Lo pensé una tarde de diciembre, atrapado entre pasillos saturados de perfumes idénticos y pantallas que repetían, como un mantra brillante, la misma orden: compra. Aquel eco se parecía demasiado a esta frase que hoy nos convoca. «Comprad, comprad, malditos». Una frase que no grita, sino que gotea. Y cada gota cae sobre la misma grieta humana: nuestra hambre de ser otro, de sentir otra cosa, de huir un instante de lo que pesa.
Hay que admitirlo. La economía contemporánea no vende objetos, vende versiones de nosotros mismos. No compra uno una chaqueta, compra la promesa de una piel más resguardada del frío. No compra un juguete, compra un espejismo de infancia restaurada. El marketing es una suerte de taxidermista emocional que clasifica nuestros deseos como si fuéramos fauna domesticada. Hombres de un lado. Mujeres del otro. Niños, padres, ricos, pobres. Cada grupo recibe su dosis personalizada de seducción. Como si la dignidad pudiera empaquetarse en cajas de 19,99 euros.
Se dice que a los hombres se les vende deseo. Lo he visto en carteles de metro y anuncios de madrugada. Figuras musculadas, coches que rugen, relojes cuyo precio equivale a una hipoteca. Todo diseñado para activar esa pequeña inseguridad que late bajo la camisa. Nos dicen: desea más, sé más, toma más. Nunca explican que ese deseo es un pozo sin fondo. Una maquinaria perfecta para mantenernos girando como hámsters sobre una rueda cromada.
A las mujeres, en cambio, se les vende apariencia. La condena más antigua y más rentable. Las campañas de belleza funcionan como espejos rotos que multiplican imperfecciones imaginarias. Una arruga, una cadera, un rizo rebelde. Todo sirve para justificar el desfile infinito de cremas, filtros, rutinas. La apariencia como religión cotidiana. Y yo, que he visto a amigas inteligentes y brillantes dudar de sí mismas frente a un probador mal iluminado, no puedo evitar sentir rabia. Porque el marketing emocional no solo manipula. Cava. Erosiona. Instala un parásito silencioso que nunca se declara satisfecho.
El turno de los padres siempre me ha parecido el más cruel. A ellos les venden tranquilidad. Esa palabra anestésica que promete que nada malo ocurrirá mientras el niño duerme en una cuna a prueba de caídas o viaja en un carrito con suspensión hidroneumática. La industria sabe que el miedo parental es un filón inagotable. Convierten la vulnerabilidad en negocio. Cada artículo comprado no ofrece paz real, solo un placebo; un recordatorio de que la fragilidad humana no cabe en una factura.
Los niños reciben fantasía. O algo que se le parece. Un desfile de universos prefabricados donde todo brilla y nada duele. Así son los catálogos de juguetes con sus sonrisas congeladas. Enseñan mundos hechos para consumir, no para imaginar. Hoy las pantallas hacen el trabajo con mayor eficiencia. Les venden sueños empaquetados. Y cuando un sueño se agota, llega otro. Más colorido. Más vacío.
A los ricos les venden seguridad. Una palabra que, en este siglo, vale más que el oro. Sistemas de vigilancia, casas fortificadas, coches que se cierran como cápsulas de astronauta. El lujo ya no se mide en mármol o champán, sino en blindajes. Me sorprende esa ironía. A mayor riqueza, mayor paranoia. Como si el privilegio generara un miedo nuevo, más sofisticado, más caro.
Los frikis reciben figuritas, cromos, reliquias mínimas que convierten la nostalgia en un tablero de transacciones. Coleccionar se ha vuelto un rito. Pero también una fuga. Un intento de armarse un altar privado ante el caos de la adultez. Así lo entienden y pagan estúpidas cantidades de dinero por ediciones que prometen cerrar un círculo emocional que nadie más veía.
Y a los pobres, a los pobres se les vende esperanza. El negocio más antiguo del mundo. Loterías, sorteos, móviles a plazos imposibles, cursos milagro, créditos rápidos. La esperanza como mercancía triste. La esperanza como jaula que brilla justo lo suficiente para obligarte a volver mañana. Conozco ese tono condescendiente con el que la sociedad habla de quienes compran ilusión. Como si no fuera, precisamente, la falta de oportunidades lo que obliga a apostar por un golpe de suerte. El mercado se alimenta de esa vulnerabilidad colectiva. Le pone moño, le llama progreso.
Mismo negocio, distinto envoltorio. Todos participamos del mismo teatro. Todos creemos que elegimos libremente, cuando en realidad caminamos por pasillos trazados con raíles. Pero esto no significa renunciar a la compra, ni convertirnos en ascetas desabridos. Significa observar. Detenerse en ese segundo incómodo en el que uno reconoce que su deseo no nació espontáneamente, que fue sembrado con precisión quirúrgica.
Mientras escribo estas líneas, pienso en la dignidad. Una palabra que no aparece en etiquetas, pero que debería guiarnos como un faro torpe y necesario. Comprar no debería implicar rendirse. Ni convertirse en figurantes de una obra escrita por algoritmos de segmentación. Debería ser un acto que dialogara con nuestra libertad, no que la hipotecara.
Hay quien dice que el consumo es inevitable. No lo discuto. Lo que sí pongo en duda es que tengamos que aceptar sin resistencia este reparto obsesivo de ansiedades. El mercado seguirá intentando moldearnos. Es su función y objetivo. Pero nuestra naturaleza podría ser otra. Podría consistir en mirar de frente lo que compramos, rastrear el deseo hasta su origen, preguntarnos con una honestidad casi brutal si eso que anhelamos nos pertenece o es fruto de un hábil acto de sugestion.
Quizá ahí se juegue la verdadera batalla. En recuperar de manera íntima, silenciosa, el derecho a decir: esto sí, esto no, esto me hace bien, esto me convierte en un extraño para mí mismo.
Al final, lo único que cuenta es esa pregunta que evitamos mientras deslizamos la tarjeta. ¿Qué estoy comprando de verdad? ¿Un objeto, una promesa, un alivio, una máscara? Si uno se atreve a responderla sin rodeos, aunque sea una sola vez, algo cambia. Una grieta se abre. Y por esa grieta entra aire. Un aire incómodo, lúcido, peligroso. El mismo que, si lo dejamos, podría enseñarnos a vivir con un poco más de propósito y un poco menos de envoltorio.