Mil pesetas eran la diferencia entre pasarte el día sin saber qué hacer, o ser el amo. Eran la cantidad suficiente como para producir una barrera psicológica (“¿990 pesetas? Uy, qué barato”, “¿Menos de 1000 pesetas? Qué ofertón”). Y si además las pillabas el día del espectador, una mochila llena de patatas fritas y una chaqueta de chándal “por si preguntan”, te solucionaba la tarde con un par de películas en pantalla grande. Aunque a las malas, el videoclub más cercano también era una buena opción, sacando 3 x 2.
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