No se trata de estar a favor o en contra de las vacunas. No se trata de tener más o menos confianza en los que las diseñaron, o en los que diseñaron los protocolos que, hasta ahora, decían precisar años para determinar la seguridad de un medicamento.
Es igual. Por lo menos, a mí me es igual. Ya he hecho mis cuentas y el riesgo, a mí, me parece asumible, y el beneficio, en mi opinión, está por encima de la perdida potencial. He tomado mi decisión: si la vacuna es voluntaria, me vacuno mañana.
Lo que no voy a permitir es que me traten como a un crío, a un incapaz o a un gilipollas. Si la vacuna es obligatoria, no me vacuno ni mañana, ni nunca, si puedo evitarlo. Si hay que escaquearse, me escaqueo. Si hay algo que falsificar, se tira de las viejas habilidades en artes gráficas. Si hay que liarla, pues se lía. Y si al final me joden, pues encogerse hombros y rendirse, o pagar lo que corresponda. Como buen jugador.
Pero tragar, no. Toda resistencia que se oponga a los amigos de lo obligatorio es un paso que se retrasa su imperio. Toda molestia que se les cause es un incentivo en contra de la siguiente imposición. Hay que poner trabas. Hay que negarse.
Si es obligatorio, hay que decir no.
La docilidad sólo produce tiranos.