LITERATOS. Compartimos fragmentos.
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El trabajo, las brujas y el capitalismo

Con el capitalismo surgieron nuevas prácticas destinadas a dividir y a controlar el trabajo doméstico. La separación entre «hogar» y «lugar de trabajo» que trajo el capitalismo no existía en la Europa feudal. En las primeras ciudades medievales, las mujeres ejercían de médicas, carniceras, maestras, vendedoras y herreras. Habían alcanzado cierto grado de libertad. En palabras de Silvia Federici, en la Europa precapitalista «la subordinación de las mujeres a los hombres había estado atenuada por el hecho de que tenían acceso a las tierras comunes y otros bienes comunales». En el capitalismo, sin embargo, «las mujeres mismas se convirtieron en bienes comunes, ya que su trabajo fue definido como un recurso natural, que quedaba fuera de la esfera de las relaciones de mercado».

Esta redistribución del trabajo reproductivo se introdujo con violencia. En concreto, el derramamiento de sangre provocado por las relaciones domésticas modernas llegó con la caza de brujas. Las mujeres se vieron privadas de los derechos que habían poseído hasta entonces, como tener acceso a un salario, y se les prohibió reunirse o vivir solas. El único lugar seguro para una mujer era al lado de un hombre. A pesar de que las principales destinatarias de las cazas de brujas eran las mujeres que se negaban a casarse, las que eran dueñas de pequeñas tierras y, en particular, las matronas, las curanderas y otras mujeres que ejercían cierto control sobre la reproducción y que podrían haber practicado abortos, el terror funcionaba precisamente porque casi cualquiera podía ser acusada de brujería. Este miedo ayudó a crear lo que ahora conocemos como género.

Las cazas de brujas no solo servían para expulsar a las mujeres de las tierras comunes, que para entonces habían comenzado a cercarse, y encerrarlas en casa. También servían para recordar a poblaciones enteras qué podía pasar si se negaban a trabajar. Eliminar la creencia popular en la magia, afirma Federici, fue fundamental para la creación de la ética del trabajo capitalista: la magia era «una forma ilícita de poder y un instrumento para obtener lo deseado sin trabajar, es decir, aparecía como la puesta en práctica de una forma de rechazo al trabajo». La disciplina (y, en ocasiones, la tortura) del cuerpo durante las cazas de brujas ayudó a sentar las bases para la disciplina del cuerpo a la que obligaban los empresarios durante la jornada laboral, no solo la disciplina del reloj, sino también la de los músculos doloridos, las articulaciones cansadas y las mentes desgastadas que ahora las mujeres debían reconfortar.

Así se creó la dicotomía entre «hogar» y «trabajo» y, con ella, muchas otras oposiciones binarias que todavía configuran nuestras ideas sobre el mundo: «mente» y «cuerpo», «tecnología» y «naturaleza» y, por supuesto, «hombre» y «mujer». También en este periodo comenzó a tomar forma el concepto de raza tal y como lo conocemos (junto con la designación de algunas de ellas como naturalmente esclavas), y las sociedades empezaron a penalizar las formas sexuales no reproductivas. Al término de este periodo convulso, las mujeres no solo quedaron firmemente ancladas en el hogar, sin cobrar un salario y carentes de derechos, sino que la historia de la violencia que había dado lugar a esta situación se borró de un plumazo. «El trabajo femenino se convirtió en un recurso natural —indica Federici—, disponible para todos, no menos que el aire que respiramos o el agua que bebemos». Incluso la sexualidad femenina se transformó en trabajo. 

Sahra Jaffe. Trabajar: un amor no correspondido.

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