El país ya estaba devastado hacía tiempo, incluso antes de que la democracia se convirtiese en un bipardismo radical. La sociedad ya no era un todo, sino un conjunto de individuos atomizados; condenados de la era digital, en creciente desconexión del gregarismo. Ya no era una masa díscola, no había objetivos comunes enraizando sus anhelos. La sociedad vagaba errante y disgregada, agonizando en rediles de trivialidad. Y cuando se pudre el germen de la revolución, la población se vuelve cosecha de destrío.
La dictadura se instauró pacífica y sibilina, enredando sus tentáculos en las raíces podridas del pueblo. Para los pocos que se dieron cuenta ya es tan tarde, que prefieren vivir con las sospechas mudas. El resto sigue la inercia que le dictamina la vida, obedientes y discretos, convencidos de que el mundo va hacia un lugar mejor.
«Cualquier tiempo pasado nunca fue mejor», reza una consigna del régimen.