Nací cuando el mundo era analógico. Me pelé las rodillas jugando en la calle, achinaba los ojos con saña para descodificar el Canal Plus; y mis referentes de masculinidad eran Walker, el Ranger de Texas, Mr. Proper y el primo de Zumosol. En el instituto fui ese niño rarito que temía más al deporte que a la formulación química. Cuando memorizaba los lantánidos, mi padre, fanático acérrimo del cine péplum, escuchaba el eco de mis retahílas filtrarse por el hueco de la puerta. Creía el hombre, con los ojos vidriados de orgullo, que su hijo andaba recitando la alineación de la guardia pretoriana.
—Hijo, ese tal Lutecio debió ser un grande, ¿no es cierto? —preguntó mientras cenábamos.
—Por supuesto, papá, el más duro y pesado de los soldados.
Al enterarse de que me matriculé en química y no en historia, esbozó una mueca indescifrable y se sentó a ver Ben-Hur.