El negocio familiar iba regular pero no queríamos renunciar a las clases de golf, así que primero abandonamos a Tofu, el caniche. La despedida fue triste porque era como uno más de la familia. Después le tocó a la yaya, esta vez nos afectó menos al contar con experiencia previa; y con el pequeño Beltrán, fue algo rutinario.
Cuando teníamos algún viaje, todos intentábamos congraciarnos con papá y mamá: el abuelo no subía al coche sin la libreta bancaria; la interna lucía un exuberante escote; y yo, en manifiesta desventaja, les preparaba un termo con su café favorito.
— Borja, baja a repostar— me dijo papá.
Pude escuchar el acelerón a mi espalda. Me quedé en aquella oscura gasolinera diciendo adiós con la mano. Un niño inocente, desvalido y con el estómago vacío; tan vacío como el bote de somníferos que les había vertido en el termo justo antes de salir.