A propuesta de un fidelísimo funcionario, la corrección punitiva de errores se empezó a aplicar a los ciudadanos como una saludable forma de educación. Los recursos, adendas y rectificaciones desaparecieron en meses. Los contribuyentes revisaban los documentos cautelosamente antes de osar presentarlos en una ventanilla. Las llamadas ‘liquidaciones’ eran variadas. Una tilde incorrecta en un apellido: embargo del automóvil o el mobiliario doméstico. Un concepto de recaudación erróneo: despido del trabajo. Los errores monetarios, incluso a favor del Ministerio, suponían castigos a los familiares del causante: reformatorio para la hija adolescente, traslado invernal del cónyuge al campo de trabajo, o la perrera para la mascota familiar.
Durante el maldito enero se calculaban los pormenores tributarios del año anterior. Revisé agotadoramente postulaciones, coeficientes, inflaciones y reglamentos. Pasaron días de penosa labor hasta que entregué firmado el documento de impuestos preciso que llevaría a mi cuñado quince años al campo de castigo.