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Oscar Wilde, ese genio que se paseó por el Londres victoriano con pantalones de montar y una flor en la solapa, escribió en cierta ocasión que no existen libros morales o inmorales, sino tan sólo libros bien o mal escritos. Este axioma, muy afortunado por cierto, toma un cariz especialmente seductor si lo acomodamos a la literatura de Jean Genet, un autor que nunca renegó de la inmoralidad, sino que, al contrario, disfrutó ostentándola como estandarte tanto en la literatura como en la vida.
Poco imaginaba el mundo hasta hace poco que un desconocido autor casi octogenario de barba desaliñada y mirada remota, un beat arrancado de su tiempo llamado Sam Savage, iba a causar con su primera novela semejante revolución en el mercado editorial.
Oscar Wilde, ese genio que se paseó por el Londres victoriano con pantalones de montar y una flor en la solapa, escribió en cierta ocasión que no existen libros morales o inmorales, sino tan sólo libros bien o mal escritos. Este axioma, muy afortunado por cierto, toma un cariz especialmente seductor si lo acomodamos a la literatura de Jean Genet, un autor que nunca renegó de la inmoralidad, sino que, al contrario, disfrutó ostentándola como estandarte tanto en la literatura como en la vida.
Poco imaginaba el mundo hasta hace poco que un desconocido autor casi octogenario de barba desaliñada y mirada remota, un beat arrancado de su tiempo llamado Sam Savage, iba a causar con su primera novela semejante revolución en el mercado editorial.