Cuando tenía diez años quise vengarme de mi hermano pequeño por quitarme el puto juguete. Me oculté detrás de la puerta y, cuando pasó corriendo, le puse la zancadilla. Al caer, chocó violentamente contra la cocina, de aquellas antiguas esmaltadas en blanco, con fogones de gas butano. El perol volcó y todo el aceite hirviendo cayó de golpe sobre su rostro.
Su piel quedó cubierta de cicatrices hipertróficas, rojizas y tirantes como el plástico derretido. El párpado superior era solo un vestigio que no alcanzaba a cerrar, revelando un ojo seco que parecía estar siempre mirando sin ver. La oreja se había consumido, dejando anclada una prominencia cartilaginosa.
Escribo esta carta cincuenta años después. Doblo el papel y lo introduzco en su ataúd, justo antes de que cierren la tapa para llevarlo al crematorio. Ojalá la culpa arda con él.