum fore levatas”. ¿Por qué, al leerlas, se me pusieron los pelos de punta y se me heló la sangre en las venas?
Sonó un suave golpe en la puerta de la biblioteca y, pálido como habitante de una tumba, un criado entró de puntillas. Había en sus ojos un espantoso terror y me habló con una voz quebrada, ronca y muy baja. ¿Qué dijo? Oí unas frases entrecortadas. Hablaba de un grito salvaje que había turbado el silencio de la noche, y de la servidumbre reunida para averiguar de dónde procedía, y su voz recobró un tono espeluznante, claro, cuando me habló, susurrando, de una tumba profanada, de un cadáver envuelto en la mortaja y desfigurado, pero que aún respiraba, aún palpitaba, ¡aún vivía!
Señaló mis ropas: estaban manchadas de barro y de sangre. No contesté nada; me tomó suavemente la mano: tenía huellas de uñas humanas. Dirigió mi atención a un objeto que había en la pared; lo miré durante unos minutos: era una pala. Con un grito corrí hacia la mesa y agarré la caja. Pero no pude abrirla, y por mi temblor se me escapó de las manos, y se cayó al suelo, y se rompió en pedazos; y entre éstos, entrechocando, rodaron unos instrumentos de cirugía dental, mezclados con treinta y dos diminutos objetos blancos, de marfil, que se desparramaron por el suelo.
Edgar Allan Poe, "Berenice."
menéame