COVID-19: Socialízame los riesgos que te privatizo las consecuencias

Permitidme compartir con vosotros una observación sobre el más refinado logro de nuestra época: hemos conseguido transformar la prudencia en descortesía y el contagio en un acto de buena educación. Es, debo admitir, una inversión de valores digna de los más exquisitos salones victorianos, donde morir de tisis era preferible a admitir que uno tosía.

La ciencia moderna insiste en informarnos impertinentemente de que cada encuentro con nuestro invisible acompañante nos obsequia con la pérdida de entre dos y seis puntos de coeficiente intelectual. Pérdida tan democrática en su distribución que hasta resulta conmovedora. Ricos y pobres, ministros y mendigos, todos podemos disfrutar por igual del paulatino descenso hacia la simplicidad mental. Es, si me permiten la observación, la única política verdaderamente igualitaria que hemos logrado implementar hasta el momento.

Naturalmente, nuestros dirigentes predican con el ejemplo, exponiéndose con admirable entusiasmo a cada variante. No hay privilegio que los proteja de su propia política, lo cual tiene cierta poética justicia. Contemplarlos en sus ruedas de prensa, perdiendo coherencia con cada reinfección, es presenciar la democracia en su forma más pura.

Mientras tanto en nuestros centros educativos hemos alcanzado cimas pedagógicas insospechadas. Los pequeños no solo pierden un modesto 35% de su capacidad de aprendizaje anual, sino que entre un 22% y un 44% desarrollan esa distinguida condición conocida como COVID prolongado. Algunos afortunados incluso ganan la lotería del síndrome inflamatorio multisistémico, con su correspondiente estancia en cuidados intensivos. Pero lo verdaderamente elegante es cómo hemos logrado que los padres que osan proteger a sus retoños sean vistos como excéntricos perturbadores del orden social. ¿Mascarillas en el colegio? ¡Qué vulgaridad! Mucho más refinado es permitir que la selección natural, asistida por nuestra negligencia colectiva, haga su trabajo.

Permítanme relatarles una anécdota que ilustra perfectamente el refinamiento de nuestra locura colectiva. Una distinguida científica de mi conocimiento se vio obligada a presentarse ante un tribunal sin protección respiratoria alguna. ¿La razón? Su ex-marido, con admirable creatividad, argumentaba que su insistencia en protegerse a ella y a sus hijos de una enfermedad que causa daño cerebral acumulativo era prueba irrefutable de desequilibrio mental. Imaginen el delicioso dilema: arriesgar como mínimo la integridad neuronal o arriesgar la custodia de los hijos. Es el tipo de elección que haría las delicias de cualquier escritor de tragedias griegas. Que en pleno siglo XXI una madre deba elegir entre su salud y sus hijos por el crimen de entender la literatura científica es, debo confesarlo, de una ironía tan exquisita que roza lo sublime.

La supresión de mascarillas obligatorias en hospitales merece un aplauso aparte. ¿Dónde mejor para adquirir una enfermedad vascular sistémica que en el lugar donde acuden los más vulnerables? Es como organizar bailes de salón en campos minados: peligroso, ciertamente, pero con un je ne sais quoi innegable. Además nuestros abnegados profesionales sanitarios, esos héroes a los que aplaudíamos con fervor teatral desde nuestros balcones, ahora disfrutan del privilegio de reinfectarse con la regularidad de un reloj suizo. Que pierdan agudeza mental con cada encuentro viral es, supongo, un pequeño precio a pagar por mantener las apariencias de normalidad.

Pero pongámonos algo serios. En estos dos ultimos años hemos descubierto que nuestro visitante no es, como se creía, un mero irritante respiratorio, sino un destructor vascular sistémico. El virus persiste hasta 230 días en el cerebro y 676 días en los intestinos (¡casi dos años de inquilinato gratuito!) lo que añade un elemento de horror gótico a nuestra comedia de errores, casi Lovercraftiano, ya que inhibe las proteínas supresoras de tumores p53 y pRB, como un terror cósmico radioactivo incognoscible para sus víctimas mientras alimenta microcoágulos indisolubles por todas las venas de su cuerpo.

Lo más admirable de esta situación es cómo hemos logrado que la autopreservación sea vista como una falta de modales. Llevar mascarilla es, aparentemente, tan vulgar como usar los cubiertos incorrectos en una cena formal. Ventilar espacios es de una paranoia tan evidente que resulta casi obscena asi que, al final, hemos acabado creando una sociedad donde preocuparse por conservar las facultades mentales intactas es considerado de mal gusto... con las consecuencias esperadas.

Proyectemos nuestra imaginación, si aún podemos, hacia una década futura: una sociedad donde la pérdida cognitiva media ronde los 15-20 puntos de coeficiente intelectual, con una floración de cánceres "misteriosos" descontrolada, y una generación de jóvenes cuyo desarrollo neurológico habrá sido comprometido con nuestro entusiasta consentimiento. Otros ya lo están imanginando, sobre todo las farmacéuticas que preparan sus pociones para el COVID prolongado a precios que harían sonrojar a un usurero veneciano. O las aseguradoras, con admirable previsión, excluyen las secuelas de sus pólizas. Y todos nosotros, desde el más humilde hasta el más encumbrado, vamos marchando al unísono hacia un mínimo, pero muy mínimo, común denominador intelectual.

Es la democratización perfecta: no de la riqueza o las oportunidades, sino del deterioro neurológico. Una ilusión colectiva tan perfectamente orquestada donde los que señalamos el precipicio somos tachados de aguafiestas.

Post Scriptum: Si este modesto ensayo les ha parecido alarmista, les invito a consultar la literatura científica. Aunque, después de tres o cuatro reinfecciones, es posible que los papers les resulten tan incomprensibles como Abdul Alhazred recitando el Necronomicón.

Referencias para aquellos que aún conserven la capacidad de comprenderlas