Sol y sombra les llamaban a las dos hermanas, igual que al coñac con anís que tomaba su padre los domingos.
Una era rubia y otra morena. Una era seria e introvertida y la otra sonriente y habladora. Por eso era tan difícil decidir quién era sol y quien era sombra. Quien no las conocía, pensaba que Cristina, la rubia, era el sol, y Amaya, la morena, la sombra. Quien las trataba con frecuencia, era de la opinión contraria.
Su hermano Juan contrajo una grave enfermedad degenerativa y después de infinita lucha y sufrimiento, pidió la eutanasia. Los jueces se la negaron.
Las dos hermanas decidieron entonces ayudar a Juan por su cuenta. Al final, sol no se atrevió. No tuvo valor en el momento decisivo. Pero sombra sí. Porque el sol se apagará algún día, pero la noche es eterna.
¿Qué importa su nombre? Sombra lo hizo.