El viejo poeta, al borde del acantilado, echó un último vistazo al mar embravecido. Regresó a la cabaña e hizo la maleta para abandonar su solitaria vida de estos últimos años.
En el tren redactó varias cartas cargadas de antiguas polémicas, desprecios e insultos a distintas personas. Como en el pasado.
Se estableció en la ciudad. Rehízo contactos y empezaron a llegar acaloradas reacciones a sus escritos. Encontró un buen rincón: un par de minutos diarios en un programa de radio local. «Durante años censuraron mi obra y destruyeron mi carrera», bramaba histriónico.
Así pasaron sus dos últimos años hasta que la larga enfermedad terminó de comerse su carne desde dentro. Un pariente lejano declaró apenado en las noticias: «La lucha, la provocación y hacerse la víctima le hacían sentirse vivo. Sobre todo en sus últimos días».
Ya nadie se acuerda de él.