
En segundo o tercero de carrera tuve un noviazgo con una chica mayor que yo. Yo iba a Granada cada dos fines de semana. Llegaba un jueves y me iba el domingo cuando no había exámenes.
Por aquel entonces yo ya tenía cierto interés por el cine, pero no había pasado de los hits contemporáneos y algunas cosas sueltas de Hitchcock o Woody Allen. Gracias a ella, aprendí a digerir el ritmo del cine oriental y luego a amarlo. Y así descubrí a Dersu Uzala, a Toshiro Mifune, Kurosawa, La condición humana, Ozu o Harakiri. Personajes, actores y películas que se quedaron para siempre en mí, provocando una disonancia cultural enorme en mi forma de entender la estética y permitiéndome entrar a una forma de entender la vida en la que las miradas, las palabras no dichas y los actos cotidianos esconden miles de emociones y mensajes.
También descubrí el Hollywood dorado. A Wilder, Doce hombres sin piedad, Bette Davis & Joan Crawford, Burt Lancaster, Brando, Testigo de Cargo, Coppola, Bogart, Cary Grant, Matar a un ruiseñor, Katherine Hepburn, Orson Welles, Senderos de Gloria . O el western, un género que odiaba profundamente en mi adolescencia y sin el que ahora no podría entender el cine, ni la soledad. O el cine francés de los 40 y 50, Fellini, Azcona, El Ángel Exterminador, Delitos y faltas, Berlanga, los 400 golpes, Hiroshima mon amour, Umberto D., Bergman. Nos pasábamos días y días encerrados, viendo dvds grabados en verbatines mientras bebíamos cerveza y comíamos pizzas congeladas y comida china.
Yo era ese crío que da sus primeras pedaladas en bicicleta, una y otra vez y ella disfrutaba con esa extraña y maravillosa sensación del que muestra lo que más ama en la vida a otra persona. Me explicaba la intención y el sentido de los distintos tipos de plano y las elípisis, la estructura del guion, anécdotas sobre actores y rodajes, las diferentes escuelas de cine y sus motivaciones artísticas y sociales…
Vivimos en un mundo en el que se enseña economía a niños que aún no han aprendido a vivir, pero no se les muestra cine. Y tengo que decir que, por encima de cualquier otra relación sentimental y de muchos cursos, másteres, viajes o vivencias, ese breve noviazgo me cambió para siempre como no lo ha hecho ninguna otra época en mi vida.
Porque el cine te cambia, sí, rompe tus estructuras vivenciales más básicas. Te conmueve y reconforta. Te obliga a crecer, a cuestionarte tu existencia y las normas que la rigen. Te destroza y te construye. Te permite rememorar momentos y personas que nunca volverán. Siento ser tan cursi, pero es que es así. El cine es un espejo y, por lo tanto, el cine enseña. Al igual que un buen profesor, uno nunca olvida dónde vio por primera vez aquellas películas que cambiaron su vida y uno siente una conexión difícilmente explicable cuando conoce a alguien con el que comparte gustos cinéfilos concretos.
Decía Ramón Gómez de la Serna que “lo bueno del cine es que, durante dos horas, los problemas son de otros”. Yo prefiero pensar que cine es eso que quieres ser pero nunca serás, aquel lugar inexistente en el que te quieres quedar a vivir, esa mujer a la que nunca podrás tener y esas batallas que nunca podrás ganar, y que es fantástico que, durante dos horas, puedas engañarte y creer, con la dicha que vive ese niño al que aún nadie ha explicado qué es la muerte, que no hay nada imposible.
Ahora que andamos a vueltas con el tema de expropiar o no viviendas, creo que es necesario mirar de cara al problema del justiprecio, porque alguna gente no comprende lo que ese concepto implica. Y menos aún el demonio que se esconde en los detalles.
Cuando una administración pública, basándode en razones de necesidad pública, expropia un bien privado, viene obligada a pagar un justiprecio por el bien expropiado. Ese bien pasa a ser de todos y entre todo lo pagamos.
El justiprecio es el valor que en ese momento tiene el bien. Puede ser el valor de compra más las mejoras, el valor de mercado, o un valor consensuado entre las partes. Eso, en teoría.
En la práctica, y en el caso de la vivienda, hay un detalle curioso que casi todo el mundo olvida: existen unas tablas fiscales, creadas pro Hacienda, para calcular el precio de transmisión de un bien, sea cual sea el precio declarado ante notario. Ese valor fiscal, que tantos debates causa, es la base inexcusable sobre la que se calcula el Impuesto de Transmisiones patrimoniales, y si te han tasasdo la casa en cien mil euros, pagas el porcentaje que toque de cien mil euros, por mucho que el comprador, vendedor y notario declaren que el inmueble se vendió en cuarenta mil. Ese valor de las tablas fiscales, se considera valor comprobado, y modificarlo cuesta un esfuerzo bastante grande, con muy pocas posibilidades de éxito.
¿Qué pasa con ese valor? Que suele estar inflado, para recaudar algo más de Transmisiones Patrimoniales. Mi casa del pueblo, por ejemplo, está tasada en ciento veinte mil euros y ni harto de marihuana la vendo en más de cuarenta mil, si intentase venderla.
Todo el mundo estaba encantado con esta jugada: Hacienda, porque cobraba más. Los bancos, porque podían dar hipotecas más altas, los tasadores porque cobran a porcentaje, etc... Todo el mundo encantado, oye, sintiéndose más rico de lo que realmente es.
Pero, vaya por dios, ahora a alguien se le ha ocurrido expropiar viviendas y resulta que a la hora de calcular el justiprecio, también es muy difícil de evitar ese precio fiscal comprobado y determinado por las tablas de Hacienda. Si Hacienda dice que vale eso, vale eso, y eso te van a tener que pagar si te lo expropian. Y si no te lo pagan, van a pasarlas reputísimas en los juzgados para modificar ese precio, determinado por la propia Administración. ¿O es que vale eso si lo vendo y no vale eso si me lo expropias?
Por eso, no descarto que algunas expropiaciones, además de propaganda, sean un chollo encubierto para acabar apagando a los propietarios mucho más de lo que la vivienda valía en realidad, favoreciendo a amiguetes.
En mi caso, si alguien, quien fuese, me expropiase la casa del pueblo, lo comía a besos. Ojalá quisiera el Ayuntamiento convertirla en vivienda social, joer. Pero no caerá esa breva...
menéame