Publicado hace 11 años por winstonsmithh a cienciaipolitica.com

Desde hace más de un mes soy visitante habitual de la nueva Fe, el monstruo aislado (e inacabado) que malvive al lado del Pla Sud, desterrado de la ciudad, arrancado de raíz de Campanar. Allí, ahora, tan sólo queda el esqueleto, los despojos, cuatro servicios mínimos e insuficientes. La grandeur valenciana ha triturado un centro que era referencia, desestructurando el barrio y obligando a miles de personas a desplazarse a un entorno inhóspito a kilómetros de su casa.

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winstonsmithh

Ir a los hospitales nunca es agradable, si descuentan los nacimientos y las (escasas) buenas noticias que allí se comunican. Yo, como Tony Soprano, le tengo aversión en aquellos edificios de blanco hiriente; seguramente, la causa es el hecho de compartir enfermedad con Woody Allen, una hipocondría descontrolada que me atenaza los músculos al entrar por la puerta.

Desgraciadamente, desde hace más de un mes soy visitante habitual de la nueva Fe, el monstruo aislado (e inacabado) que malvive al lado del Pla Sud, desterrado de la ciudad, arrancado de raíz de Campanar. Allí, ahora, tan sólo queda el esqueleto, los despojos, cuatro servicios mínimos e insuficientes. La grandeur valenciana ha triturado un centro que era referencia, desestructurando el barrio y obligando a miles de personas a desplazarse a un entorno inhóspito a kilómetros de su casa. En mi antiguo barrio, un ex-municipio que tan sólo fue independiente unos años al s. XIX, se suceden las manifestaciones (ya llevan diecinueve!) reclamando devolver parte de las funciones hospitalarias al antiguo edificio, donde ahora ya entran incluso a hurtar grifos, cobre y lo que puedan encontrar.

Si exceptuamos la más que (re)conocida profesionalidad de los trabajadores de la sanidad pública y el hecho de estar en una habitación individual (una bendición), La Fe sólo ofrece a los visitantes y pacientes frustraciones y dolores de cabeza, problemas que se entienden los primeros días de funcionamiento, pero que no tendrían que prolongarse en el tiempo. Quién y por qué diseñó un hospital de referencia como un laberinto, no lo sé, pero sin duda alguien tendría que explicarnos por qué la vida es tan difícil allá dentro. Para otra entrega, las partes inacabadas del hospital, la carencia de sillas de ruedas, los horarios de las ambulancias y el lamentable estado de algunos elementos ortopedicos. Y de muchas cosas más.

El hospital es obra de Dédalo: no hay ninguna otra explicación. Nosotros, al contrario que Ícaro, no tenemos alas, ni tampoco la ayuda con la cual contaba Jennifer Connelly al laberinto construido por David Bowie. La circulación de un lado a otro se tiene que hacer bien por multitud de pasillos y ascensores prohibidos a los visitantes, bien por fuera del edificio en un descomunal rodeo que a una persona mayor le puede costar media hora. Los mismos trabajadores admiten el despropósito y te indican como acceder a tu planta de la forma más rápida, que, invariablemente contiene: a) un ascensor reservado a médicos y b) un trayecto al cual, en ningún momento, encontrarás ninguna señal de tu destino. Sumáis que a determinadas plantas hay que entrar por puertas de emergencia sin letreros, y lo tenéis completo. No es una obsesión sólo mía.

En el supuesto de que todo esto tuviera un sentido –es decir, separar las dos partes del hospital- aquello esperable, dada la dificultad para moverse entre ambos, sería duplicar servicios. Pero no: a una banda hay una cafetería grande y quiosco permanente, y a la otra, una paradita temporal y un comedor mucho más limitado.

Los ascensores, invariablemente colapsados, son estrechos, tanto que en anchura sólo cabe una silla de ruedas y una persona de costado, y en longitud, dos sillas y gracias. Mucho más estrechados que los anteriores. Adentro, todas las conversaciones van de esto.
Hay que maniobrar (y mucho) para que las literas entran a la habitación: puertas y pasillos estrechos tienen la culpa. ¿El motivo? Según nos contaron, se compraron las literas sin tener en cuenta las medidas. Más o menos como cuando se tuvo que derrocar una pared acabada de hacer para que entrara instrumental médico. Lo que decimos un #Facepalm, vaya.

El parking es caro, muy caro. Y hay autobús, pero no para llegar desde todos los lugares. Y si tienes que dormir, ya no tienes escapatoria. No digo que aparcar allá sea gratis, pero quizás sí que se tendrían que plantear imponer condiciones a la concesionaria sobre los precios. Digo yo.
Y si ir en coche es caro, de comer ni hablamos. Un menú por encima de los 7 euros en el mejor de los casos –cuando ses senyories comen por 5,50, y si lo comparo es por el hecho de ser una concesión para explotar un bar dentro de un equipamiento público- que, si te despistas, sube a 11 euros por una cerveza caliente, un pan del año pasado, una ensalada minúscula, una paella pastosa y una pera de ve-a-saber-dónde. “Sale de allá y cómete un buen bocadillo a un bar cercano, como hacía el protagonista de Purgatorio, de Joan F. Mira cuando visitaba su hermano a La Fe de Campanario”, pensé, triunfante. Pero no: allá fuera es todo un páramo, el hospital una isla blanca en medio de un mar de solares, fincas-*atols, la nada.

Las tres guindas del pastel

La primera, el Belén que había a uno de los recibidores. Gracias a quien pusiera la señal. Dignidad.

La segunda, las vistas: quizás la mejor tarjeta de visita de La Fe, si es que esto existe o puede existir. Una maravilla desde la sexta planta.

la tercera: en justicia, esto no es culpa de Fabra, ni de Camps, ni del PP. Es culpa nuestra, de todos, una cuestión de educación y civismo, de derrochar los bienes públicos y respetar los equipamientos comunes. Da vergüenza subir a un ascensor de un hospital que no tiene ni dos años y ver esto.

winstonsmithh

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