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Tres meses después de la caída del régimen autocrático del sátrapa Ben Ali, el desencanto social, la pobreza y el desempleo empujan a miles de imigrantes ilegales tunecinos a desafiar las blindadas fronteras europeas y embarcarse en una arriesgada travesía hacia las costas italianas, que en no pocas ocasiones termina en tragedia. Una avalancha incesante que hace del tráfico clandestino un negocio muy lucrativo
Una revolución popular y espontánea en Túnez derrocó el pasado 14 de enero al presidente Zine el Abidine Ben Ali poniendo fin a 23 años de una de las dictaduras más ferreas y consentidas por los gobiernos occidentales. Lo ocurrido allí se extiende como la pólvora en Egipto, Argelia, Libia, Marruecos, Yemen, Bahréin... Una marea de ciudadanos de países árabes ha desafíado la represión para reclamar democracía, libertad y dignidad.
Barcelona parece cada vez más un decorado de Barcelona. Si uno fuera un filósofo francés, se preguntaría si existe Barcelona. Entiéndase, no quiero entonar la enésima tarantela sobre la ciudad perdida, esa obscena cháchara que llevó a unos cuantos letraheridos, con pose de Baudelaire o de Gide, a defender la roña de la ciudad preolímpica.
Tres meses después de la caída del régimen autocrático del sátrapa Ben Ali, el desencanto social, la pobreza y el desempleo empujan a miles de imigrantes ilegales tunecinos a desafiar las blindadas fronteras europeas y embarcarse en una arriesgada travesía hacia las costas italianas, que en no pocas ocasiones termina en tragedia. Una avalancha incesante que hace del tráfico clandestino un negocio muy lucrativo
Una revolución popular y espontánea en Túnez derrocó el pasado 14 de enero al presidente Zine el Abidine Ben Ali poniendo fin a 23 años de una de las dictaduras más ferreas y consentidas por los gobiernos occidentales. Lo ocurrido allí se extiende como la pólvora en Egipto, Argelia, Libia, Marruecos, Yemen, Bahréin... Una marea de ciudadanos de países árabes ha desafíado la represión para reclamar democracía, libertad y dignidad.
Barcelona parece cada vez más un decorado de Barcelona. Si uno fuera un filósofo francés, se preguntaría si existe Barcelona. Entiéndase, no quiero entonar la enésima tarantela sobre la ciudad perdida, esa obscena cháchara que llevó a unos cuantos letraheridos, con pose de Baudelaire o de Gide, a defender la roña de la ciudad preolímpica.