
Esta historia comienza cuando Nasrudín llega a un pequeño pueblo en algún lugar lejano de Medio Oriente.
Era la primera vez que estaba en ese pueblo y una multitud se había reunido en un auditorio para escucharlo.
Nasrudín, que en verdad no sabía que decir, porque él sabía que nada sabía, se propuso improvisar algo y así intentar salir del atolladero en el que se encontraba.
Entró muy seguro y se paró frente a la gente. Abrió las manos y dijo:
-Supongo que si ustedes están aquí, ya sabrán que es lo que yo tengo para decirles.
La gente dijo:
-No… ¿Qué es lo que tienes para decirnos? No lo sabemos ¡Háblanos! ¡Queremos escucharte!
Nasrudín contestó:
-Si ustedes vinieron hasta aquí sin saber qué es lo que yo vengo a decirles, entonces no están preparados para escucharlo.
Dicho esto, se levantó y se fue.
La gente se quedó sorprendida. Todos habían venido esa mañana para escucharlo y el hombre se iba simplemente diciéndoles eso. Habría sido un fracaso total si no fuera porque uno de los presentes -nunca falta uno-, mientras Nasrudín se alejaba, dijo en voz alta:
-¡Qué inteligente!
Y como siempre sucede, cuando uno no entiende nada y otro dice «¡qué inteligente!», para no sentirse un idiota, uno repite: «¡sí, claro, ¡qué inteligente!». Y entonces, todos empezaron a repetir:
-¡Qué inteligente!
-¡Qué inteligente!
Hasta que uno añadió:
-Sí, qué inteligente, pero… qué breve.
Y otro agregó:
-Tiene la brevedad y la síntesis de los sabios. Porque tiene razón. ¿Cómo nosotros vamos a venir acá sin siquiera saber qué venimos a escuchar? Qué estúpidos que hemos sido. Hemos perdido una oportunidad maravillosa. Qué iluminación, qué sabiduría. Vamos a pedirle a este hombre que dé una segunda conferencia.
Entonces fueron a ver a Nasrudín. La gente había quedado tan asombrada con lo que había pasado en la primera reunión, que algunos habían empezado a decir que el conocimiento de Él era demasiado para reunirlo en una sola conferencia.
Nasrudín dijo:
-No, es justo al revés, están equivocados. Mi conocimiento apenas alcanza para una conferencia. Jamás podría dar dos.
La gente dijo:
-¡Qué humilde!
Y cuanto más Nasrudín insistía en que no tenía nada para decir, con mayor razón la gente insistía en que querían escucharlo una vez más.
Finalmente, después de mucho empeño, Nasrudín accedió a dar una segunda conferencia.
Al día siguiente, el supuesto iluminado regresó al lugar de reunión, donde había más gente aún, pues todos sabían del éxito de la conferencia anterior.
Nasrudín se paró frente al público e insistió con su técnica:
-Supongo que ustedes ya sabrán que he venido a decirles.
La gente estaba avisada para cuidarse de no ofender al maestro con la infantil respuesta de la anterior conferencia; así que todos dijeron:
-Sí, claro, por supuesto lo sabemos. Por eso hemos venido.
Nasrudín bajó la cabeza y entonces añadió:
-Bueno, si todos ya saben qué es lo que vengo a decirles, yo no veo la necesidad de repetir.
Se levantó y se volvió a ir.
La gente se quedó estupefacta; porque, aunque ahora habían dicho otra cosa, el resultado había sido exactamente el mismo. Hasta que alguien, otro alguien, gritó:
-¡Brillante!
Y cuando todos oyeron que alguien había dicho «¡brillante!», el resto comenzó a decir:
-¡Sí, claro, este es el complemento de la sabiduría de la conferencia de ayer!
-¡Qué maravilloso!
-¡Qué espectacular!
-¡Qué sensacional, qué bárbaro!
Hasta que alguien dijo:
-Sí, pero… mucha brevedad.
-Es cierto- se quejó otro.
-Capacidad de síntesis- justificó un tercero.
Y en seguida se oyó:
-Queremos más, queremos escucharlo más. ¡Queremos que este hombre nos dé más de su sabiduría!
Entonces, una delegación de los notables fue a ver a Nasrudín para pedirle que diera una tercera y definitiva conferencia.
Nasrudín dijo que no, que de ninguna manera; que él no tenía conocimientos para dar tres conferencias y que, además, ya tenía que regresar a su ciudad de origen.
La gente le imploró, le suplicó, le pidió una y otra vez; por sus ancestros, por su progenie, por todos los santos, por lo que fuera. Aquella persistencia lo persuadió y, finalmente, Nasrudín aceptó temblando, dar la tercera y definitiva conferencia.
Por tercera vez se paró frente al público, que ya eran multitudes, y les dijo:
-Supongo que ustedes ya sabrán de qué les voy a hablar.
Esta vez, la gente se había puesto de acuerdo: sólo el intendente del poblado contestaría. El hombre de primera fila dijo:
-Algunos si y otros no.
En ese momento, un largo silencio estremeció al auditorio. Todos, incluso los jóvenes, siguieron a Nasrudín con la mirada.
Entonces el maestro respondió:
-En ese caso, los que saben… cuéntenles a los que no saben.
Se levantó y se fue.
Cuento sufí del Mulá Nasrudín
“Una buena acción es aquella que en sí tiene bondad y que exige fuerza para realizarla”.
Montesquie
Un día el lobo se dio cuenta de que los hombres lo creían malo.
—Es horrible lo que piensan y escriben —exclamó.
—No todos —dijo un ermitaño desde la entrada de su cueva, y repitió las parábolas que inspiró san Francisco. El lobo estuvo triste un momento, quiso comprender.
—¿Dónde está ese santo?
—En el cielo.
—¿En el cielo hay lobos?
El ermitaño no pudo contestar.
—¿Y tú qué haces? —preguntó el lobo intrigado por la figura escuálida, los ojos ardidos, los andrajos del ermitaño en su duro aislamiento. El ermitaño explicó todo lo que el lobo deseaba.
—Y cuando mueras, ¿irás al cielo? —preguntó el lobo conmovido, alegre de ir entendiendo el bien y el mal.
—Hago por merecer el cielo —dijo apaciblemente el ermitaño.
—Si fueras mártir, ¿irías al cielo?
—En el cielo están todos los mártires.
El lobo se le quedó mirando, húmedos los ojos, casi humanos. Recordó entonces sus mandíbulas, sus garras, sus colmillos poderosos, y de unos saltos devoró al ermitaño. Al terminar, se tendió en la entrada de la cueva, miró al cielo limpiamente y se sintió bueno por primera vez.
Manuel Mejía Vallejo
En la corte real tuvo lugar un fastuoso banquete. Todo se había dispuesto de tal manera que cada persona se sentaba a la mesa de acuerdo con su rango. Todavía no había llegado el monarca al banquete, cuando apareció un ermitaño muy pobremente vestido y al que todos tomaron por un pordiosero.
Sin vacilar un instante, el ermitaño se sentó en el lugar de mayor importancia. Este insólito comportamiento indignó al primer ministro, quien, ásperamente, le preguntó:
– ¿Acaso eres un visir?
– Mi rango es superior al de visir – repuso el ermitaño.
– ¿Acaso eres un primer ministro?
– Mi rango es superior al de primer ministro.
Enfurecido, el primer ministro inquirió:
– ¿Acaso eres el mismo rey?
– Mi rango es superior al del rey.
– ¿Acaso eres Dios? -preguntó mordazmente el primer ministro.
– Mi rango es superior al de Dios. Fuera de sí, el primer ministro vociferó:
– ¡Nada es superior a Dios!
Y el ermitaño dijo con mucha calma:
– Ahora sabes mi identidad. Esa nada soy yo.
Cuento sufí
El Salvaje movió la cabeza.
– A mí todo esto me parece horrendo.
– Claro que lo es. La felicidad real siempre aparece escuálida por comparación con las compensaciones que ofrece la desdicha. Y, naturalmente, la estabilidad no es, ni con mucho, tan espectacular como la inestabilidad. Y estar satisfecho de todo no posee el hechizo de una buena lucha contra la desventura, ni el pintoresquismo del combate contra la tentación o contra una pasión fatal o una duda. La felicidad nunca tiene grandeza.
– Supongo que no – dijo el Salvaje, después de un silencio -. Pero ¿es preciso llegar a cosas tan horribles como esos mellizos? ¡Son horribles!
– Pero muy útiles. Ya veo que no le gustan nuestros Grupos de Bokanovski; pero le aseguro que son los cimientos sobre los cuales descansa todo lo demás. Son el giróscopo que estabiliza el avión cohete del Estado en su incontenible carrera.
– Más de una vez me he preguntado – dijo el Salvaje – por qué producen seres como éstos, siendo así que pueden fabricarlos a su gusto en esos espantosos frascos. ¿Por qué, si se puede conseguir, no se limitan a fabricar Alfas-Doble-Más?
Mustafá Mond se echó a reír.
– Porque no queremos que nos rebanen el pescuezo – contestó -. Nosotros creemos en la felicidad y la estabilidad. Una sociedad de Alfas no podría menos de ser inestable y desdichada. Imagine una fábrica cuyo personal estuviese constituido íntegramente por Alfas, es decir, por seres individuales no relacionados de modo que sean capaces, dentro de ciertos límites, de elegir y asumir responsabilidad. ¡Imagíneselo! – repitió.
El Salvaje intentó imaginarlo, pero no pudo conseguirlo.
– Es un absurdo. Un hombre decantado como Alfa, condicionado como Alfa, se volvería loco si tuviera que hacer el trabajo de un semienano Epsilon; o se volvería loco o empezaría a destrozarlo todo. Los Alfas pueden ser socializados totalmente, pero sólo a condición de que se les confíe un trabajo propio de los Alfas. Sólo de un Epsilon puede esperarse que haga sacrificios Epsilon, por la sencilla razón de que para él no son sacrificios; se hallan en la línea de menor resistencia. Su condicionamiento ha tendido unos raíles por los cuales debe correr. No puede evitarlo; está condenado a ello de antemano. Aún después de su decantación permanece dentro de un frasco: un frasco invisible, de fijaciones infantiles y embrionarias. Claro que todos nosotros – prosiguió el Interventor, meditabundo – vivimos en el interior de un frasco. Mas para los Alfas, los frascos, relativamente hablando, son enormes. Nosotros sufriríamos horriblemente si fuésemos confinados en un espacio más estrecho. No se puede verter sucedáneo de champaña de las clases altas en los frascos de las castas bajas. Ello es evidente, ya en teoría. Pero, además, fue comprobado en la práctica. El resultado del experimento de Chipre fue concluyente.
– ¿En qué consistió? – preguntó el Salvaje.
Mustafá Mond sonrió.
– Bueno, si usted quiere, puede llamarlo un experimento de reenvasado. Se inició en el año 73 d.F. Los Interventores limpiaron la isla de Chipre de todos sus habitantes anteriores y la colonizaron de nuevo con una hornada especialmente preparada de veintidós mil Alfas. Se les otorgó toda clase de utillaje agrícola e industrial y se les dejó que se las arreglaran por sí mismos. El resultado cumplió exactamente todas las previsiones teóricas. La tierra no fue trabajada como se debía; había huelgas en las fábricas, las leyes no se cumplían, las órdenes no se obedecían; las personas destinadas a trabajos inferiores intrigaban constantemente por conseguir altos empleos, y las que ocupaban estos cargos intrigaban a su vez para mantenerse en ellos a toda costa. Al cabo de seis años se enzarzaron en una auténtica guerra civil. Cuando ya habían muerto diecinueve mil de los veintidós mil habitantes, los supervivientes, unánimemente, pidieron a los Interventores Mundiales que volvieran a asumir el gobierno de la isla, cosa que éstos hicieron. Y así acabó la única sociedad de Alfas que ha existido en el mundo.
El Salvaje suspiró profundamente.
– La población óptima – dijo Mustafá Mond – es la que se parece a los icebergs: ocho novenas partes por debajo de la línea de flotación, y una novena parte por encima.
– ¿Y son felices los que se encuentran por debajo de la línea de flotación?
– Más felices que los que se encuentran por encima de ella. Más felices que sus dos amigos, por ejemplo.
Y señalo a Helmholtz y a Bernard.
– ¿A pesar de su horrible trabajo?
– ¿Horrible? A ellos no se lo parece. Al contrario, les gusta. Es ligero, sencillo, infantil. Siete horas y media de trabajo suave, que no agota, y después la ración de soma, los juegos, la copulación sin restricciones y el sensorama. ¿Qué más pueden pedir? Sí, ciertamente – agregó -, pueden pedir menos horas de trabajo. Y, desde luego, podríamos concedérselo. Técnicamente, sería muy fácil reducir la jornada de los trabajadores de castas inferiores a tres o cuatro horas. Pero ¿serían más felices así? No, no lo serían. El experimento se llevó a cabo hace más de siglo y medio. En toda Irlanda se implantó la jornada de cuatro horas. ¿Cuál fue el resultado? Inquietud y un gran aumento en el consumo de soma; nada más. Aquellas tres horas y media extras de ocio no resultaron, ni mucho menos, una fuente de felicidad; la gente se sentía inducida a tomarse vacaciones para librarse de ellas. La Oficina de Inventos está atestada de planes para implantar métodos de reducción y ahorro de trabajo. Miles de ellos. – Mustafá hizo un amplio ademán -. ¿Por qué no los ponemos en obra? Por el bien de los trabajadores; sería una crueldad atormentarles con más horas de asueto. Lo mismo ocurre con la agricultura. Si quisiéramos, podríamos producir sintéticamente todos los comestibles. Pero no queremos. Preferimos mantener a un tercio de la población a base de lo que producen los campos. Por su propio bien, porque ocupa más tiempo extraer productos comestibles del campo que de una fábrica. Además, debemos pensar en nuestra estabilidad. No deseamos cambios. Todo cambio constituye una amenaza para la estabilidad. Ésta es otra razón por la cual somos tan remisos en aplicar nuevos inventos. Todo descubrimiento de las ciencias puras es potencialmente subversivo; incluso hasta a la ciencia debemos tratar a veces como un enemigo. Sí, hasta a la ciencia.
– ¿Cómo? – dijo Helmholtz, asombrado -. ¡Pero si constantemente decimos que la ciencia lo es todo! ¡Si es un axioma hipnopédico!
– Tres veces por semana entre los trece años y los diecisiete – dijo Bernard.
– Y toda la propaganda en favor de la ciencia que hacemos en la Escuela…
– Sí, pero ¿qué clase de ciencia? – preguntó Mustafá Mond, con sarcasmo -. Ustedes no tienen una formación científica, y, por consiguiente, no pueden juzgar. Yo, en mis tiempos, fui un físico muy bueno. Demasiado bueno: lo bastante para comprender que toda nuestra ciencia no es más que un libro de cocina, con una teoría ortodoxa sobre el arte de cocinar que nadie puede poner en duda, y una lista de recetas a la cual no debe añadirse ni una sola sin un permiso especial del jefe de cocina. Yo soy actualmente el jefe de cocina. Pero antes fui un joven e inquisitivo pinche de cocina. Y empecé a hacer algunos guisados por mi propia cuenta. Cocina heterodoxa, cocina ilícita. En realidad, un poco de auténtica ciencia.
Mustafá Mond guardó silencio.
– ¿Y qué pasó? – preguntó Helmholtz Watson.
El Interventor suspiró.
– Casi me ocurrió lo que va a ocurrirles a ustedes, jovencitos. Poco faltó para que me enviaran a una isla.
Aldous Huxley
Un día, en un colegio, una maestra repartió una hoja de papel a cada alumno y les pidió que respondieran a la siguiente pregunta: ¿Cuál es la longitud exacta de la clase en la que estamos?
Los alumnos se sorprendieron al leer aquella pregunta tan extraña, pero todos comenzaron a hacer sus cálculos.
A los diez minutos la profesora recogió todos los papeles y comenzó a mirarlos.
La mayoría de alumnos habían escrito una cifra de entre 6 y 8 metros, algunos incluso lo habían acompañado con un “aproximadamente”.
-Bueno -dijo la maestra-, ninguno de vosotros ha contestado correctamente a la pregunta y eso que, en realidad, todos podríais haberlo hecho.
En este caso era fácil, la respuesta correcta era: no lo sé.
Cuento popular, “Cuentos para entender el mundo”
Un comerciante llevaba toda la vida viajando con su burro, en realidad podríamos decir que aquel animal era su única familia.
Iban de mercado en mercado comprando y vendiendo objetos, y jamás se habían separado el uno del otro.
Pero un día, cuando llegaron a una lejana ciudad para acudir a un gran mercado, el burro, a causa de la vejez, no pudo caminar más y murió.
El comerciante quería tanto a su burro que decidió enterrarlo como si fuera una persona. Por eso, por la noche, cuando nadie podía verle, accedió al cementerio y lo enterró.
Al día siguiente, por la mañana, se acercó a la tumba y le llevó las flores más caras y bonitas que encontró. Y allí permaneció, llorando durante varias horas.
—Eras lo mejor que he conocido. Nunca me has fallado, has sido amigo, compañero… Me has enseñado tanto, he aprendido tanto contigo durante todos estos años.
Y así, día tras día, el hombre visitaba la tumba del burro para decirle todo lo que había supuesto su vida con él.
La gente de alrededor se preguntaba qué gran personalidad habría enterrada allí para que aquel hombre hubiera ido tantos días a visitarle.
Finalmente, el comerciante tuvo que partir, no sin antes dejar un inmenso ramo de flores sobre la tumba.
Fue pasando el tiempo y fueron creciendo los rumores de que allí había enterrado alguien muy importante: quizás un gran sabio, o un gran maestro…
Los rumores se fueron extendiendo por las ciudades vecinas y cada vez se acercaban más peregrinos a visitar la tumba.
Tras unos años, eran tantas las visitas que decidieron construir un enorme panteón para aquel sabio.
Un buen día, el dueño del burro pasó cerca de la ciudad y decidió ir al cementerio para ver la tumba de su amigo.
Cuando llegó se dio cuenta de que para acceder a ella tenía que hacer una enorme cola.
—¿Usted también ha venido a rezarle al sabio? —le comentó un hombre.
—No, no, yo solo he venido a ver a mi burro.
Cuento sufí
"A los idealismos franceses sin significado: Libertad, Igualdad y Fraternidad, les oponemos las tres realidades alemanas: Infantería, Caballería y Artillería". Príncipe Bernhard Heinrich Karl Martin von Bülow, (1849 - 1929)
Que Jesús tuviera una ideología y una praxis antirromana hace que cobren sentido, y de forma sencilla y unitaria, toda una serie de aspectos de los relatos evangélicos que, de creer la interpretación teológica estándar, resultan extraños y aun ininteligibles [...] noticias incompatibles con la imagen de un salvador netamente espiritual y universalista que predicó un idílico mensaje de paz y amor. Por el contrario, todas ellas encajan a la perfección con la figura de visionario nacionalista que operó guiado por la resistencia al poder imperial y sus adláteres, y fue consciente de los peligros de represión que corría en su empresa colectiva, tanto por parte de Roma como de sus gobernantes clientes.
Fernando Bermejo Rubio, La invención de Jesús de Nazaret. Historia, ficción, historiografía.
"Cuando la gente me pregunta si la división entre partidos de derecha y partidos de izquierda, sobre hombres de derecha y hombres de izquierda, todavía tiene sentido, lo primero que me viene a la mente es que la persona que hace la pregunta ciertamente no es un hombre de izquierda."
Alain Chartier (1868-1951).
¡Qué consuelo, qué indecible consuelo es sentirse uno seguro con otra persona; no tener que pesar las ideas ni medir las palabras, sino poder derramarlas todas tales como surgen, la paja junto con el grano, sabiendo que una mano fiel las tomará y separará, conservando lo que vale la pena y luego, con un soplo de benevolencia, esparciendo el resto al viento!
George Eliot
“No es signo de buena salud el estar bien adaptado a una sociedad profundamente enferma”.
“Si las matemáticas y la ciencia tomaran el lugar de la religión y la superstición en la escuela y en los medios, el mundo se convertiría en un lugar sensato y la vida sería más digna de ser vivida. Que cada uno aporte por lo tanto su contribución, grande o pequeña, de modo que suceda esto, para mayor gloria del Espíritu humano”.
Los coches no vuelan, no se ha colonizado Marte, las máquinas (aún) no sueñan por nosotros… no es el futuro que imaginé de niño.
En efecto, en este futuro sigue habiendo crisis de refugiados, guerras, hambrunas, desigualdad, calentamiento global, nos falta sitio para esconder tanta basura como producimos y seguimos dependiendo del petróleo como fuente de energía. ¿Qué clase de futuro era este?
Desde luego no es el futuro que presagiaba el abuelete Kubrick en “2001, una odisea espacial” allá por 1968. El futuro de hoy es una edición aún más cruel de la versión neoliberal del capitalismo, donde el éxito de unos se sustenta en la desgracia de otros.
Pero es lo que tiene la ciencia-ficción que, pasado el tiempo, te das cuenta de lo poco que aprendemos de nuestros errores.
Pepe Pettenghi.
Se cuenta que una noche, de pronto, sin razón aparente, un cuervo comenzó a perseguir a una luciérnaga.
Esta comenzó a volar muy rápido para poder huir del pájaro y así estuvo un día entero. A la noche siguiente, el cuervo comenzó de nuevo a perseguirla con la intención de atacarla. Y de nuevo la luciérnaga consiguió huir.
Pero a la tercera noche, cuando el cuervo volvió a perseguirla, la pobre luciérnaga, completamente agotada, se rindió y dejó que el pájaro la alcanzara.
Cuando este ya estaba a punto de acabar con ella, la luciérnaga le dijo:
-¿Puedo hacerte tres preguntas antes de morir?
-Bueno, no suelo conceder este tipo de deseos a nadie, pero como te voy a devorar puedes preguntar -contestó el cuervo.
-Entonces dime, ¿pertenezco a tu cadena alimenticia?
-No, claro que no -contestó el cuervo.
-¿Te he hecho algo para que me ataques de esa forma?
-No -contestó de nuevo el cuervo.
-Entonces... ¿por qué quieres acabar conmigo?
-Porque no soporto verte brillar.
Cuento de Esopo
“Admitir a las mujeres en perfecta igualdad, sería la señal más segura de civilización y duplicaría las fuerzas intelectuales del género humano”.
Stendhal
"De cuantas cosas me cansan, fácilmente me defiendo; pero no puedo guardarme de los peligros de un necio". Lope de Vega, A mis soledades voy
“Vivimos en un mundo al que le ha importado más la utilidad que el sentido de la existencia, la envoltura que los contenidos, la apariencia antes que la sinceridad de ser lo que se es.”
Laura Esquivel, “El libro de las emociones” (2000)
Supongamos que 2 + 2 = 5. Restemos 3 de cada uno de los miembros de la identidad; obtenemos 1 = 2. Por simple simetría, 1 = 2 implica que 2 = 1. Ahora, dado que el Papa y yo somos dos personas distintas, y dado que 2 = 1, el Papa y yo somos uno. Como resultado de ello, yo soy el Papa.
Bertrand Russell
"Soy un raro. No puedo soportar al ser humano en su estado actual, he de ser engañado. Los psiquiatras deben tener un término para designar eso, yo también lo tengo para los psiquiatras".
Atribuida a Charles Bukowski
Cuenta una leyenda, que un día la verdad y la mentira se cruzaron:
– Buenos días -dijo la mentira.
– Buenos días -contestó la verdad.
– Hermoso día -dijo la mentira.
Y la verdad, miró al cielo y oteó el horizonte para ver si era verdad… Y sí, lo era.
– Hermoso día -contestó entonces la verdad.
– Aún más hermoso está hoy el lago -dijo la mentira.
Y la verdad, miró y requetemiró al lago para convencerse de que era verdad… Y sí, lo era.
– Cierto, está más bonito -dijo entonces la verdad.
Y la mentira, corriendo hacia el agua, dijo:
– ¡Vayamos al agua a nadar! ¡El agua está mucho más hermosa!
La verdad se acercó con prudencia al agua, la tocó con la yema de los dedos, vio que sí, el agua estaba más hermosa, y decidió creer a la mentira y seguirla.
Ambas se quitaron la ropa y se lanzaron al agua.
La verdad y la mentira estuvieron nadando un buen rato, muy a gusto, hasta que la mentira salió y se puso la ropa de la verdad.
La verdad, incapaz de ponerse la ropa de la mentira, comenzó a caminar desnuda por la calle y todos se horrorizaron de verla.
Así es cómo, desde entonces, la mayoría de personas prefieren ver la mentira disfrazada de verdad, que la verdad al desnudo.
“He tenido miles de problemas en mi vida. La mayoría de ellos nunca sucedieron en realidad”
Dos amigos se reunieron para comer y antes uno de ellos pasó por el quiosco a comprar el periódico. Este saludo amablemente al vendedor. El quiosquero, en cambio respondió con malos modales y muy desconsiderado le lanzó el periódico de mala manera. El comprador en cambio sonrió amablemente y pausadamente deseo al quiosquero que pasará un buen día, dándole las gracias por su servicio.
Los dos amigos continuaron el camino y cuando ya estaban alejados del quiosco, el otro amigo le dijo:
– Oye, ¿este hombre siempre te trata así?
– Si, por desgracia – le dijo el amigo.
– ¿Y tú siempre te muestras con él tan educado y amable?
– Si, así es.
– Y, ¿me quieres decir, por qué tú eres tan amable con él, cuando él es tan antipático contigo?
El amigo le contestó:
– Es bien fácil. No quiero que sea él quien decida como me he de comportar yo.
"La cadena es tan fuerte como su eslabón más débil, porque si eso falla, la cadena falla y el objeto que ha estado sosteniendo cae al suelo".
Thomas Reid, Ensayos sobre los poderes intelectuales del hombre (1786)
Tirarle el hueso al perro no es caridad. Caridad es compartir el hueso con el perro cuando se está tan hambriento como él.
Ben Graham, mi amigo y maestro, describió hace mucho tiempo la actitud mental hacia las fluctuaciones del mercado que creo que es la más propicia para tener éxito con la inversión. Dijo que deberías imaginarte las cotizaciones del mercado como si provinieran de un tipo extraordinariamente complaciente llamado Sr. Mercado, que es tu socio en un negocio no cotizado. Sin falta, el Sr. Mercado aparece todos los días y te dice un precio al cual te compraría tus acciones o te vendería las suyas.
A pesar de que el negocio que vosotros tenéis puede tener características económicas estables, las cotizaciones del Sr. Mercado serán todo lo contrario. Porque, lamentablemente, el pobre hombre tiene problemas emocionales incurables. A veces se siente eufórico y solo puede ver los factores favorables que afectan el negocio. Cuando está de ese humor, te ofrecerá un precio de compra muy alto porque teme que le robes los beneficios inminentes. En otras ocasiones está deprimido y no ve más que problemas por delante tanto para el negocio como para el mundo. En estas ocasiones, te ofrecerá un precio de venta muy bajo, porque teme que le endoses todas tus acciones.
El Sr. Mercado tiene otra característica entrañable: no le importa que lo ignoren. Si su precio de hoy no te interesa, volverá con otro nuevo mañana. Las transacciones son estrictamente a tu elección. Por ello, cuanto más maníaco-depresivo sea su comportamiento, mejor para ti.
Pero, como Cenicienta en el baile, debes prestar atención a una advertencia o todo se convertirá en calabazas y ratones: el Sr. Mercado está para servirte, no para guiarte. Es su bolsillo, no su sabiduría, lo que te será útil. Si aparece algún día de un humor particularmente tonto, puedes ignorarlo o aprovecharte de él, pero será desastroso si caes bajo su influencia. De hecho, si no estás seguro de comprender y valorar tu negocio mucho mejor que el Sr. Mercado, no participes en el juego. Como dicen en el poker, "Si has estado jugando media hora y no sabes quién es el pardillo, el pardillo eres tú".
[…]
Siguiendo las enseñanzas de Ben, Charlie y yo dejamos que nuestras acciones nos digan por sus resultados operativos, no por sus cotizaciones de precios diarias, ni siquiera anuales, si nuestras inversiones son exitosas. El mercado puede ignorar el éxito comercial por un tiempo, pero eventualmente lo confirmará. Como dijo Ben: “A corto plazo, el mercado es una máquina de votar, pero a largo plazo es una máquina de pesar”. Además, la velocidad a la que se reconoce el éxito de una empresa no es tan importante siempre que el valor intrínseco de la empresa aumente a un ritmo satisfactorio. De hecho, el reconocimiento tardío puede ser una ventaja: puede darnos la oportunidad de comprar más de algo bueno a un precio de ganga.
menéame