A sus cincuenta años seguía siendo tan competitivo que, por recomendación del cardiólogo e imposición familiar, había decidido rivalizar únicamente contra sí mismo.
Se acabaron los piques, las pataletas y la autoexigencia.
Con el pistoletazo de salida activó el pulsómetro y fue recorriendo los primeros kilómetros según los tiempos establecidos.
Si algún corredor le sobrepasaba, respiraba profundamente, contaba hasta cinco y continuaba a su ritmo.
Al girar una curva para encarar la última recta, el sol que estaba en pleno ocaso se colocó a su espalda proyectando una descarada sombra que le adelantó sin ningún tipo de miramiento.
Herido en su orgullo, no estaba dispuesto a dejarse vencer también por ella.
—Estoy compitiendo contra mí mismo—Se justificó para esprintar, con el corazón latiendo como una batucada en pecho y sienes.
No fue capaz de alcanzarla, y entró tan cabreado que pasó toda la semana en penumbra para no ver a su desvergonzada sombra.