Juan Antonio se despertó de golpe. Abrió los ojos y se quedó unos segundos hipnotizado por el movimiento de las aspas del ventilador de techo.
Lentamente intentó reincorporarse pero le resultaba muy laborioso. Sus movimientos eran torpes y bruscos. Comenzó a retorcerse y al hacerlo le dio una patada a un cojín que tenia a sus pies, que cayó junto con la Biblia.
Aquel sonido seco alertó a Paula, que se dio prisa y apareció de inmediato en la habitación.
- ¡Buenos días cariño! Aquí tienes tu desayuno corazón, le dijo, arrastrando la z y convirtiéndola en una s alargada y sonora.
Él la miró fijamente a los ojos con cara de estupor. Intentó decirle algo pero no le salieron las palabras.
De golpe le vinieron a la memoria ráfagas, recuerdos de la noche anterior.
Se acordó de que tocaron el y su colega al timbre de aquella casa en los bajos de un edificio a medio derruir. Ella les invitó a entrar, sin duda le pareció una chica graciosa y amable. Estuvieron un rato hablando de la llegada del Señor. Él le preguntó a ella si estaba preparada para la inminente venida y ella les contestó que si, que lo estaba, que estaba ampliamente preparada.
Les ofreció un té con galletas a ambos, lo bebieron lentamente mientras discutían acerca de cual de los cuatro jinetes del Apocalipsis les parecía más interesante. Cuando él iba a dar su opinión acerca del corcel bermejo del jinete de la victoria, se le cayó la taza de las manos. De repente todo se volvió nebuloso y desde ese momento no recuerda nada.
- ¿Y mi colega? ¿Dónde esta mi colega? Se preguntó a si mismo con desesperación. Su respiración comenzó a agitarse, quería preguntarle tantas cosas pero le resultaba imposible articular palabra alguna. No paraba de mirar fijamente a los ojos de la chica, intentando hacer una conexión visual.
Pero la verborrea de ésta le impedía concentrarse en ningún pensamiento. La chica no paraba de hablar. De cuales serían los planes para ese día, para la semana y para el mes. De que vestido elegiría para la boda, de cuantos serían los invitados, quien organizaría el banquete. Parecía muy ensimismada en sus elucubraciones.
Quería gritar pero no podía, juntó aire en sus pulmones y en cuanto le permitieron hacerlo soltó un grito de alarido, de desesperación, interrumpido abruptamente por una almohada que se dirigió hacia su boca.
Lo siguiente fue el silencio. Y se quedó dormido otra vez mientras Paula no dejaba de mirarlo con cara de embobada.
Personajes:
EUFRASIO, un rinoceronte.
MIGUELÓN, un león.
RAMONA, una leona.
FRASQUITA, una hiena.
HUGO, un elefante.
CASIMIRO, CASIVEO, CASICASI, tres ratones.
LAILA y LEOCADIO, dos jirafas.
GOTAS DE LLUVIA.
***
ACTO I
El escenario muestra la sabana africana, hierba de cartón de colores pardos repartida en el suelo, una gran piedra hecha de madera y telas en el centro del escenario, un árbol grande al fondo, un forillo pintado con montañas y un cielo luminoso pero con el sol semicubierto por una nubecilla de tormenta. Por el lateral derecho entra RAMONA, seguida muy de cerca por MIGUELÓN.
RAMONA: (A Miguelón) Que no pesado, que no, ya te he dicho venticincuenta veces que no iré contigo al baile...
MIGUELÓN: Anda, Ramona, no seas así, van a estar todos en el baile de la primavera... hasta vendrá Eufrasio y todo...
RAMONA: Mira, que no iré contigo al baile...
MIGUELÓN: ¿Y con quién irás?
RAMONA: Ay, qué pesadito que eres, no lo sé.
MIGUELÓN: (Nervioso) P-pero los bailes, los bailes...
RAMONA: Bueno, yo me voy al río a beber agua, adiós, pesado. (Sale por el lateral izquierdo con paso decidido).
Miguelón se queda solo en el escenario. Se sienta en una piedra apoyando la cara en las manos. Suspira. La mirada perdida. Suspira otra vez, ahora con más fuerza que antes. Por el lateral derechos entran CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI, riéndose en silencio y tapándose la boca para que no les oiga Miguelón, se acercan hasta él por detrás en silencio y se ponen a su espalda.
CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: ¡¡¡BOOOO!!!
MIGUELÓN: (Salta asustado). ¡¡¡Qué susto, recontra!!! No podíais dedicaros a hacer ratonadas y dejaros de asustar a los animales.
CASIMIRO: (Riéndose). Anda que el susto que le dimos al elefante del claro al lado del lago... (A Casicasi) ¿cómo se llama...?
CASICASI: Hugo, el elefante se llama Hugo, pero cuando lo asustamos nosotros le decimos...
CASIMIRO, CASIVEO y CASICASI: (A coro). ¡¡Hugo, tarugo, asustón!!
MIGUELÓN: (No le hace gracia la broma de los ratones). ¿Y eso es gracioso?
CASIVEO: ¿Qué te pasa, Miguelón, que tienes hoy la cara de un melón? (Los tres ratones se ríen del supuesto chiste).
MIGUELÓN: Nada, el baile es mañana por la noche y... (Dándose cuenta que mejor no les cuenta nada a los liantes de los ratones). Nada, voy a beber al río... (Sale por el lateral izquierdo cabizbajo).
CASICASI: Uy, seguro que Miguelón le ha pedido a Ramona, la leona mona, (todos se ríen del chistecito)... que lo acompañe al baile y le ha dicho...
CASIMIRO, CASICASI, CASIVEO: (A coro). ¡...Que no! (Se ríen).
CASIVEO: Podríamos echarle una mano, jijijiji...
CASIMIRO: Sí, podríamos ayudarle... jejejeje...
CASICASI: Y de paso reirnos un rato de la parejita... jajajaja...
CASIVEO: ¿Se te ocurre algo, Casicasi?
CASICASI: (Pensativo). Casi casi...
CASIMIRO: Y yo Casimiro y éste Casiveo...
CASICASI: Burro, que casi casi se me ocurre algo...
CASIVEO: Hay que hablar con Ramona y convencerla de algún modo para que quiera ir con Miguelón...
Por el lateral izquierdo entra FRASQUITA y viendo que están distraídos con sus planes se acerca hasta ellos por detrás en silencio.
DOÑA FRASQUITA: ¡¡¡¡BOOOO!!!
Los tres ratones se dan un gran susto y cada uno sale corriendo hacia un lado del escenario.
FRASQUITA: (Riéndose). Los bromistas de la sabana se asustan por nada, jajajaja...
CASIVEO: Nos has pillado distraído, Frasquita...
CASIMIRO: ¡Muy distraídos!
CASICASI: ¡Distraídisimos!
FRASQUITA: ¿Qué, planeando alguna de vuestras bromas pesadas?
CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...
CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de si lloverá mañana por la noche...
CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...O lloverá la semana que viene al mediodía o...
FRASQUITA: (Lista, aguda). Ahhh, mañana por la noche es el baile, pillastres, espero que no se os esté ocurriendo liarla en el baile...
CASIVEO: (Negando con la cabeza). NooOOoOoo...
CASIMIRO: Hablábamos del tiempo, de... NoooOooo, no pensamos hacer nada en el baile...
CASICASI: (Dándole un codazo a Casimiro para que no siga hablando). ...Ni siquiera vamos a ir, Frasquita...
FRASQUITA: (Mirando al cielo). Pues a lo mejor sí que llueve, me voy corriendo a casa que a mí el agua, psé...
CASIVEO: (Susurra a Casicasi). Es que mojada de lluvia es tres veces más fea, jijijiji...
FRASQUITA: (Cogiéndose las orejas). Lo he oído, botarate, no ves que tengo un oído finísimo...
CASICASI: Nosotros ya nos vamos, que... (Señalando al cielo) va a llover... (Coge a Casiveo y a Casimiro del brazo y se los lleva por el lado izquierdo.)
DOÑA FRASQUITA: (Viendo cómo se marchan los ratones). Ay, espero que no estropeen el baile de este año... ayy... (Sale por el lado derecho). (En OFF:) El año pasado estuvieron tirando petardos toda la noche...
El escenario se queda vacío. De los laterales entran gotas de lluvia y cambian en el escenario la hierba de cartón de colores pardos por otras hierbas de vivos colores verdes, cada gota coge una de las hierbas pardas y la cambia por otra verde brillante, otras gotas le cambian al árbol grande las ramas por otras más bonitas y muy verdes, otra gota se queda al lado de la nubecilla que tapa al sol y cuando todas las demás gotas han terminado y salen de escena, quita la nube dejando un sol grande y brillante. Mira a su alrededor para comprobar que todo está en orden y sale por el lateral derecho.
(...)
No le des vueltas, Justino: para todo problema complejo hay siempre una solución simple. Lo tuyo, la verdad, son ganas de liar las cosas. Porque te aburres, y nada más.
No existen conspiraciones, ni complots para hacer que las cosas parezcan distintas de lo que son.
No existen los conjurados, reunidos en oscuros salones, con una careta cada uno y un cuchillo que se echa a suertes para determinar quién va a ser el asesino.
No existen los subterráneos debajo de los edificios, construidos en tiempos remotos para que frailes siniestros se movieran como topos por el vientre de la noche, el pecado y la traición.
No existen códigos ocultos en las obras de los pintores, ni vale de nada buscar acrósticos inversos en poemas aburridos, atorados en bostezos de tanto como hace que nadie los lee.
No existen archivos secretos en el Vaticano, ni listas negras en las televisiones, ni vetos editoriales. No hay más secretos que los que guardan algunos gobiernos desconfiados por miedo a que les roben no sé qué, y aun esos, son como los tuyos: el número de la tarjeta de crédito, que no es alquimia, ni cábala, sino que lo guardas por precaución.
No existen trapicheos en salones privados, ni gente que se concuerda para sacar más provecho del normal. Eso pasa en las dictaduras, pero en las democracias los políticos saben que eso les puede costar el puesto y se agarran a su escaño como una mancha a un mantel.
No existen comisiones ilegales, ni tráficos de influencias, ni más favores que los normales. Porque es normal que un empresario contrate a su hijo antes que a otro, porque conoce el oficio, y lo mismo es normal que llegue catedrático el hijo del catedrático, y por la misma razón.
No es tan raro que un chorizo y tres camellos aprendiesen en tres días a montar bombas de precisión, ni que luego se suiciden los que pudieron hacerlo antes para hacer doble de daño. No tiene por qué haber nada detrás de las cosas, Justino. Lo normal es que las razones vayan por delante.
Lo que pasa es que tú te crees más listo quela televisión, y que la radio, y que los periódicos.
Eres capaz de creer en Dios y en la Virgen y no en lo que te dicen las personas que saben más que tú. Todo te vale con tal de desconfiar y llevar la contraria y meterte en lo que no te corresponde.
Tienes que pensarlo todo por tu cuenta, y pensarlo torcido.
Y no, Justino, que no: Que las cosas son como las vemos.
No me tomes el pelo, que otra cosa no, pero el sol lo veo todos los días. Y el sol gira alrededor de la Tierra y lo demás son pamplinas: no me quieras convencer de una cosa cuando veo yo lo contrario con mis propios ojos.
Tanto complicar las cosas cuando están claras.
¡Qué ganas de enredar!
Nos fuimos quedando solos: el mar, el barco y nosotros.
Poco a poco fue desapareciendo de los muelles la carga que transportábamos: otros buques más rápidos ofrecían fletes más baratos. Otras fábricas manufacturaban más deprisa. En otros cafetales se pasaba más hambre.
Nos fuimos quedando solos.
Los bancos dejaron de escuchar al armador y los prácticos de los puertos nos dejaban a menuda trasnochar en mar abierto. Amarrar cuesta dinero, y no había dinero a bordo. Ni en la oficina de la naviera. Ni clientes a la espera de nuestro regreso.
Nos fuimos quedando solos.
En Montevideo nos dijeron que no podríamos volver a España. La naviera había quebrado y el barco se vendería como chatarra. El capitán y los doce tripulantes volveríamos en avión. Tampoco teníamos dinero para volver y tuvo que ocuparse de ello la embajada. Al principio se ocuparon de nosotros, pero luego se cansaron de aquellos marineros viejos y malhumorados.
Y nos fuimos quedando solos.
Dormíamos en el barco. Comíamos en el barco. Bajábamos a tierra sólo a enterarnos de la ausencia de novedades. Se arreglaron al fin los visados y once marineros sufrieron la humillación de regresar en un vuelo chárter. El capitán se quedó: sentía que era su deber también en aquel tipo de naufragio. Yo llevaba veinte años como segundo y me quedé con él. En el barco abandonado.
Nos quedamos completamente solos.
Dos semanas tardaron en arreglarse las diligencias para embargar el buque. El capitán tardó tres en enfermar y cinco en morirse. Podría decir que murió de pena, pero no quiero poesías: murió de una angina de pecho. Los marineros se entierran donde el mar los arrastra: no tenía familia y no mandé repatriarlo.
Al barco y al capitán los llevaron al cementerio. En una sucia ensenada esperaban treinta barcos el infierno del soplete. En una recia colina, once millas más abajo, encontré un pueblo de pescadores donde no pidieron nada por cavar una tumba para un marinero más. Para un marinero menos.
Me quedé solo del todo.
Entonces fui a la embajada y arreglé el viaje de vuelta.
El día que me marchaba suspendieron aquel vuelo. Se desató una tormenta que amarró a tierra por igual barcos y aviones. Hubo olas de quince metros y vientos de sesenta nudos.
La tormenta duró dos días y cuando iba a marcharme, me llamaron de la embajada. Era la funcionaria morena que simulaba comprendernos, pero no me hablaba ya como a un niño perdido en unos grandes almacenes: me hablaba como se habla a un mendigo después de saber que en realidad es un millonario disfrazado.
Nuestro barco había desaparecido de la sucia ensenada donde esperaba su final. El fuerte oleaje había sacado varios buques a mar abierto y los había vapuleado a su antojo durante dos días.
Nuestro barco había encallado, once millas más abajo, frente a un recio promontorio, en un pueblo de pescadores, frente a la tumba del capitán. Reflotarlo costaría más de lo que valía su chatarra. Allí se quedaría hasta disolverse en óxido.
Allí se quedaría cien, quinientos, o mil años.
Aquello era el fin. Cogí el avión y regresé a casa. Con una sonrisa de un hombre que no sonríe y un poema de un hombre que no es poeta:
Nos fuimos quedando solos
el mar, el barco y nosotros.
O no tan solos, quizás,
pues no están solos jamás
los fantasmas y los locos.
Cuando lo sabes todo de una persona y el destino insiste en que te reencuentres con ella, el mundo cambia en base a dos voluntades en lugar de una.
Nuestro viaje comenzó hace mucho tiempo. Fue retomado y ahora toca otro descanso. La travesía, la ironía de la vida de un viaje constante para hallar como respuesta un final. Para eso vivimos, pero no me arrepiento del camino. Jamás lo haré.
Me guiñaste un ojo, lo juro, mi mente manipuló la realidad. Me besaste y ese recuerdo es imborrable, por lo que con orgullo lo tengo izado donde el corazón. Nos alejamos, regresamos. No hubo más besos. Vivimos apartados del mundo donde la roca más seca, aquella necrópolis que debía anunciar destinos nefastos, uniones desnudos. Fue cárcel para ti, sin embargo.
Reencuentros en el camino, es lo que mejor nos define. Paciencia, es la virtud que te acompaña. ¿Cómo alguien puede quererme? Me ofusco sin querer mirar tus lágrimas. Siento que mi ego sea tan impertinente, ¿pero era mejor seguir con la falacia? ¿Sentir que de verdad te quiero como mereces? Claro que te quiero, pero ya no es lo mismo que en nuestro último reencuentro, este que nos ha llevado a conocer mundo, a liberarnos gracias a que comprendíamos qué significa estar encerrados en un mismo lugar y rutina. ¿No es hermoso? Dos presos mirando al mar.
Juntos incluso observando la muerte de cerca. Juntos incluso aguantando a sabios locos. Juntos incluso contra la demencia del día. Juntos siendo la misma risa. Juntos... Fue sincero lo nuestro, es así, entre chascarrillos y bromas privadas; teníamos la misma sombra.
Y decido alejarme. Nadie huiría de un idilio hecho realidad. Y me alejo de escenas felices. Me saboteo sin explicación. Y tengo clavada tu mirada por siempre. Mi primer beso, el último engaño. Me has sido alfa y omega, lo has tenido todo para mí. Y, voy, agarro la piedra preciosa, y la lanzo. No doy motivos sólidos. Soy vago en mi pensar y mi proceder. Soy sincero y no suena convincente. No hay nada más en mí. Estoy hueco, donde antes estaba lleno de ti, ahora hay oscuridad. Mi reflejo. Mis ojos metidos hacia dentro. Soy como a quien critico: juntos pero no revueltos. Egoísta, desgraciado. Sin compromiso pero juntos para siempre. Estúpido.
Lo nuestro fue de cuento, por lo que de ese modo hay un final, me temo. Quiero otra clase de epílogo, una continuación que sea también best-seller... A quien quiero engañar, ha sido la soledad la que me ha transformado.
Y recordaré cuando fuimos a los lagos. Las veces que vimos el mar, nuestro cómplice. Los momentos tensos con los demás y las risas de los amigos de verdad. Esas carreteras largas que regalan el horizonte. Fuimos de buen comer y de dormir regular. Señores de días enteros por calles y sorpresas. Descubrimiento, un regalo para personas tan curiosas como nosotros. Emoción en cada esquina. Magos que pintaron escenas que los demás aún no saben valorar.
Tantos nombres que conquistamos. Tanta gente que nos ha hablado... Esto lo tengo tatuado, y sé que tú también. Esta vida la contaré con orgullo gracias a ti. Por eso no quiero perderte.
Qué hueco me siento. Me he quedado partido por la mitad. Por desgracia, no brota sangre. Hace tiempo que no lo hace. Y sin sangre, el corazón no late. Soy estatua ahora mismo. Una de esas que se tapan el rostro con las manos. No quiero hacerte más daño, así que no pestañees. Pero juro que no quiero hacerte daño, pero es mi naturaleza la que está siendo cruel. Aún no me conozco, y para variar lo he pagado contigo. Soy un perro encerrado en sí mismo y por lo tanto consigo mismo. Una celda estrecha es mi pecho, y va a reventar.
Lo siento.
-¿Entonces no tenéis guerras nunca, no habéis tenido guerras antes?
-No. Cuando ha habido algún conflicto teórico sobre algún tema y no nos poníamos de acuerdo lo que hacíamos era que “lanzábamos hafgiu” y el resultado era lo que hacíamos. Ese proceso de lanzamiento hafgiu es un proceso matemático de azar. Nos encanta el azar.
-¿Y conflictos con otras civilizaciones? ¿Habéis conocido a otras culturas?
-Conocemos varios mundos habitados por bugihel, seres sentientes, en diferente grado... Los que ya saben cómo viajar instantáneamente a cualquier lugar del universo, los que llamamos "1101", no están interesados en conocer a nadie, están dedicados a crear nuevos universos en otras dimensiones, al menos los dos grupos que hemos conocido y que apenas pudimos comunicarnos con ellos. Los que no han descubierto aun ese tipo de viaje y siguen limitados por la velocidad de la luz quedan demasiado lejos para que el viaje sea factible.
-Pero la lucha por el espacio vital es una constante en las leyes de la selección natural.
-Sí, pero si mantienes un equilibrio con tu entorno no hace falta ser hostil.
-Oye, y eso de que os gusta el azar...
-Es maravilloso, nos hace pensar con más rapidez soluciones ingeniosas o resolver cuestiones.
-Pero la ciencia se dedica a predecir lo que sucederá con las reglas que tiene...
-La profunda es profunda.
-¿Qué?
-Un fallo de traducción. Espera. Que la ciencia más profunda se rige por comportamientos olikui, algo como “azar misterioso”, no porque sea misterioso sino porque a veces es una cosa y a veces es otra por la muergubiliatorni, energía de voluntad.
-No entiendo.
-Imagina que las subpartículas, como las llamáis vosotros, tienen vida... Ah, espera esto lo estamos hablando con “armónico 56h”, otro humano que es astrónomo... y tampoco lo entiende... Mejor lo dejamos, no creo que te lo pueda explicar.
-Y otra cosa... ¿cómo conocéis mi idioma tan bien? ¿Un traductor universal o algo así?
-No, no tenemos ni idea de cómo es tu idioma, ni siquiera usamos palabras para comunicarnos, accedemos directamente a tus pensamientos y plantamos conceptos directamente en tu mente que tú traduces en tu propio lenguaje, de ahí los problemas de traducción a veces.
-Y cómo os comunicáis entre vosotros.
-Emitimos ideas que procesan los demás.
-¿Como si fuera telepatía o algo así?
-No. Cogemos las ideas del vacío de la nada, que ya sabes que no está vacío, las condensamos y las emitimos a otros, quien quiera coge esas ideas y las procesa y quien no quiera, no.
-No entiendo cómo podéis ser tan avanzados en todo.
-Oh, no lo somos, hay mundos donde están diseñando universos en otras dimensiones, recuerda lo que te he explicado hoy.
-¿Y cómo sois físicamente?
-Ah, ya te lo he contando antes, pero te lo explico otra vez... Tenemos una estructura superficial hecha de sílice y otros elementos, el interior es una combinación gaseosa y sólida de órganos funcionales, hay partes con las que procesamos la energía en forma de gas y partes con las que procesamos energía en forma sólida. Nos alimentamos de energía sólida y de energía gaseosa como cianuro, nitrógeno, argón. También tenemos unas especie de plumas, o lo más parecido en vuestro mundo, con las que gestionamos la energía de la luz de nuestro sol rojo.
-¿Tenéis piernas, brazos, dedos...?
-Sí y no, nos desplazamos a veces haciéndonos menos pesados que el aire o a veces nos movemos con la parte inferior del cuerpo sólido que tiene una capa de mucosa pegajosa. Para manipular objetos creamos apéndices concretos para coger, aplastar, doblar, palpar, dependiendo de lo que queramos hacer.
-No debe ser una visión agradable para nosotros.
-Oh, tenemos colores exteriores tornasolados que creo que os gustarían.
(Febrero, 2008. 3ª parte de 6.)
Son hermosas las horas que perdemos si en el perderlas, como en un jarrón, ponemos flores.
Quedó como Dios el poeta, pero, ¿qué flores pueden ponerse en el jarrón de una sepultura que no se enfría? Si acaso las de Baudelaire, y pare de contar.
Porque todos tenemos una idea clara de lo que se debe hacer cuando queda inútil una persona a la que queremos, y estamos seguros de que estar a su lado es la postura humana, la ética, y hasta la única posible. Decimos a la familia que yo me ocuparé de él, y lo decimos de corazón. ¿pero qué pasa luego?, ¿quién cuenta los días?, ¿qué ocurre cuando los calendarios se juntan en rebaños de alas negras girando sobre el silencio?
La medalla que dan al mutilado no vale más que su pierna. Ni la admiración del mundo entero por la abnegación y el sacrificio tampoco más que la vida, afantasmada en jirones de lo que pudo haber sido. ¿Ha visto alguna vez las esfinges, a la puerta de los templos? Así me sentía yo.
Tiene un nombre el que da la vida porque lleva vida dentro y tiene nombre también el que propaga la muerte. El primero no lo sé porque nunca he sido madre; el segundo es Satanás, me da igual si es o no es culpable.
¡Y aún hablan de los aztecas, con su sacrificios humanos! ¿Y qué es lo mío? Por lo menos el que moría en la piedra del ritual creía servir a un dios, ¿pero a quién sirvo yo? A un hoyo. Porque es un hoyo. Porque cuanto más le quitan, más grande es. Y más me traga. Y más me entierra.
No sé por qué lo hice. Sé sólo que una mañana salí a comprar pan y fruta y me encontré en la estación. No pensaba hacerlo. No pensaba irme tan lejos. Claro que sabía que sin mi no podía valerse, y por supuesto que agradezco de todo corazón a la vecina que llamase a la ambulancia, e incluso a la policía. Y me alegro de que en el hospital pudieran salvarlo. ¿Qué se cree que soy?
Fue sólo un error. No volverá a suceder.
Perdone, señor Juez. Creí estar viva otra vez. Claro que volveré con él. Sólo fue un espejismo.
Muy corto. Decían que Gabriel era muy corto, tan corto que llegaba con lo justo para opinar de cualquier tema. Con él una charla se volvía un cuento infantil, donde todo tenía un final feliz. Gabriel tenía un optimismo natural, porque todo y siempre se podía solucionar. Recordaba muchos cuentos de esos que nos leían de niños. Todos sabían que Gabriel era así y que era feliz y hacía feliz a todo el que le rodeaba. A veces, no parecía tan corto y no gustaba a los demás, que preferían al otro Gabriel, al de los cuentos con final feliz. Él se reía cuando alguno le llamaba "Grabiel", una de esas personas que sólo contaban cuentos con final triste y terrible. Se reía.
(2001.)
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
(Como a lo mejor ya no encaja en el concepto "Relato corto" y me paso aporreando teclas para esta historia... esta parte viene de aquí: www.meneame.net/m/relatocorto/continuara-7 )
***
Juan se levantó como siempre a las ocho en punto, preparó el desayuno según la lista semanal, tostada integral con aceite y queso fresco y un té de jazmín. Un rayo de sol matutino se colaba en la cocina, parecía que hoy haría un día despejado aunque algunas nubes corrían tras la torre del campanario.
Las ganas de leer las noticias crecían en su interior, pero sólo leía noticias después de la comida del mediodía y tras recoger la mesa.
Salió al jardín y se fijó en que un pequeño trozo de plástico estaba ensartado en una espina del rosal. No era posible, el rosal está a unos dos metros de distancia de donde preparó el paquete. Imposible, pero ahí estaba. El azar, como siempre, jugando con la realidad. Cogió el trocito de plástico y se lo llevó a su taller, quería comprobar si era del mismo tipo de plástico que el que usó el otro día. Efectivamente, lo era. Repasó mentalmente sus movimientos y no encontraba explicación, a no ser que mientras acercaba el plástico al cadáver, al ser tan grande... No, no encontraba explicación. Fue a la cocina, y usando el soplete de cocina, lo quemó en el seno del fregadero.
Ese detalle le obligaba a revisar a fondo el maletero del coche. Se vistió de calle y se dirigió a donde tenía el coche aparcado.
Aun era temprano para que las tiendas estuvieran abiertas pero no para los corredores que, con el despuntar del alba, ya estaban sudando la camiseta con los auriculares calados en las orejas. Un señor, que apenas podía dar dos pasos, medio andaba embutido en camiseta y pantalón corto, sano, muy sano. Una jovencita enmorcillada en ropa de colores tan reflectantes que había que mirarla con gafas de sol, el volumen de la música era tan alto que se podía adivinar la música rítmica que estaba escuchando. También estaban los madrugadores paseadores de perros, al menos el perro que se cagó al lado de su coche tenía un cuidador que recogió el excremento con esas bolsitas anudadas a las correas de los chuchos.
Juan abrió el coche y fue directo al maletero. Y allí estaban. ¿Cómo se había olvidado de las bolsas de esa cadena de supermercados que llevaba para las compras? Él, metódico, concienzudo, tenaz, no se había acordado de que las llevaba cuando metió el paquete en el maletero. Podría cogerlas y tirarlas a la papelera que había cerca, pero no quería tocarlas, obsesivo como estaba todo le parecía imposible. Sacó un pañuelo de papel de su bolsillo derecho del pantalón y cogió las bolsas reutilizables. Cayó en la cuenta de que las había tocado y manipulado docenas de veces. Se sintió ridículo. El paquete de plástico no podría de ninguna manera haber contaminado sus bolsas. Ni el fondo del maletero. Pero ese trozo de plástico ensartado en el rosal no le había gustado nada. Azar, maldito azar.
Arrancó el coche y lo llevó a un lavado de coche, por el camino observó que algunas calles seguían embarradas de la fuerte tromba de agua, otras estaban más secas, algunas alcantarillas estaban cegadas de barro y objetos, algunos operarios del ayuntamiento ya estaban limpiando muchas zonas. En el lavado de coches se fue directo a la zona de aspiradores y pasó estos concienzudamente, obsesivo. Miró y remiró cada esquina buscando algún error, algún “plástico en el rosal”.
Satisfecho, se dirigió en coche a la zona donde había tirado el paquete, pasó lentamente por allí y ya nadie estaba mirando el cauce del río.
En la zona de su casa, hoy no había aparcamiento cerca, así que lo dejó al principio de la calle. Al bajarse del coche vió cómo la señora “tutticolori” sacaba a su perro a pasear, la siguió mientras se dirigía calle abajo, hacia su casa, la observó y se dio cuenta de que miraba a veces por las vallas de las casas con la excusa de que su perro se paraba en ese lugar a hacer sus cosas. Vieja del visillo tres punto cero, cotilla sin vida de toda la vida.
Cuando llegó a su casa se quedó en la puerta con la botella de vinagre rebajado con agua, desafiante, la señora colorida levantó la cabeza, sin darse por aludida, y tironeó del chucho hasta sobrepasar su portón.
Juan miró la lista de comidas de hoy. Filetes adobados con arroz hervido y ensalada de pimientos asados. Pero no podía esperar más, tenía que leer las noticias del día saltándose sus propias reglas.
Sabía, sentía que esto era un error por su parte, un error de protocolo, pero si el azar a veces jugaba riéndose del mundo, pensó que él también podría reírse del azar. Conectó su portátil con el cable de red al router. Navegó por las noticias en el mismo orden de siempre, primero locales, luego regionales, nacionales e internacionales. Hizo clic en un anuncio de guantes de jardinería, y en una web de creación de páginas web a buen precio. En la información local había una noticia que le dejó sorprendido,
Ana Ferrer de 38 años se había declarado como desaparecida, pero además era la hija de un inspector de Policía de la localidad vecina, los periodistas cotillas habían conseguido su historia personal, divorciada el año pasado, trabajadora en Servicios Sociales en su localidad, buena persona. Su padre movería “Roma con Santiago” para encontrarla, el ex marido parecía que estaba en paradero desconocido. Azar. Buscó más información de la historia. En la prensa más amarilla de la zona se decía que iba a encontrarse con un amigo y que nunca llegó a su casa, había una foto del joven en cuestión. Y unas fotos de su padre hablando a los medios. No encontró los vídeos de sus declaraciones, pero claro, su hija tenía que aparecer, y lo de las 24 horas era una chorrada de las películas. Qué curioso es el azar, pensó Juan. ¿Pondrían más esfuerzo en localizarla? ¿Menos si era un comisario no querido? Azar.
Ahora ya se podía ir a comer tranquilamente.
La semana que viene terminaban las vacaciones de Juan, volvería a la sucursal bancaria donde trabajaba vendiendo pólizas que nadie necesitaba, limitando hipotecas al que más la necesitaba y, en resumen, mirando por la cuenta de resultados del banco, un empleado modelo. Pelota con los jefes de la central, ladino cuando quería, seco con los clientes que tenían mil euros en la cuenta, modelo perfecto de ese dicho de “así es el mundo en el que vivimos”.
Esa tarde se dedicó a serrar maderas para hacer marcos nuevos para sus cuadros, todos con los mismos colores, rojo y negro, cada uno con formas abstractas, algunos parecían insectos aplastados, otros manchas del test de Rorschach, la mayoría tenían un aire espeluznante, inquietante, alucinógeno. Para él era la única forma de mostrar su mente a los demás. Aunque nadie viera sus cuadros; no recibía visitas, no tenía amigos ni conocidos, no le interesaban las relaciones humanas, ni con hombres ni con mujeres. El sexo para él era algo aburrido y monótono. Y sólo cuando pasaba el tiempo y la llamada del sexo acudía remolonamente se dirigía a la ciudad a donar semen en una clínica, por darle utilidad a la cosa. Por nada más.
Mientras quitaba el inglete para hacer los cortes de las esquinas de los marcos, pensaba en los siguientes pasos que daría la Policía. El amigo que iba a visitar y su ex marido serían los primeros sospechosos y la última persona que la había visto con vida, según dicen en las novelas, aunque pensaba que la realidad era bastante diferente, o no, según se mire. La palabra azar seguía rebotando en su mente sin orden ni concierto. No había previsto las lluvias torrenciales. Ni que esa mujer menuda sería la hija de un policía. Tampoco que se acumularan escombros en esa zona del cauce. Que no se llevaran el móvil. Y sobre todo estaba obsesionado con el trozo de plástico enganchado en el rosal. Por lo demás, ardía en deseos de ver qué pasaba después.
Contempló uno de los cuadros que iba a enmarcar, con su firma “Juan 2024”. Le gustaba añadir el año para tener ordenadas sus obras. En las paredes laterales de la escalera que conducía al primer piso los tenía colgados por fechas, el primero era de 2010 y le recordaba una mancha de sangre en la negrura de la noche, o un sol rojo explotando en el firmamento, o... Miró la hora. Fue al salón y esperó hasta que fueran exactamente las ocho en punto de la tarde. Justo en eses instante marcó un número desde el teléfono fijo.
-Hola, ¿cómo estáis?
-Puntual como siempre –dijo una voz anciana al otro lado del teléfono-. Bien, estamos bien, a tu madre le van a hacer unos análisis la semana que viene para controlarle el azúcar y yo, pues como siempre con la artrosis de las rodillas que me duelen y no hay manera de que... ¿Y tú? Se te acaban las vacaciones, ¿no?
-Sí, el próximo lunes vuelvo al banco.
-No has ido a ningún lado este año... eso no es bueno para la salud y... espera que se pone tu madre.
-Hijo, no puedes estar así, tan solo y tan encerrado...
-Madre, estoy muy bien así, sin depender de nadie ni que nadie dependa de mí.
-¿Vendrás este año por las fiestas del pueblo?
-No sé si podré pedir días libres, lo intentaré. Cuidaos mucho.
-Un beso, hijo mío, cuídate mucho.
A Juan le incomodaba hablar con sus padres, no sabía por qué, habían sido unos buenos padres, pero los llamaba por una especie de obligación que no entendía. Se dispuso a dar un paseo antes de preparar la cena, tuvo que ir a la lista para ver qué le tocaba esta noche. Judías verdes salteadas con ajo y una manzana de postre. ¿Cómo era posible que no tuviera manzanas en el cesto de la fruta? Algo estaba fallando en su cerebro ordenado y meticuloso, pero no entendía qué podía ser. Miró el reloj, tenía tiempo de acercarse a la verdulería y comprar manzanas.
A lo largo de ese fin de semana, el último de vacaciones, enmarcó dos cuadros y los colgó en los huecos libres que quedaban en “la pared de los cuadros”, organizó el taller de bricolaje, planchó camisas con pulcra exactitud, cepilló la chaqueta del trabajo y el pantalón. Gris. Por supuesto. Todo listo para el lunes volver al banco. Revisó la lista de comidas y cenas. Tachó de la cena del domingo las alcachofas con jamón, había tenido que tirarlas, hablaría con el verdulero sobre la calidad de algunos productos. Hablaría muy seriamente, el mes pasado le vendió un tomate que no estaba maduro, inaceptable.
Las noticias sobre la desaparecida eran casi inexistentes, cosa que no le gustaba ni mucho ni poco. Había conseguido ver en un periódico local las declaraciones de uno de los tíos de la mujer, haciendo de portavoz de la familia para los medios. La investigación sobre el paradero estaba en marcha. Al parecer, no era una mujer de desaparecer así como así. Tampoco se descartaba que le hubiera pasado algo relacionado con la tromba de agua.
Por un lado a Juan le encantaba la idea de que no hubiera ninguna noticia relevante sobre el caso y por otro le decepcionaba que hubiera sido tan fácil. De algún modo quería vivir cómo era una investigación así; era imposible que lo relacionaran con eso. ¿Cuándo encontrarían el paquete? ¿Cuándo limpiarían esa zona del cauce? Había leído en otro periódico regional que había un problema de competencias sobre la responsabilidad de ese cauce seco: Local, autonómico o de la Confederación de turno.
Pensó que mientras más tardaran en encontrar el cadáver menos información forense obtendrían, aunque creía que poca información podrían obtener en cualquier caso. Se repetía una y otra vez que todo estaba en manos del azar. La idea le gustaba.
El lunes a las ocho menos un minuto ya estaba en la puerta de la sucursal bancaria, listo para entrar en su trabajo. Había tenido que aparcar un poco más lejos de lo habitual ya que las calles cercanas estaban llenas de coches aparcados, suponía que para evitar calles embarradas o zonas con alcantarillado embozado.
Ese primer día se le hizo monótono, incluso para una persona como él, esclava de la rutina y el orden.
Al llegar a casa, mientras aparcaba el coche, observó que en las casas colindantes a la suya y puestas a la venta había visita. La cancela que daba al jardín de la de la izquierda estaba abierta y un par de señores, acompañados del joven de la inmobiliaria, estaban saliendo de la vivienda al porche de entrada. Mirando y remirando. Tenían algo extraño pero no le dio tiempo a fijarse tanto. Sobre todo porque en la casa de la derecha, se abría el portón y salían un hombre y una mujer, estos estrechaban la mano pero no al señor mayor con aspecto cansado sino a un hombre calvo, trajeado y con aspecto de ejecutivo, o de jefe. Posiblemente el dueño de la inmobiliaria, demasiado especulativa la idea.
Cuando llegó a su casa, tras aparcar el coche, ya no había rastro de las visitas y todo seguía como siempre. Los carteles de cada inmobiliaria en cada casa, las puertas cerradas, todo igual.
La vuelta al trabajo le obligaba a cambiar sus horarios de comidas, pero los fines de semana dejaba comida preparada para varios días. Recalentó las albóndigas con tomate y abrió una bolsa de patatas chip.
Tras comer miró el móvil por si tenía algún mensaje o correo, dos emergentes de actualizaciones que ya haría más tarde, o mañana o... Se dispuso a leer las noticias en el portátil. No sabía para qué tenía un móvil si no lo usaba como teléfono móvil, alguna llamada, algún pedido para servicio puerta a puerta, poco más. El paquete de la compañía incluía en la promoción un móvil.
Ese día las noticias no arrojaban muchas novedades realmente ninguna. En las locales, un anciano de 90 años atropellado en un paso de cebra del centro de la localidad, cerrado un restaurante por problemas sanitarios, el comienzo de las labores de limpieza del cauce y la reconstrucción de la pasarela que se llevó el agua, y poco más. Se entretuvo un poco con un par de recetas, una de “salsa gribiche” y otra de cebolla confitada con mostaza, cerró el portátil.
Mañana sería otro día.
12
Hans Hoffmann es Vitali Kirilenko haciéndose pasar por Gerdhard Schepke.
Al final, todo se reduce a un tipo calvo y con bigote que guarda los tres pasaportes en la misma mesilla de noche de la habitación 401. Ahora acaba de sacarlos los tres y, sentado en la cama, se cambia de calcetines mientras piensa qué hacer.
Acaba de escuchar la noticia que ha sacudido los cimientos de la v ida en el hotel y echa sus propias cuentas.
Nada. No va a hacer absolutamente nada.
Si acaso, ir a ver a la mujer de la 409, al otro lado del pasillo, y despedirse de ella. Le gusta esa mujer, le gusta su mirada. Le gusta el modo en que lo abraza aunque ninguno de los dos esté ya para grandes alardes de erotismo. Él tiene setenta y un años, y ella pocos menos, o quizás alguno más. ¿Qué importa? Ella no sabe de dónde salió y el tiene que pensar muy atentamente algunas cosas para disti8nmguir lo que realmente vivió de lo que ha ido inventado con los años, mientras superponía capa sobre capa en su identidad.
Se llama Hoffmann, eso lo recuerda, y nació en Dresde el mismo día que Hitler llegó al poder. Su padre era agente de la GESTAPO, y cuando acabó la guerra temió que los represaliaran a todos, máxime viviendo bajo la ocupación soviética. Al principio su familia lo pasó mal, pero luego llegó la gran pregunta: ¿qué iban a hacer con toda aquella gente que había trabajado en los servicios secretos nazis? Todos pensaron que los fusilarían sin contemplaciones, o los deportarían a Siberia o a algún campo de trabajo, pero hacer tal cosa era un desperdicio de conocimientos y de talento y los rusos eran ante todo gente pragmática: a su padre lo integraron en el Ministerio para la Seguridad del Estado, la Stasi, después de hacerlo pasar por diversas academias.
Y en Occidente fue igual: ¿qué se podía hacer con toda aquella gente? ¿qué se podía hacer en plena Guerra Fría, cuando se necesitaban miles de hombres preparados tanto para labores de información como para trabajos de campo? ¿Desechar aquel capital humano? Imposible. Se aprovecharon los científicos, y uno de ellos llevó al hombre a la luna, se aprovecharon los políticos, se aprovecharon los juristas, y también los policías, por supuesto. O simplemente los hombres sin escrúpulos dispuestos a la acción, como hicieron los americanos en aquella Operación Gladio que al final no tuvieron más remedio que reconocer: miles de fascistas italianos y nazis alemanes armados en secreto e instruidos para asesinar a los líderes de la izquierda si un día brotaba un conato de revolución marxista. ¿Qué necesidad había de reclutar a otros hombres, de adoctrinarlos y de instruirlos? El trabajo estaba hecho y se aprovechó, como no podía ser de otra manera.
La piedra rodaba ya cuesta abajo cuando Hans cumplió dieciocho años y le pidió a su padre que le ayudase a ingresar en la Stasi. Su padre le advirtió que no sería un trabajo fácil y él lo aceptó con toda naturalidad: no había llegado a participar en la guerra pero sí se había endurecido en las escuelas nacionalsocialistas lo bastante para creer en conceptos como determinación, sacrificio y voluntad. Sin escrúpulos, Sin complejos.
Haría lo que hubiese que hacer, dijo. Y lo cumplió.
Luego llegaron los años, muchos, de pequeños servicios dentro de su ciudad, los traslados constantes, los informes interminables, los cursos de idiomas, el viaje a Rusia y todas aquellas experiencias que podrían servirle para escribir su autobiografía en siete tomos. Una autobiografía que no escribiría nunca porque su mayor orgullo estaba en lo que callaba, en lo que ocultaba y en lo que seguiría sin saberse incluso después de su muerte.
Todo iba bien, más o menos, hasta que llegó el año ochenta y nueve: el año de la catástrofe. El bloque comunista, que había servido de contrapeso al imperialismo americano, se desmoronó de pronto, como si la roca que lo formaba hubiese entrado repentinamente ne resonancia para convertirse en arena. Todo se hundió en poco tiempo: la caída del muro, la desintegración de la URSS, la unificación de Alemania...
¿Y qué podía hacer? ¿En qué pararía todo?
De pronto, él y otros muchos miles de agentes de seguridad del bloque comunista se encontraron sin trabajo, perseguidos y señalados en su propio país. ¿Y por qué? Por cumplir con su deber.
¿Qué podían hacer? ¿qué iba a hacer él?
Y ahí están los ingenuos, los incautos, los que creen que los pintores se inventaban el éxtasis de las monjas... Ahí están todos ellos, sonrientes, pensando que ha llegado la libertad y que los agentes del KGB se van a convertir en fruteros, cerveceros y pastores de ovejas. Y los agentes de la Stasi formarán compañías teatrales y de guiñoles, parar entretener a los campesinos y pasar al final la gorra, pidiendo la voluntad. ¡Idiotas!
Cuando el sistema se derrumba, quedan sus armas y quedan sus hombres preparados para el engaño y la violencia. Puede gustar más o menos, pero es un hecho. Y la única salida de esos hombres, la única digna, es aprovechare lo que saben hacer y pueden ofrecer para seguir ganándose la vida.
¿Y qué sucede en realidad? Que el mundo está lleno de pequeñas y grandes bandas con actividades oscuras, y que e esos grupos se enfrentan a diario con la policía, y que están realmente encantados de poder contar en sus filas con gente mucho mejor preparada que la policía normal de sus países, gente mejor adiestrada, gente fogueada en la realidad y que no se ha pasado la vida poniendo multas de tráfico a panaderos que aparcan mal la furgoneta.
¿Qué puede hacer un policía antidroga contra un par de buenos agentes del KGB o de la Stasi? Poca cosa. No hay comparación. No hay color. Y los agentes de la Stasi son mucho más baratos y menos arriesgados de comprar.
Y así fue.
Cada uno se buscó la vida como pudo y Hans se vino a España.
Ya no era joven cuando llegó, pero eso no tenía mucha importancia. Mucha gente quiso contar con sus servicios, y poco a poco sus tres identidades se fueron mezclando. Poco a poco le llegaron también encargos de varios gobiernos, incluido el español, y poco a poco se afianzó su identidad en aquel hotel, como un viejo ingeniero jubilado de una industria automovilística.
Una veces ayudaba a que se verificase una transacción sobre armas y otras avisaba al gobierno sobre ella. Unas veces apoyaba a los delincuentes del Este y otras cumplía otro programa. Ni los unos ni los otros sabían a quién servía en realidad, y todos se habían acostumbrado a no hacer demasiadas preguntas.
Cualquier día podía aparecer muerto en una esquina, lo sabía, pero eso no era un cambio demasiado radical respecto a la vida que llevaba antes.
A veces, por diversión echaba un vistazo a los pequeños trapicheos del hotel y se reía un rato. Sabía perfectamente lo que estaba sucediendo allí. Conocía al dedillo cada trama y por eso precisamente se burlaba de ellas: las chicas, las drogas, la gerencia... Todo. Y por eso, también, pensaba quedarse en su habitación mientras los demás se marchaban a toda prisa.
Lo único que seguí siendo un misterio para él era la mujer de la 409, aquella vieja medio loca que se hacía pasar por una actriz del cine mudo y que a veces se metía en su cama si previo aviso y miraba luego debajo de la lampara de noche a ver si él le había dejado algún billete.
La primera vez no le dejó nada, por respeto sobre todo, pero luego entendió que la mente de ella funcionaba mediante una lógica distinta y comenzó a pagarle como si de veras fuese una prostituta, como si la hubiese llamado él y como si realmente disfrutara de su marchita compañía.
Y con el tiempo, lo reconocía, comenzó a disfrutar realmente de estar con ella. A todos los niveles. Le gustaba su conversación y le gustaba desnudarla y desnudarse para ella. ¿Por qué no, qué demonios?
Sabía que le habían dicho que tenía que marcharse y la única duda de Hans, o de Vitali, o de Gerdhard, era si bajar a buscarla y decirle que se quedara con él, que él pagaría la habitación, que él se comprometía a no hacer preguntas y se comprometía también a no responderlas. Simplemente pasearían juntos, sin saber ninguno de los dos porqué había gente que pagaba a veces, qué silencio intentaban comprar io qué agradecimiento esperaban. Se harían un poco más viejos en su mundo desquiciado por los terremotos de la vida y de la historia y un buen día, cuando tocase, uno de los dos se ocuparía del entierro del otro mandando inscribir cualquier enorme mentira sobre una lápida.
¿No es eso el amor? ¿No es convertir en propios los fines de otro? ¿No es escribir mentiras en los cuadernos, en las cartas y las mañanas? ¿No es construir paseos, réplicas y sepulcros?
Ella se llamaba Carmen y se creía Norma Desmond. Bien, ¿por qué no? Al fin y al cabo aún estaba un escalón por debajo de él, que tenía tres nombres, cada cual con su correspondiente fotografía y pasaporte. ¿Y quién está más loco? ¿el que s elo cree o el que no?
¿Por qué demonios iba a perderla? Ni le importaba quién la había llevado a aquel hotel ni tampoco por qué se la llevaban de nuevo. Sabía que el gerente y el yugoslavo de las chicas tenían algo que ver, pero le importaban un bledo. Bajaría a recepción y le diría que subiese de nuevo las maletas a la cuarta planta. La ayudaría incluso. Pero no a la 409 sino a la 401.
Y nadie se opondría. Nadie, ni el gerente ni aquel idiota yugoslavo tendrían nada que decir.
Hans se miró al espejo, sacó una viejísima Walther de su mesilla, se la metió en el bolsillo y bajó hacia recepción.
Ojalá no tuviese que pegarle un tiro a nadie. Siempre era una cosa desagradable.
13
Malindo vio detenerse un coche delante del hotel y se colocó en posición. Sólo unos cuantos centímetros del cañón del rifle asomaban por delante de la persiana, pero la visibilidad a través de la mira telescópica era perfecta.
En el centro de la cruz que señalaba el objetivo apareció una mujer de mediana edad, rubia, vestida con un impecable abrigo azul. No era el objetivo. Del otro lado del coche salió un hombre calvo, aparentemente mucho más viejo que la mujer. Malindo no tardó ni siquiera un segundo en tenerlo perfectamente enfocado, peor tampoco se trataba de su objetivo.
El coche reinició la marcha poco después. Nada.
Era la segunda vez en diez minutos que se echaba el arma al hombro, pero de momento no había tenido suerte. Las doce y veinte. Era pronto. No había por qué preocuparse.
Susana sin embargo, se tapaba los oídos lo mejor que podía, acercando la cabeza a la mano esposada.
—No se preocupe. Hace ruido pero no es para tanto —le aseguró el sicario, ya por segunda vez.
—Es igual. Me da miedo.
—¿Le tiene miedo a los petardos?
—Me desagrada cualquier ruido. Cuando hay tormenta me pongo muy nerviosa. Odio los ruidos.
—Nunca es malo escuchar una bala, ¿sabe?
—¿Por qué?
—La bala que oyes es que no te ha matado. Las balas van más aprisa que el sonido. No todas, pero sí la mayoría, y como el cerebro necesita un tiempo para procesar el impulso nervioso, si la oyes es que no te mató.
—Sabe usted muchas cosas.
—Más de las que quisiera, señorita. No hago este trabajo porque no sepa hacer otra cosa.
No quería decir —comenzó a disculparse Susana.
—No se preocupe. La entiendo... ¿Y usted, tiene estudios?
—Estudié graduado social.
—¿Y en qué consiste eso?
—Es una carrera para especializarse en problemática social, como pobres, marginados, alcohólicos... Se trata de poder prestarles luego la ayuda adecuada.
Malindo arrugó el gesto.
—Mierda de mundo cuando hay que estudiar una carrera para ayudar a los pobres.
14
La habitación 202 no tiene cama.
Hace tiempo que la 202 es un despacho, y allí trabaja Luis Molina, encargado de relaciones públicas del hotel y responsable de los eventos y congresos que se celebran en la planta baja.
Su mesa está impecable, y en los cajones sólo hay un par de agendas abarrotadas de números de teléfono. A Molina le basta con conocer y poder llamar a las personas necesarias en cada momento. Ni siquiera tiene un archivador en el despacho: todo lo que importa lo almacena en el ordenador o en la cabeza, y sostiene que lo que no puedas guardar en esos dos sitios no vale la pena conservarlo.
Hoy ha llegado tarde. En recepción no había nadie y en el hotel ha observado un extraño ajetreo, pero no se ha molestado en averiguar qué está sucediendo. Esa es otra de sus máximas: si tienes que enterarte de las cosas, es que no valen la pena. De las realmente importantes te enteras aunque no quieras.
Acaba de sentarse en su mesa y ha sacado una agenda cuando suena su teléfono.
Molina lo coge en el acto y escucha una sola frase.
—No me jodas— responde sin añadir siquiera el énfasis de una exclamación. Quiere añadir algo más, pero del otro lado ya han colgado.
Da un golpe sobre la mesa, grita media docena de blasfemias y tras recoger sus agendas y libretas de direcciones, echa un vistazo a la habitación y se marcha a toda prisa.
No piensa volver.
Luego, ya junto al ascensor, regresa sobre sus pasos y entra de nuevo en la habitación.
Sin pensarlo un instante, busca un destornillador en los cajones de su mesa, pero no encuentra ninguno, así que al final se decide a usar unas tijeras para desatornillar la carcasa del ordenador. Es un trabajo un poco más lento, pero igual de eficaz. El último tornillo se le resiste y Molina no tiene paciencia para seguir intentándolo, y menos aún para bajar a recepción por una herramienta más adecuada: sólo es un tornillo, así que tira de la carcasa, doblándola por ese punto de enganche, y acto seguido la arranca y empieza a trabajar con los tornillos del disco duro. Son cuatro tornillos más, uno de ellos en un punto de acceso complicado.
Entonces se vuelve a acordar del Congreso que está a punto de celebrarse y trata de apartar la idea de su mente con un rápido parpadeo.
Los congresos son menos cada vez, pero el beneficio crece gracias a todo lo que gira en torno a cualquier reunión de gente sola, con dinero, y que está lejos de su casa. Por una parte están las chicas y luego viene la bebida y el supermercado de sustancias prohibidas de la primera planta. Por eso es importante elegir los Congresos que se organizan, porque no consume lo mismo una reunión de deportistas que una reunión de médicos. Lo importante es que tengan dinero y que vengan de lejos. Lo importante es que sea gente abierta de mente, y sin demasiado acceso habitual a según qué cosas, porque venderle anfetaminas a un médico es lo más difícil del mundo.
Hoy va a venir un grupo entero de extranjeros: tiene que dejar claras un par de cosas a las chicas y tiene que asegurarse de que se cumplirá el mínimo de lo que se espera en elegancia y servicios para un pequeño congreso. Hay que sacar las sillas del almacén, planchar las banderas y montar un escenario digno. Los pretextos que se saben pretextos son los más exigentes con las formas.
¿Cómo se puede arreglar eso? Con naturalidad, por supuesto. Será un simple congreso, con toda la inocencia, sin chicas, sin cocaína, sin hachís ni marihuana. Será un congreso como cualquiera que pudiera organizar un Parador Nacional en plena vista del ministro. No hay problema. Si alguien pregunta por alguno de los otros servicios de los que ha oído hablar, es cuestión de poner cara de sorpresa y hasta de simularse ofendido: usted se equivoca, caballero. Aquí nunca se montaron orgías, ¡qué barbaridad! Aquí nunca se permitió la circulación de estupefacientes y eso de lo que me está hablando es ilegal. Aquí nunca, jamás en cincuenta años, se han organizado partidas de poker. Hay que hacer lo que sea, menos suspender el congreso.
Luis Molina es especialista en mantener el tipo, pero también sabe cuándo debe marcharse.
A los veintidós años, después de acabar empresariales, comenzó a trabajar en un banco, pero en aquella época, anterior a la fiebre de las hipotecas y las participaciones preferentes, la banca era un negocio aburrido basado en la regla del tres, seis, tres: pagas un tres por ciento por el dinero, cobras un seis por ciento por los préstamos, y te marchas a casa a las tres, hasta el día siguiente.
Quizás si hubiese aguantado más tiempo en el sector hubiese conocido la época dorada de las grandes comisiones, los pluses dorados de productividad y los grandes pelotazos, pero no tuvo paciencia y se fue. O eso es lo que él dice, porque muchos de los que lo conocen dice que tuvo que marcharse por otras razones más urgentes. El caso es que a partir de ese momento comenzó a trabajar por cuenta propia, casi siempre de comercial en cualquier ramo que pudiera necesitar sus servicios.
Probó con los seguros, los libros, las viviendas... y al final comprendió que lo mejor era dedicarse un poco a todos, de manera que se pudiera vender un coche al que quería un coche, un seguro al que necesitaba un seguro y una reforma integral al que tenía que hacer obras en su casa o en su oficina.
En aquella época conoció a Luis Portillo, gerente del hotel, y enseguida se dio cuenta de que esa era justamente la clase de relación que le convenía. Porque en un hotel se necesita de todo: lavandería, servicio de limpieza, mantenimiento, proveedores de comida, gasóleo, etc. Un hotel grande consume mucho, consume muchas clases de suministros, y además de manera constante, sin que las cantidades unitarias llamen la atención por sí mismas.
Lo de los congresos y reuniones de empresa llegó más tarde, cuando ambos, durante una cena, decidieron que había que buscar la manera de sacarle más rendimiento inmediato a las posibilidades que el hotel les ofrecía. El negocio propiamente dicho del hotel estaba cayendo, y había que buscar la manera de obtener algún partido de las instalaciones, y sobre todo del nombre, mientras no se convirtiese en una ruina.
Y así fue como surgió la idea: famoso hotel de cinco estrellas, céntrico y con prestigio, ofrecía sus salones para congresos a un precio más bajo que establecimientos de mucha menor categoría. Además, para los participantes en ese tipo de actos, se ofrecía también un descuento de hasta el 40 % en el precio de las habitaciones. Lo que ya subía algo más eran los servicios complementarios, como la bebida y todo el resto de posibles diversiones, como solían describir las actividades ilícitas o dudosas. El hotel perdería dinero, pero ellos, que se ocupaban de esos otros extras sin pasarlos por la contabilidad, se harían ricos.
¿Pero a quién demonios el importaba el hotel? Mientras el restaurante fuese capaz de asumir todos los costes operativos, lo que se sacase del resto era beneficio puro. Y no se trataba sólo de dinero, porque un hotel como aquel podía producir muchas clases de beneficio, como pudo ir comprobando.
A partir de ese momento, todo comenzó a funcionar de acuerdo con la filosofía de Luis Molina, una filosofía muy clara y muy bien delimitada.
En el mundo hay dos clases de gente: los que hacen el trabajo y los que se llevan el dinero, y además nunca son los mismos. Lo importante es llegar a estar entre los que se llevan el dinero, y eso se consigue conociendo a las personas adecuadas, que suelen estar en cierta clase de sitios, y desde luego no aparecen por fondas de mala muerte, salones con techo a dos metros justos del suelo y nombre recién pintado en la fachada, o compuesto con fideos de neón. La gente que importa, la que de veras puede hacer un encargo que suponga embolsarse una buena cantidad con un par de llamadas a los que realmente harán el trabajo, forma una especie de dinastía a la que se le puede seguir la pista hasta los reyes godos. Parece que cambian de vez en cuando, con una revolución o con unas elecciones, pero no es cierto: enseguida asoman de nuevo, primero con timidez, y luego, poco a poco, a plena luz del día, dispuestos a ocupar los lugares de siempre. Por eso, sea cual sea el régimen político o el signo del Gobierno, si se siguen los organigramas con cierta atención, siempre parecen los mismos apellidos, unas veces en puestos más discretos y otras en cargos de relumbrón, pero los mismos, siempre los mismos, con alguna pequeña infiltración de despistados que tratan de incorporarse a la pequeña tribu de elegidos y a los que se les permite entrar para que sustituyan a alguna rama extinta del viejo árbol.
¿Y dónde está esa gente? En los mismos viejos hoteles, en los viejos balnearios, en las cofradías más antiguas, aparentemente dedicadas a seguir la tradición de pasear una imagen religiosa en Semana Santa pero centradas en realidad en asegurarse de que los suyos están siempre un poco antes en cualquier lista, un poco por delante en cualquier elección, un poco más arriba en el montón de currículos aspirantes a un buen puesto.
El hotel había sido crucial. Sin aquel condenado edificio nunca habría conseguido dejar las calles, vendiendo hoy seguros y mañana enciclopedias, hasta envejecer con las espaldas curvadas de tanto cargar con el maletín y el desánimo, el muestrario y la acumulación de respuestas negativas. Allí había empezado en su nueva vida.
Pero todo se termina.
Luis Molina acabó de sacar el último tornillo, desconectó los cables y se metió el disco duro en el bolsillo.
—Si hubiese tenido un par de años más... —se quejó mientras cerraba la habitación de un portazo.
Pero no tenía ni un par de años, ni un par de días siquiera. Tenía que largarse y rápido.
Quizás con buena suerte y buena mano pudiera volver...
15
Ya es la una menos cuarto y Malindo no se aparta ni un instante de la ventana. Al principio estaba completamente seguro de que su objetivo entraría por la puerta principal, pero ya empieza a preguntarse qué hará si al final prefiere dirigirse al aparcamiento y subir al hotel por el ascensor.
—Se está haciendo tarde. ¿Quiere que llame de nuevo? — propuso Susana.
—No es necesario. ¿Tiene miedo de que la busquen?
—Pues sí, la verdad. Si viene alguien a buscarme creo que será peor para todos. ¿qué pasaría si alguien llamase ahora a la puerta o viniese el propietario del piso?
—Sería malo para todos —respondió escuetamente el sicario—. Pero a mí no me suceden esas cosas. Yo soy un hombre con suerte. Siempre he tenido suerte. ¿Y usted?
—Hasta hoy, sí.
—De momento no puede quejarse. Sólo está pasando un rato incómodo sentada en el suelo.
—Pero después...
—Lo que ocurra después depende de que me convenza o no de si me conviene dejarla con vida.
Susana sollozó.
—A nadie le convienen los testigos. Es lo que llevo pensando desde el principio.
—Se equivoca, señorita. Yo haré lo que tengo que hacer y luego me marcharé. Si creo que dará mi descripción a la policía la mataré, pero si creo que les dirá cualquier cosa, como que soy un tipo alto, rubio y con acento ruso, me interesará que siga viviendo, porque me dará tiempo a largarme para siempre mientras buscan a un ruso o a un yugoslavo.
—¡Les diré lo que usted quiera!
Malindo negó con la cabeza.
—Atada a un armario y mientras yo la apunto con un arma es muy fácil prometer eso. No voy a creer nada de lo que me diga. Tiene que convencerme, peor no hablando.
Susana bajó la vista.
—¿Y cómo puedo convencerle entonces?
El sicario sonrió.
—No piense mal. No voy a abusar de usted ni nada parecido. Me sobran mujeres que me abrazan de buena gana como para rebajarme a una cosa así.
—Yo no...
—Sí lo había pensado. No me mienta.
—Bueno, sí... Pero es que no se me ocurre cómo convencerle.
—Piense algo porque le va la vida en ello.
—No gano denunciándolo. Y puede volver, o puede volver uno de sus amigos. Un hombre que dispara a la calle con un rifle nunca trabaja solo.
Malindo se echó a reír.
—¡Muy bien! ¡Lo está haciendo muy bien! Pero no basta.
Susana apretó los labios.
—Acérquese un momento, por favor.
—No puedo apartarme de la ventana.
—Será sólo un momento.
Malindo se acercó hasta el archivador y se agachó junto a la chica.
Ella lo miró fijamente, sin un aso9mo de miedo ni de lágrimas.
—Llamó un hombre con acento ruso, le enseñé la oficina y me ató a un archivador. Era un hombre rubio, de casi metro ochenta, con el pelo rubio o castaño claro y ojos azules. Me esposó al archivador. Eso diré. Seguro que un hombre como usted sabe cuando una mujer le miente y cuándo no.
—Eso está mucho mejor —respondió Malindo regresando junto a la ventana—. Pero me temo que tampoco es suficiente.
18
La gerencia del hotel está en el último piso, cerca de las máquinas de los ascensores. Los despachos en el último piso tienen la triple ventaja de las buenas vistas, el valor simbólico de la jerarquía y la facilidad de frenar a las visitas molestas antes de que lleguen.
Julio Portillo, el gerente, ha sacado docenas de carpetas de un archivador metálico. Comprueba su contenido y rompe sistemáticamente cientos de hojas. En el suelo ya hay un buen montón de papeles rotos, en pequeños pedazos los primeros y luego, poco a poco, más grandes cada vez, a medida que se ha ido imponiendo el desaliento y la sensación de derrota. No le va a dar tiempo a destruir todos aquellos papeles, y aunque lo consiga no servirá de nada porque hay rastro documental y copia de todo en demasiados sitios: en la gestoría, en contabilidad, en Hacienda... ¡en todas partes! El problema no es lo que esos papeles dicen, sino precisamente lo que no dicen, y eso ya no tiene remedio. Quizás los tres o cuatro primeros años hubiese podido sostener su versión de que llevaba la gestión del hotel lo mejor que podía, pero ya no.
Portillo ha sido quien ha llamado a recepción y a Molina después de enterarse de primera mano de que esa misma semana, ese mismo día quizás, liberarían a Blas Torquela, el dueño del hotel. Le habían llamado enmedio de la noche para decírselo y luego, enseguida, se habían enterado también algunos periodistas.
Blas llevaba once años desaparecido. Once años.
Blas pensaba abrir otro hotel en Colombia y durante un viaje de negocios lo secuestró un grupo revolucionario. Luego pidieron un abultado rescate por él. Nadie supo a ciencia cierta si el rescate llegó a pagarse y los secuestradores no cumplieron su parte, o si alguno de los negociadores se quedó con el dinero, convencido de que todo el mundo creería su versión y no la de los guerrilleros.
Nadie, salvo Julio Portillo. Él si lo sabe. Sabe perfectamente lo que ocurrió.
Después de los primeros meses, el tema se fue olvidando. A veces, algún reportero que entrevistaba a un líder de la guerrilla intentaba conocer el paradero de Blas Torquela, pero las noticias se fueron espaciando y hacía ya tres o cuatro años que nadie hablaba del empresario secuestrado.
Blas Torquela no había tenido nunca buena salud, y se daba por hecho que las condiciones de vida de la selva habían acabado con él. Además, su nombre era incómodo para mucha gente, pues no estaba muy clara la clase de negocios que lo habían llevado a Suramérica. Lo del nuevo hotel no sonaba demasiado convincente ni a las autoridades españolas ni a las colombianas.
Hablar mal de él era igual de arriesgado que alabarlo, así que pronto se impuso el silencio como mejor solución. Como solución definitiva.
Blas Torquela no tenía familia directa. Además, no estaba muerto, con lo que el hotel siguió funcionando, en manos de Portillo, el gerente, que hacía a un tiempo las veces de administrador y propietario de hecho.
Pero Blas iba a volver.
Volvía de la selva.
Y preguntaría qué había ocurrido con el rescate. Preguntaría los detalles, con los nombres y las cantidades. Y Blas concomía el otro lado de la historia porque era él quien había pasado once largos años entre aquella gente. A Blas no podía decirle que se había reunido con dos tipos morenos y barbudos. Él sabría los nombres, y conocería una a un las cicatrices de sus rostros. Y cuando le dijese que había hablado con un hombre con un la nariz torcida, como si tuviese roto el tabique nasal, no se encogería de hombros, sino que sabría que era Arnulfo Jandilla, y sabría que Jandilla esperó tres días en Cali, en una aldea cercana a Cali, a que apareciese el dinero, antes de conseguir escapar de milagro de la emboscada que el tendió la policía.
Sabría lo de Arnulfo, y lo de todos los demás. Sabría que la bolsa con el dinero, aquella bolsa azul, no contenía dinero, sino simples papeles.
Julio Portillo se pasó la mano por la frente, tratando de buscar una salida, pero esta vez no la había.
Cuando se negocia con terroristas se cuenta con la ventaja de que todo el mundo se cree tu versión. ¿Qué van a decir ellos? Cogiste el dinero, pagaste, regresaste y con eso habías cumplido. Y además, se trataba de un país como Colombia: al regresar a España siempre podías decir que no te quedaba claro de qué lado estaba la policía, ni de qué lado los jueces. Todo el mundo te creía también. Era la ocasión ideal para un negocio difuso: los terroristas mentían, los jueces mentían, los policías mentían. Todo el mundo mentía menos tú, que habías ido allí a arriesgar la vida para pagar el rescate de un amigo y regresar, además, con las manos vacías.
Tenía que funcionar y funcionó. Por supuesto que funcionó.
Y el hotel siguió funcionando, sin que nadie pidiera cuentas ni nadie discutiera las que él presentaba a hacienda. ¿quién iba a discutirlas? No tenía plenos poderes, pero en atención a la situación extraordinaria se los concedieron temporalmente, y se los renovaron cada año, sin poner ninguna traba. Lo importante era que el hotel siguiera en marcha, que no se perdiera un establecimiento tan emblemático ni los puestos de trabajo. Lo importante era mantener la esperanza de que el propietario regresar algún día.
Eso era lo que Portillo repetía siempre en su discurso durante la cena navideña, antes los rostros cada vez menos serios del personal.
Con los años se fueron marchando los empleados más antiguos para ser sustituidos por personas de confianza del propio Portillo.
Y así fue como todo se fue enredando. El primer dinero, el del rescate, lo aficionó a pequeñas cosas que antes no podía permitirse y luego las ocasiones fueron apareciendo solas. ¿Por qué no iba a aprovecharlas? ¿A él que le importaba lo que la gente hiciera en las habitaciones, si las pagaban puntualmente? ¿Acaso habían sido alguna vez fisgones que fiscalizaran las actividades de sus huéspedes?
Todo era cuestión de saber lo que se podía cobrar. Todo era cuestión de tasar convenientemente la discreción. Las habitaciones de las chicas pagaban tanto como los mejores clientes en los mejores tiempos del hotel. Los de la primera planta y sus mesas de juego no escatimaban tampoco el gasto, y menos aún los que utilizaban los salones para sus reuniones privadas.
Nadie escatimaba el gasto excepto él, que sabía de sobra que a nadie le importaba demasiado que el hotel necesitase una mano de pintura, o alfombras nuevas, o un mantenimiento más esmerado de las ventanas, las persianas y las cortinas.
¿Qué importaba la pintura y todo lo demás? Importaba el nombre, que se mantenía, y la posibilidad de poder usar el hotel como plaza franca, libre de preguntas e inconvenientes.
Portillo tiró al suelo los últimos papeles enteros y se dispuso a marcharse. No valía la pena seguir intentando destruir aquellos. Había reunido dinero suficiente para vivir más que holgadamente el resto de su vida, pero lo difícil sería marcharse a un sitio donde Blas Portela no le encontrase.
Porque Blas no había dio a Colombia a construir un hotel, ni mucho menos.
Sus negocios eran otros. Estaba seguro.
Y Blas Portela regresaba.
Era inútil intentar escapar. Era inútil intentar romper aquellos documentos. Era inútil buscar pretextos o disculpas.
Todo era inútil.
Ragnarok.
19
Malindo, desde su posición en la ventana, procuraba no perderse ni un detalle.
Al grupo de la calle se habían unido dos hombres más. Estaban ya la mujer mayor con la maleta, el viejo canoso, el hombre fornido, la chica de la minifalda y dos tipos trajeados más. Enseguida aparecieron otras dos muchachas ligeras de ropa y se unieron a lo que parecía una discusión.
En ese momento, en la plaza entró un Mercedes azul oscuro. Era el objetivo.
—¡Por fin! —exclamó Malindo aliviado.
Sólo tenía que esperar a que completase la rotonda y se parase delante del hotel.
Entre tanto, el hombre fornido se acercó a la mujer de la maleta y la agarró por un brazo. Uno de los hombres trajeados se acercó también. El Mercedes negro se detuvo en un semáforo, a escasos diez metros del hotel.
Entonces sonaron tres disparos. El hombre fornido cayó al suelo y las chicas ligeras de ropa, incluida la de la minifalda, se pusieron a gritar. Poco después, echándose las manos al vientre, cayó de rodillas uno de los tipos trajeados.
En el suelo se podía ver ya una mancha de sangre. Había dos hombres en tirados, uno de bruces, y otro encogido sobre sí mismo. El otro hombre trajeado, el viejo, y la mujer de la maleta habían desparecido. Seguramente habían entrado en el hotel.
En cuanto el semáforo se puso en verde, el Mercedes aceleró y abandonó la plaza a toda velocidad.
Malindo bajó el arma.
—¡La puta! ¿Pero qué carajo ha pasado aquí? —preguntó a gritos.
Blas Portela se había salvado de milagro. Por tercera o cuarta vez en su vida. Podía intentar matarlo en otro momento, pero ya no sería lo mismo. Llamaría para pedir órdenes. Pero estaba seguro de que en cuanto supieran lo ocurrido lo mandarían regresar cuanto antes.
Sin pensárselo un instante, cerró la ventana, y desmontó el fusil. No le llevó más de un minuto. Luego lo guardó junto con la pistola en la bolsa de deportes y se acercó a Susana.
—Usted lo ha visto. No he hecho nada. He estado mirando por una ventana y me he marchado. Si quiere describirme, sepa que volveré.
—Un ruso que...
—No. Nada de nada. Unos tipos suramericanos que querían alquilar la oficina. Sólo eso —propuso Malindo.
—Sí, pero cuando vengan a buscarme....
—No vendrá nadie. Yo la suelto. Y le doy tres mil euros de adelanto a cuenta del alquiler.
—No hace falta tanto. Son dos mensualidades. Mil doscientos en total...
—Quédese el resto, por el mal rato. ¿Qué le parece?
Susana afirmó con la cabeza.
Malindo se arrodilló para abrir las esposas.
—Bien, pues espere diez minutos y váyase. De la persiana diga que la encontró así.
—Sí, sí —aceptó Susana poniéndose en pie con dificultad.
Malindo la miró fijamente.
—¿Sabe usted a quién iba a matar?
—No quiero saberlo.
—A mi padre. O al que decían que era mi padre, aunque nunca me diese su apellido.
—No me cuente nada más... —rogó ella.
—¿Qué más da ya? Usted será buena chica y yo me iré muy lejos. No volveremos a vernos. ¿O quiere venir conmigo?
—No, gracias, no... —respondió Susana asustada.
Malindo hizo un gesto de despedida.
—Pues en treinta y cuatro años que tengo, es la primera vez que se lo propongo a una mujer completamente en serio —dijo antes de salir.

El Gorrión, imagen animada por Asralore.

Hace un año vi un gorrión con tres ojos. Era completamente normal pero voilà!, de repente abrió su tercer ojo. Se había posado tranquilamente en el quicio de la ventana y cantaba. Cierto es que cantaba de una forma sumamente extraña, de una forma que uno no creyera que pudiese cantar un gorrión, o siquiera un pájaro. Emitía pequeños chillidos agudos entrecortados por una especie de graznidos graves. Su canto no era normal, eso estaba claro. Al rato ya me había empezado a dar dolor de cabeza. Lo intenté espantar, pero no hubo manera. Cerré la ventana de golpe para asustarlo pero ni aún así. En vez de quedarse aplastado contra el marco de la ventana apareció tan tranquilo encima de mi mesilla, sin recorrer la distancia que hay de la mesilla a la ventana. Fue entonces cuando me quedé paralizado al observar su tercer ojo abrirse en medio de aquella minúscula frente.
A continuación, empezó a susurrar palabras extrañas en algún idioma que me sonó a nórdico. Después empezó a chillar en ese mismo idioma con un tono de urgencia que me asustó. Pasó al francés y luego a algo parecido al ruso, como serbio o búlgaro, no tengo ni idea. Probó unos cuantos idiomas más, de los cuales el único que reconocí fue el suomi (finlandés), hasta que llegó al italiano. Ahí ya le dije que se diera prisa en pasar al español, lo cual parece que entendió en mi macarrónico italiano, pues al poco tiempo ya estaba hablando castellano.
Sin embargo, mi desilusión al esperar un gorrión inteligente fue de esperar. El gorrión no dominaba apenas el español y yo casi no le entendía. Por algo empezó hablando danés o sueco, me dije. Resignado ante la idea de un gorrión de tres ojos capaz de hablar en varias decenas de idiomas distintos pero desconocedor absoluto de los idiomas romances o latinos, me tumbé encima de la cama. El gorrión no debió darse por aludido y siguió hablando de esa forma tan peculiar que tenía que parecía una mezcla entre un japonés y un estadounidense intentando hablar español.
Me harté de su incompetencia con los idiomas y le mandé a freír espárragos para seguir estudiando. Empero aquel gorrión estaba decidido a darme la tarde y con sus quejidos espantosos me pidió su atención.
A lo largo de diez terribles minutos de incomprensión deduje que quería llevarme a algún sitio con problemas asociados a la presencia de un terrible y maquiavélico Señor Maligno que amenazaba una tierra resplandeciente y hasta entonces pacífica.
Me sonó tan patético que le di una patada, haciendo que rodase por la alfombra. Le pregunté que qué ser era realmente y a qué había venido a mi habitación (a parte de a molestarme). Como era de esperar no se rindió tan fácilmente y siguió con su perorata ridícula del País De La Magia Amenazado. Le cogí de un ala pero antes de que le hiciera nada se apresuró a confesar.
Dijo (en un perfecto castellano) que era un cambia-formas a sueldo dedicado a la estafa profesional y al secuestro. Como su historia tampoco me convencía, lo llevé al baño y empecé a mojarle con la ducha. El gorrión de tres ojos me dijo que (realmente) necesitaba mi ayuda, pero no para salvar aquel País de la Magia, sino para controlarlo mejor porque se les estaban poniendo las cosas realmente difíciles, debido a la presencia inesperada de un héroe nacional.
Le dije que estaría encantado de dirigir un imperio y demostrar de una vez por todas que los Señores Malignos no son tan estúpidos como siempre se ha dado a entender en las películas.
Le pregunté que porqué rayos había escogido esa forma para pedir mi ayuda y me dijo que era un gorrión totalmente corriente (creo que no se daba cuenta de que era azul) sólo que le habían poseído de pequeño tres Garrapatas del Mal y le habían hecho crecer un ojo totalmente inútil.
Así se desmoronó mi teoría de que todos los terceros ojos sirven para ver el futuro, de que los gorriones no tienen enfermedades graves y no están idos de la olla y por último de que no se puede administrar correctamente un Imperio sojuzgado con las armas y ser además el Poderoso Guardián de las Pesadillas.
Realmente no les estaría mal a todos esos fracasados que no lograron nada antes que yo pensaran un poquito y se dejasen de risas malignas y tomaran ejemplo de mí.
Saludos a todos mis súbditos con acceso a la red.

Relato publicado por primera vez el 05/05/2008.
La imagen es animada, si no la ves animada es porque tu navegador no soporta APNG. Versión en gif: El gorrión por asralore. Comisioné la imagen para ilustrar el relato.
Comentario: Es una inversión del tropos de malvado estúpido. El protagonista del relato es un malvado inteligente. Está inspirado en la lista "100 cosas que haría si fuera un Señor del Mal".
Descargo de responsabilidad frente a animalistas: no apruebo la violencia gratuita hacia los animales.
I
¿Pero usted, a qué ha venido? ¿A que le demos el visto bueno a un reportaje que ya tenía escrito o a saber de verdad cómo son estos centros? Sea honrada, mire a la cara a la gente y con el tiempo, en alguna parte, hará ese programa con el que sueña seguramente. El que la saque a hombros de la televisión local para llevarla a una cadena nacional.
No, tranquila: no me las doy de psicólogo. Es que se le nota. Se le nota a la legua que viene a cumplir el expediente y que considera casi una ofensa que la hayan mandado aquí. No hay más que ver cómo va vestida. Si hubiese ido a entrevistar a un famoso se hubiese arreglado un poco, pero total para ir a ver el geriátrico, no hace falta. ¿A que pensó eso antes de salir de casa?
Pues aquí puede haber un buen reportaje.,. Uno cojonudo. De los mejores. No se rinda y mire a su alrededor. Mire con otros ojos. Con esos que pone ahora de mala leche.
¡Ríase, joder! Cáigame bien. Un gilipollas que le habla como le hablo yo tiene siempre algo que contar. Piense que no va a casarse conmigo, que sólo me tendrá que aguantar un rato, y que para su trabajo es fundamental caer bien a los bocazas. ¿O cree que el director o el administrador le contarían lo que le voy a contar yo? Yo soy un pringado que trabaja todos los días con los escombros del ser humano y se ha encontrado hoy, de chiripa, una chica guapa en el trabajo. ¿No soy el tipo de idiota ideal al que se le puede sonsacar algo? ¡Pues aproveche! ¡Sonría, cáigame bien y aproveche!
Eso está mejor.
A nosotros eso que pregunta de la ley del tabaco nos trae al fresco. Aquí hace muchos años que está prohibido fumar en todo el edificio, pero los celadores tenemos la costumbre de echarnos un cigarro, justamente en esta planta. En cualquier otro sitio, podría quejarse uno de los prisioneros, o de los huéspedes, que es como hay que llamar a los internos del geriátrico, pero los de la tercera planta son inofensivos. Le llamamos la planta de Víctor Hugo, porque aquí se juntan sus dos mejores obras. ¿No cae? Nuestra Señora es el nombre de la residencia, sí. ¿Cual a es la otra? Efectivamente: los miserables.
No, no. No piense mal, que no es nada de eso. No es porque en la tercera planta tengamos a ancianos con alzheimer, o a los pobres de solemnidad, ni a los enfermos terminales. No, que va. Esa sería la planta de Dickens, que también la hay. Luego si quiere la llevo a dar una vuelta por allí si le apetece hacer un reportaje lacrimoso y tal, con muchos viejecitos a los que los echaron de su casa porque no les llegaba la pensión para el alquiler, o porque le actualizaron la renta, o porque no les quedó más que media pensión, media mierda, cuando se quedaron viudas...
Pero esa, para otro día, o para luego, si quiere. Ahora le cuento lo de la tercera planta y por qué venimos aquí a fumar. Si apaga la grabadora se lo explico.
Sí, sin grabadora. Usted luego cuente lo que quiera y yo negaré lo que me dé la gana.
Venimos a fumar aquí porque en la tercera planta están los ancianos sin hijos, y cuando se tienen ochenta años, una pensión cedida por contrato a la residencia y nadie que te defienda en el exterior, estas jodido.
No me mire así, señorita. Usted ha venido aquí a conocer de primera mano la situación de estos centros, ¿no? Pues yo se lo cuento y luego usted escribe lo que le parezca, pero sin grabadora. Y si se escandaliza con tan poca cosa habría que verla a usted de corresponsal de guerra en Darfur, o en uno de estos conflictos tribales asquerosos como el de Rwanda, o el de Yugoslavia, que también por Europa manejamos el concepto ese de tribu, aunque nos las demos de avanzados.
En esta planta, como le decía, están todos los solterones, antiguos vividores, calaveras, viudos y divorciados sin hijos y algún que otro matrimonio sin descendencia. En general son gente que dejaron pasar los años de su juventud alejando la posibilidad de tener hijos porque les entorpecerían su vida profesional o porque exigían un tiempo y una responsabilidad que no podían o no querían dedicar.
Sí, sí, señorita. Me parece una opción como otra cualquiera. Muy digna. Como tirarse desde un puente. Allá cada cual.
¿Que no compare? ¡Cómo no voy a comparar! El que se tira desde un puente va hacia la muerte, y estos además de hacia la muerte van hacia la extinción.
Sí, ya sé que el mundo es una mierda y que hay gente que no quiere traer personas al mundo, pero ¡coño!, ¡ellos no se marchan, no! Porque si tan asqueroso es el mundo, ¿cómo es que no se cuelgan de un árbol? No, eso no. Aunque estén hechos una porquería, no faltan a la consulta del médico ni medio muertos. Y cuando se enteran de que una noche no está el médico o ven que nieva, lo primero que preguntan es “¿y qué pasa ahora si alguien se pone malo de repente?
Mire, señorita: después de veintiséis años trabajando en el geriátrico le aseguro que he hablado con ellos más que cualquiera. Y también hay algunos que no pudieron, por alguna enfermedad, o perdieron a los hijos por alguna desgracia, y a esos, discretamente, los trasladamos abajo. Aquí están sólo los otros. Y no me venga con películas a los Ingmar Bermann, que en este sitio no estamos para filosofías: no es que no tuviesen hijos porque el mundo les parecía una porquería. Lo que ocurría es que consideraban a los hijos una especie de competidores: seres dispuestos a robarles el tiempo, la atención y el dinero que querían dedicarse a sí mismos. Pensaban en un niño y se ponían celosos, porque el único niño de la casa tenían que ser ellos. Eso pasó. La inmensa mayoría reconocen que podían haber mantenido perfectamente a un crío o dos, pero eso les hubiese obligado a amoldar sus vacaciones a las épocas escolares, o les hubiese forzado a renunciar a un coche nuevo, o a salir a cenar con su pareja, habitual o eventual según los casos.
Lo que hicieron fue eliminar competidores. Sólo eso. No le dé vueltas. Así que ahora, les toca comerse el humo de nuestros cigarros, las sobras de ayer, o lo que les echen.
Así que los miserables somos nosotros, ¿eh?, Osea que se pone de su parte. Muy bien. ¿Cuantos años tiene usted, si me permite la pregunta? A su edad se le puede preguntar todavía sin ser impertinente. ¿Veintisiete?
Pues estos que ve aquí son los que la hubieran tirado a la papelera de una clínica de abortos para que no les estropease unas vacaciones. Y a sus vacaciones le hubieran llamado causa socio-económica.
Así que ahora, a joderse.
Y si alguno se pasa de listo, el médico del centro lo declara incapaz por enajenación mental, y se acabó.
¿Los sobrinos, me dice?
No me haga reír. Si incapacitamos a alguno, los sobrinos encantados, por supuesto.
De los parientes hablamos otro día. Y hasta de los hijos de algunos de otras plantas, si quiere. ¿Ve como se podía hacer un buen reportaje en este sitio?
Ahora queda en su mano. Material le he dado, y de primera.
A ver lo que le sale.
II
—¿Pero qué te pasa, Susana?
—Nada. No sé. Me he despertado sobresaltada.
Mario se pasó las manos por la cara. En las últimas semanas su mujer se despertaba con pesadillas en medio de la noche. Tenía que entrar a trabajar a las ocho al día siguiente, pero decidió tomárselo a broma de todos modos.
—Que me despiertase el niño, si lo tuviésemos, me parecería normal. Pero esto... ¿qué te pasa?
Susana se acurrucó contra él.
—De eso mismo iba la pesadilla.
—Cuéntame —rogó él.
—No, déjalo.
—Cuéntame, anda.
—No sé... Ya no lo recuerdo. Pero mira, sí. Ya está. Vamos a ir a ese sitio y vamos a intentar tener un hijo.
—¿De veras? , ¿lo dices en serio?
—Sí. Lo digo en serio. Vamos a intentarlo —confirmó ella.
—¿Así, de pronto?
—Estas cosas se hacen de pronto, ¿no?
Mario la estrechó contra él.
—Vale. ¿Y lo has decidido en el sueño?
—Sí, algo así.
—¿Y que soñaste?, ¿fue algo del trabajo?, ¿una entrevista o algo así? Una vez soñaste que ibas a hacer un reportaje a un campo de exterminio nazi y te despertaste sudando... —recordó él.
—No lo sé... No, no fue nada del trabajo. Estaba en un sitio oscuro y se encendía una luz. Había mucha gente, una verdadera multitud. Nos llamaban y acudíamos tú yo de la mano, solos. Preguntaron si venía alguien más con nosotros, o si alguien nos defendería y dijimos los dos que no.
—¿Era un juicio?
Susana sabía que estaba mintiendo pero no quería contar su verdadero sueño. Le parecía demasiado mezquino.
—Sí. Era un juicio y no teníamos a nadie que nos defendiera. A los demás los defendían sus hijos, peor nosotros no teníamos a nadie.
—Ya, entiendo que te angustiaras. ¿Y qué clase de juicio era?
—Era el Juicio Final.
En noches perpetuas de blancos colmillos danzaron los sueños de tu juventud: boleros de llanto, mazurcas de miedo al ritmo mellado de un cielo voraz. Olvida conmigo el tiempo marchito, enlaza mi mano y siente este vals.
Quizás las palabras no tengan sentido, quizás el crujido del viejo temor crepite en tus ojos, tus brazos, tu vientre, atando al silencio la luz de tus pies.
Bailemos ahora el vals del ciprés.
Bailemos ahora un vals de promesas que a nadie le importan, un vals de almanaques sin tierra y sin voz, el vals de las años perdidos en guerras, sin paz, sin victoria, en escaramuzas de desolación. Bailemos heridos de púrpuras sombras en círculos locos, elipses de amor, bailemos el vals de los viejos salones, sepulcros vacíos, pirámides huecas llorando los huesos de su faraón.
Bailemos por todo lo que se perdió.
Y si hay todavía eternos retornos, albures perpetuos o bucles sin fin, traeremos a lomos de esta melodía los años cautivos en Siempre Jamás, los años marchitos que ya sólo esperan para rebelarse el son de tus pasos bailando este vals.
Género menor,
con pies helados
de corredor
y de rimas breves.
Discretos en lírica,
de dialéctica pequeña,
malabárica.
Oda elemental,
simple como la borriqueña,
apretada y temperamental.
Dadá de la poesía,
pequeña pero engolada,
con luces de malvasía
y dejando sólo el resto de la molada.
Adiós, oda,
hola, ola,
olas y odas.
Un día viniste pero no apareciste.
El día que apareciste ni siquiera viniste.
Y cuando por fin viniste y apareciste,
simplemente no estabas.
(El texto es de 2004, creo que ya no soy la misma persona de ese año... curioso.)
Un ajado villorrio duerme entre las huertas esperando a que algún gallo lo
despierte. Pero es pronto: aún pueden soñarse condes los campesinos y reyes los
boticarios. Todavía tienen tiempo los blasones de restaurar sus castillos, bruñir sus
coronas y trasplantar sus flores de lis entre los puerros y las lechugas. Aún es
tiempo de quimeras.
A lo lejos, los campos urden su vieja épica de briznas que se quiebran,
cacerías alocadas en los rastrojos y caparazones que crujen entre las mandíbulas
del más fuerte: en esa lengua guerrea la llanura bajo la indiferencia de los astros,
desdeñosos con minucias como la vida y la muerte.
La noche pasa sin prisas suspendida de la luna, blanca peonza que
acompasa sus giros con astucia de tahúr para mostrar siempre el mismo lado,
como la dama que baila en el salón de palacio consiguiendo ocultar el roto de su
vestido.
Duermen los hombres, pero todo es afán y murmullo en las tierras asoladas
por este feroz noviembre, sin absolución de nieve ni anatema de granizo, que se
venga con aguachirles de niebla de la prohibición de pasar sin crónica ni memoria.
Todo es lucha y movimiento, pero por un instante se detiene el rumor de los
campos tratando de identificar un murmullo que se acerca. Donde hay cuestas y
hondonadas llega antes el sonido que la luz: la velocidad casi siempre es cuestión
de buen tino.
Aplasta el tren las estrellas en los bruñidos raíles, hierro sobre hierro,
potencia sobre reflejo, y el estruendo de su paso dicta el silencio en la campiña,
que aún lo observa con admirada extrañeza.
En la locomotora, junto al maquinista y el fogonero, van dos soldados con
el fusil al hombro como un certificado de forzada madurez de dieciocho años. Van
callados los cuatro, cada cual por sus razones aun siendo todas la misma. De
cuando en cuando escuchan los susurros provenientes de los vagones y se
enteran de que uno está a punto de casarse, pero va a dejarlo para más adelante,
para cuando haya ahorrado para una casa nueva, porque no quiere que su mujer
y su madre convivan bajo el mismo techo. Un compañero le contesta que si quiere
casarse lo haga cuanto antes, que mejor esperan las casas que las carnes. Sigue
un jolgorio de risas, y luego cada cual trata de explicar sus aprehensiones hasta
llegar a la destartalada disyuntiva de si es mejor hacer las cosas de todo modos,
o si es mejor renunciar a ellas cuando no se pueden hacer bien del todo.
El paisaje tiene sueño y sus bostezos se contagian a los pasajeros del tren.
Rezan entre tanto las bielas su áspero responsorio, rosario profano, obsesión de
acero, acunando a los que aún no se han dormido.
Por encima del fragor se escucha a un joven contándoles a sus camaradas
un lejano lance amoroso, mil veces reinventado, otras tantas descreído, pero
siempre merecedor de la atención de quienes ni llegaron a tenerlos ni inventarlos
saben. También en esto vale tanto la imaginación como la memoria. Más atrás, en
el mismo vagón, bocean otros, aferrados a los naipes, y riñen por nada los que no
tienen mejor cosa de que reñir. No llegará la sangre al río, que ya va quedando
poca; ni siquiera habrá amenazas, ni graves acusaciones, y pronto se resolverá
el altercado; o quizás no tan pronto, porque se discute más por no ceder que por
verdadero interés en el conflicto.
Dos vagones más adelante hacen planes tres soldados de un mismo pueblo,
y compran y venden vacas, y terneros, y yeguas incapaces de parir menos de dos
veces al año. Con esta se han hecho ricos ya en doscientas conversaciones
parecidas, y ellos mismo se ríen de su devaneos pensando que la buena intención
aún no ha sacado a nadie de pobre. Pero el mirarse las manos sin discurrir algún
modo de emplearlas, aún menos. Eso dice uno de ellos y los otros tienen que darle
la razón por fuerza.
En la locomotora, el fogonero lía un cigarrillo. Luego, tras encenderlo, se
despereza y espabila la modorra de las llamas. Prisa por llegar hay poca, pero el
horario es para todos. No quiere hacer esperar a las familias de los viajeros, a sus
novias, sus madres y sus esposas, ansiosas por tenerlos de nuevo a su lado. El
fogonero piensa sólo en la impaciencia de las mujeres: los hombres tienen la
obligación de ocultar los sentimientos, de mantener la compostura sin que una sola
mueca descomponga su semblante. A buen seguro los habrá que se emocionen
a la llegada del hijo, pero luego, ya en privado, se avergonzarán del gesto y no
hablarán con nadie de ello.
Siguen en el vagón de antes los gritos de los jugadores, pero poco nuevo
hay que escuchar en sus palabras: los que riñen y los que se aman vienen
diciéndose las mismas cosas desde el principio de los tiempos. La atención se
extravía hacia otro grupo, más numeroso, que planea una regata contra un equipo
considerado invencible. Si de veras es invencible el adversario, poco tendrán que
hacer ante ese estorbo, pero si hay un resquicio seguro que lo aprovecharán estos
muchachos, estrategas del peso y el ritmo. Han cambiado ya varias veces los
remeros sobre el papel y creen haber conseguido la mejor formación posible, pero
seguro que dentro de unas horas han pensado algo mejor. No puede ser de otro
modo cuando un equipo de regatas tiene que entrenarse en un vagón de ferrocarril
en vez de en el río.
El fogonero se ha parado a descansar. El maquinista bosteza. Es un hombre
ya experimentado en todas las vigilias y no se va a dejar vencer el sueño, pero
echa de menos la conversación de sus jóvenes acompañantes. Demasiados años
conduciendo estruendos para intentar ahora escuchar conversaciones lejanas;
demasiados años transportando todo género de cargas para preocuparse del
pasaje. Demasiados años para todo.
Pero las voces siguen atrayendo la atención de los dos soldados y el
fogonero. Son voces de todo tipo, atipladas unas, casi infantiles, graves las otras,
proclamando en sus múltiples dejes y acentos el lugar que les dio forma. Unas van
leyendo cartas en voz alta, otras declaman versos aprendidos en ridículos
manuales de seducción y cortejo. Se oyen incluso canciones, y disputas, y
confidencias, y preguntas inoportunas. Es un loco revoltijo de oraciones, y
discursos, y salmodias, y promesas, y algunos chistes antiguos, y consejos, y
mentiras, y mil formas más de charla embrollándose en la mente de los jóvenes
soldados que siguen, fusil al hombro, custodiando la llanura con celo inútil.
Ahora canta el maquinista, sobre todo para escucharse a sí mismo, pero
también para enseñar a sus bisoños compañeros que no vale la pena tratar de
escuchar lo que dicen esas voces que se empeñan en traer a sus oídos. Ni esas
ni ninguna. Son sólo palabras y más palabras.
Nada importa en este mundo, y aún menos en el otro, lo que digan los
profetas, ni los tortuosos oráculos de los magos, ni las plegarias de los eremitas.
No son más que brindis al viento, grilletes forjados de quimeras, ventanas
dibujadas sobre un muro: forraje para necios.
Nada importan los exorcismos de los sacerdotes ni las maldiciones de los
condenados; sólo son torpes gruñidos, impotentes anatemas contra el diablo o el
verdugo, que implacable, cobra su pieza riéndose de semejantes enredos.
Palabras.
El maquinista calla un instante y sonríe, espiando los rostros de sus
compañeros, que no se atreven a concretar el reproche que burbujea en su pecho.
Quisieran mandarle callar, pero a bordo de la locomotora él es como el capitán en
su barco, y no se atreven.
El maquinista comprueba que aún no han entendido nada y vuelve a cantar
aún más alto, con su voz desentonada como una su estela de cazalla.
Es una canción obscena, nacida en noches de borrachera para noches de
borrachera y su son irreverente se cimbrea en la tonada, venciendo a las otras
voces, las que pugnan en los vagones, ahora ya impotentes para seguir
haciéndose oír. Triunfa la canción del maquinista y se impone su enseñanza: nada
importan las ceremoniosas bendiciones ni las implorantes letanías; sólo son
cáñamo sutil para el cuello de los pobres, nepente de miserias cotidianas,
absurdas cantilenas. Nada importan los solemnes testamentos, cargados de
preceptos, ni los fríos epitafios que se pretenden eternos. No son más que voces
muertas, ecos del fango exigiendo tributo: intolerable osadía.
Sonríe al fin el fogonero. Ya lo entiende. No se atreve a cantar pero silba,
primero entre dientes, luego con entusiasmo. Lo ha entendido.
Nada importan tampoco los decretos de los reyes, por más que su mano
cure la escrófula y su palabra se convierta en realidad. Porque los reyes, aun los
mejores, incuban deseos de escasa misericordia, perpetran traiciones, asaltan
virtudes, profanan candores, mancillan la honra de los inocentes. Por placer o a
su pesar, amasan calumnias, amasan vergüenzas y amasan deshonras. Marchitos
sus ojos por brillos dorados, por joyas ganadas en guerras injustas, abaten su vista
en vidas sin nombre, banderas fugaces, destinos ajenos que en paz no dan honra,
y buscan la gloria comprada con sangre, victorias que puedan acaso menguar su
miseria, la eterna miseria que vive en los cetros, que anida en los tronos y
emponzoña las puntas de cada corona.
Salobres y yermas, las reinas conciben sólo venganzas, pergeñan
desquites, planean revanchas, inacabables revanchas que sólo los culpables
eluden, inventan rencores y acopian querellas. Esclavas del tiempo, transido su
cuerpo por mil cicatrices, clavan sus garras en gentes sencillas, existencias aún
frescas que puedan acaso morir por ser plenas, pagar con sangre tanto
atrevimiento y menguar su vergüenza, la eterna vergüenza que vive en las piedras,
los cuadros, los rostros, ayer tan perfectos, después asolados, inermes, vencidos,
por siempre vencidos.
Y cuando los reyes se van vienen otros sin corona. Vienen otros que
proclaman que el pueblo todo lo vale, eufemismo descarado que evita la sinceridad
de afirmar en voz alta que todos se valen del pueblo. Y en vez de a por gloria van
a la guerra por paño, por carbón, petróleo, cebada, fosfatos y puntillas de brocado.
Llevan a los hombres maniatados a luchar por la libertad, bombardean por la paz,
disparan por la concordia. Asientan sus repúblicas en matanzas y guillotinas, en
expolios y turbamultas exigiendo su hornacina en el panteón de la historia.
Reyes, reinas y repúblicas trajeron la guerra y ahora lleva el tren los
ataúdes. La culpa será del tren y su figura sinónimo de desgracia: no existe otra
justicia.
El maquinista y el fogonero saben que su rostro se asociará para siempre
en la mente de cientos de seres humanos con la más honda desgracia. Los dos
jóvenes soldados lo adivinan, presienten ya el momento de mirar al suelo, de
agachar la vista ante el padre, ante la madre, ante la esposa. Sólo escoltan el tren,
pero no se atreverán a mirara cara a cara a las familias. Esa es toda la justicia que
hay en el mundo.
Se hace un instante el silencio y vuelven las voces que nada importan
porque son sólo recuerdos, memoria pasajera de unos hombres que viajan hacia
su tumba. Cada cual tiene su cruz y al final acaban por juntarse todas en los
cementerios.
Los dos jóvenes soldados de la locomotora no aguantan más el silencio.
Uno de ellos bate palmas simulando que intenta calentarse las manos, pero lo
hace en realidad para espantar las voces de los compañeros muertos.
Canta de nuevo el maquinista.
Canta ahora también el fogonero. Otro más que ya no escucha los cañones
de Verdún, de Bagdad, de Leningrado... No tardan en unirse los soldados a ese
coro agradecido por la línea que clarea en el remoto horizonte.
Cantan una tonada infantil conocida por todos, bandera de la añoranza.
A la claire fontaine...
Wie einst, Lily Maleen...
Ay, Carmela...
Es mejor cantar, y cantan todos. Cantan hasta los muertos en sus vagones.
Panzer rollen in Afrika vor...
There´s a valley in Spain called Jarama..
Oh, bella ciao, bella ciao..
Canta el silbato del tren. Si la caldera pierde presión, pues que la pierda.
Silba el tren por la llanura.
Rezan las bielas.
Miserere.
Miserere.
Miserere.
El príncipe de un lejano reino partió a conseguir una misteriosa flor para curar al rey de una extraña dolencia, pero la primera noche se quedó dormido y fue devorado por los lobos.
El dadaismo canalizado transforma lo menos obvio en grosero y lo oscuro en la esencia misma de lo hermético.
La confusión inherente a los conceptos desplaza el sentido racional de las palabras, convirtiéndolas en hechos cuestionables de la sinrazón coherente, y la misma incomprensión de los hechos los convierte en verdades azarosas. Como la misma sustancia de la permeable realidad, medida en porcentajes aleatorios de síes y noes.
La pérdida del orden, del núcleo de los acontecimientos en una realidad centrada en la percepción personal de las cosas, conceptos y hechos; y con la intención última de interpretar el orden como forma de orden, nos lleva irremisiblemente a sólo poder entender lo que no es hermético.
De ahí que nos movamos entre el desconocimiento y el miedo, la ignorancia y la fé ciega, entre el orden forzado y la simpleza de significados, y manejados por ellos a través de otros mecanismos de comprensión, vivamos en un mundo recreado con la imaginación, excluyéndonos de la inhibición del orden frente a un caos fundamental y paciente.
(2005)
menéame