Miserere mei, Deus

No soltaba la sábana, era su escudo de Heracles, en el que Fobos espantaría a los malvados, y Palioxis los pondría, despavoridos, a la fuga, estirando la raída prenda hasta cubrirse por completo, cual mortaja.

El orfanato no estaba mal. La comida no abundaba, pero los Padres no eran malos del todo. Sí, severos, y, sí, alguno con la mano larga, pero sus compañeros, algunos huérfanos como él, otros abandonados, compartían destino y eso los convertía casi en hermanos: la Hermandad de los Desamparados. Y eso hacía los días más llevaderos.

Pero las noches… las noches eran diferentes. La Hermandad desaparecía con la oscuridad, con la individualidad de las camas, y cada uno se apañaba como podía.

Así que cuando el Padre Santiago le rozó la cabeza por encima de la sábana a las 2 de la madrugada, sabía qué pasaría:

-Miguel, vamos a rezar a la vicaría.

-Amén, padre.