Hasta hace no mucho, bancos centrales y criptomonedas no mezclaban muy bien. Si unos representaban la hegemonía de los Gobiernos y su capacidad de influir en la economía imprimiendo papel, otros eran un invento surgido de las indómitas profundidades de internet. Si el valor de uno vino venía marcado, al menos al principio, por algo tan estable como el oro, las monedas digitales, mucho más volátiles, se vieron pronto sujetas a fuertes fluctuaciones de precio.
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