Cada tela teje su araña (y IX). Final

18

La gerencia del hotel está en el último piso, cerca de las máquinas de los ascensores. Los despachos en el último piso tienen la triple ventaja de las buenas vistas, el valor simbólico de la jerarquía y la facilidad de frenar a las visitas molestas antes de que lleguen.

Julio Portillo, el gerente, ha sacado docenas de carpetas de un archivador metálico. Comprueba su contenido y rompe sistemáticamente cientos de hojas. En el suelo ya hay un buen montón de papeles rotos, en pequeños pedazos los primeros y luego, poco a poco, más grandes cada vez, a medida que se ha ido imponiendo el desaliento y la sensación de derrota. No le va a dar tiempo a destruir todos aquellos papeles, y aunque lo consiga no servirá de nada porque hay rastro documental y copia de todo en demasiados sitios: en la gestoría, en contabilidad, en Hacienda... ¡en todas partes! El problema no es lo que esos papeles dicen, sino precisamente lo que no dicen, y eso ya no tiene remedio. Quizás los tres o cuatro primeros años hubiese podido sostener su versión de que llevaba la gestión del hotel lo mejor que podía, pero ya no.

Portillo ha sido quien ha llamado a recepción y a Molina después de enterarse de primera mano de que esa misma semana, ese mismo día quizás, liberarían a Blas Torquela, el dueño del hotel. Le habían llamado enmedio de la noche para decírselo y luego, enseguida, se habían enterado también algunos periodistas.

Blas llevaba once años desaparecido. Once años.

Blas pensaba abrir otro hotel en Colombia y durante un viaje de negocios lo secuestró un grupo revolucionario. Luego pidieron un abultado rescate por él. Nadie supo a ciencia cierta si el rescate llegó a pagarse y los secuestradores no cumplieron su parte, o si alguno de los negociadores se quedó con el dinero, convencido de que todo el mundo creería su versión y no la de los guerrilleros.

Nadie, salvo Julio Portillo. Él si lo sabe. Sabe perfectamente lo que ocurrió.

Después de los primeros meses, el tema se fue olvidando. A veces, algún reportero que entrevistaba a un líder de la guerrilla intentaba conocer el paradero de Blas Torquela, pero las noticias se fueron espaciando y hacía ya tres o cuatro años que nadie hablaba del empresario secuestrado.

Blas Torquela no había tenido nunca buena salud, y se daba por hecho que las condiciones de vida de la selva habían acabado con él. Además, su nombre era incómodo para mucha gente, pues no estaba muy clara la clase de negocios que lo habían llevado a Suramérica. Lo del nuevo hotel no sonaba demasiado convincente ni a las autoridades españolas ni a las colombianas.

Hablar mal de él era igual de arriesgado que alabarlo, así que pronto se impuso el silencio como mejor solución. Como solución definitiva.

Blas Torquela no tenía familia directa. Además, no estaba muerto, con lo que el hotel siguió funcionando, en manos de Portillo, el gerente, que hacía a un tiempo las veces de administrador y propietario de hecho.

Pero Blas iba a volver.

Volvía de la selva.

Y preguntaría qué había ocurrido con el rescate. Preguntaría los detalles, con los nombres y las cantidades. Y Blas concomía el otro lado de la historia porque era él quien había pasado once largos años entre aquella gente. A Blas no podía decirle que se había reunido con dos tipos morenos y barbudos. Él sabría los nombres, y conocería una a un las cicatrices de sus rostros. Y cuando le dijese que había hablado con un hombre con un la nariz torcida, como si tuviese roto el tabique nasal, no se encogería de hombros, sino que sabría que era Arnulfo Jandilla, y sabría que Jandilla esperó tres días en Cali, en una aldea cercana a Cali, a que apareciese el dinero, antes de conseguir escapar de milagro de la emboscada que el tendió la policía.

Sabría lo de Arnulfo, y lo de todos los demás. Sabría que la bolsa con el dinero, aquella bolsa azul, no contenía dinero, sino simples papeles.

Julio Portillo se pasó la mano por la frente, tratando de buscar una salida, pero esta vez no la había.

Cuando se negocia con terroristas se cuenta con la ventaja de que todo el mundo se cree tu versión. ¿Qué van a decir ellos? Cogiste el dinero, pagaste, regresaste y con eso habías cumplido. Y además, se trataba de un país como Colombia: al regresar a España siempre podías decir que no te quedaba claro de qué lado estaba la policía, ni de qué lado los jueces. Todo el mundo te creía también. Era la ocasión ideal para un negocio difuso: los terroristas mentían, los jueces mentían, los policías mentían. Todo el mundo mentía menos tú, que habías ido allí a arriesgar la vida para pagar el rescate de un amigo y regresar, además, con las manos vacías.

Tenía que funcionar y funcionó. Por supuesto que funcionó.

Y el hotel siguió funcionando, sin que nadie pidiera cuentas ni nadie discutiera las que él presentaba a hacienda. ¿quién iba a discutirlas? No tenía plenos poderes, pero en atención a la situación extraordinaria se los concedieron temporalmente, y se los renovaron cada año, sin poner ninguna traba. Lo importante era que el hotel siguiera en marcha, que no se perdiera un establecimiento tan emblemático ni los puestos de trabajo. Lo importante era mantener la esperanza de que el propietario regresar algún día.

Eso era lo que Portillo repetía siempre en su discurso durante la cena navideña, antes los rostros cada vez menos serios del personal.

Con los años se fueron marchando los empleados más antiguos para ser sustituidos por personas de confianza del propio Portillo.

Y así fue como todo se fue enredando. El primer dinero, el del rescate, lo aficionó a pequeñas cosas que antes no podía permitirse y luego las ocasiones fueron apareciendo solas. ¿Por qué no iba a aprovecharlas? ¿A él que le importaba lo que la gente hiciera en las habitaciones, si las pagaban puntualmente? ¿Acaso habían sido alguna vez fisgones que fiscalizaran las actividades de sus huéspedes?

Todo era cuestión de saber lo que se podía cobrar. Todo era cuestión de tasar convenientemente la discreción. Las habitaciones de las chicas pagaban tanto como los mejores clientes en los mejores tiempos del hotel. Los de la primera planta y sus mesas de juego no escatimaban tampoco el gasto, y menos aún los que utilizaban los salones para sus reuniones privadas.

Nadie escatimaba el gasto excepto él, que sabía de sobra que a nadie le importaba demasiado que el hotel necesitase una mano de pintura, o alfombras nuevas, o un mantenimiento más esmerado de las ventanas, las persianas y las cortinas.

¿Qué importaba la pintura y todo lo demás? Importaba el nombre, que se mantenía, y la posibilidad de poder usar el hotel como plaza franca, libre de preguntas e inconvenientes.

Portillo tiró al suelo los últimos papeles enteros y se dispuso a marcharse. No valía la pena seguir intentando destruir aquellos. Había reunido dinero suficiente para vivir más que holgadamente el resto de su vida, pero lo difícil sería marcharse a un sitio donde Blas Portela no le encontrase.

Porque Blas no había dio a Colombia a construir un hotel, ni mucho menos.

Sus negocios eran otros. Estaba seguro.

Y Blas Portela regresaba.

Era inútil intentar escapar. Era inútil intentar romper aquellos documentos. Era inútil buscar pretextos o disculpas.

Todo era inútil.

Ragnarok.

19

Malindo, desde su posición en la ventana, procuraba no perderse ni un detalle.

Al grupo de la calle se habían unido dos hombres más. Estaban ya la mujer mayor con la maleta, el viejo canoso, el hombre fornido, la chica de la minifalda y dos tipos trajeados más. Enseguida aparecieron otras dos muchachas ligeras de ropa y se unieron a lo que parecía una discusión.

En ese momento, en la plaza entró un Mercedes azul oscuro. Era el objetivo.

—¡Por fin! —exclamó Malindo aliviado.

Sólo tenía que esperar a que completase la rotonda y se parase delante del hotel.

Entre tanto, el hombre fornido se acercó a la mujer de la maleta y la agarró por un brazo. Uno de los hombres trajeados se acercó también. El Mercedes negro se detuvo en un semáforo, a escasos diez metros del hotel.

Entonces sonaron tres disparos. El hombre fornido cayó al suelo y las chicas ligeras de ropa, incluida la de la minifalda, se pusieron a gritar. Poco después, echándose las manos al vientre, cayó de rodillas uno de los tipos trajeados.

En el suelo se podía ver ya una mancha de sangre. Había dos hombres en tirados, uno de bruces, y otro encogido sobre sí mismo. El otro hombre trajeado, el viejo, y la mujer de la maleta habían desparecido. Seguramente habían entrado en el hotel.

En cuanto el semáforo se puso en verde, el Mercedes aceleró y abandonó la plaza a toda velocidad.

Malindo bajó el arma.

—¡La puta! ¿Pero qué carajo ha pasado aquí? —preguntó a gritos.

Blas Portela se había salvado de milagro. Por tercera o cuarta vez en su vida. Podía intentar matarlo en otro momento, pero ya no sería lo mismo. Llamaría para pedir órdenes. Pero estaba seguro de que en cuanto supieran lo ocurrido lo mandarían regresar cuanto antes.

Sin pensárselo un instante, cerró la ventana, y desmontó el fusil. No le llevó más de un minuto. Luego lo guardó junto con la pistola en la bolsa de deportes y se acercó a Susana.

—Usted lo ha visto. No he hecho nada. He estado mirando por una ventana y me he marchado. Si quiere describirme, sepa que volveré.

—Un ruso que...

—No. Nada de nada. Unos tipos suramericanos que querían alquilar la oficina. Sólo eso —propuso Malindo.

—Sí, pero cuando vengan a buscarme....

—No vendrá nadie. Yo la suelto. Y le doy tres mil euros de adelanto a cuenta del alquiler.

—No hace falta tanto. Son dos mensualidades. Mil doscientos en total...

—Quédese el resto, por el mal rato. ¿Qué le parece?

Susana afirmó con la cabeza.

Malindo se arrodilló para abrir las esposas.

—Bien, pues espere diez minutos y váyase. De la persiana diga que la encontró así.

—Sí, sí —aceptó Susana poniéndose en pie con dificultad.

Malindo la miró fijamente.

—¿Sabe usted a quién iba a matar?

—No quiero saberlo.

—A mi padre. O al que decían que era mi padre, aunque nunca me diese su apellido.

—No me cuente nada más... —rogó ella.

—¿Qué más da ya? Usted será buena chica y yo me iré muy lejos. No volveremos a vernos. ¿O quiere venir conmigo?

—No, gracias, no... —respondió Susana asustada.

Malindo hizo un gesto de despedida.

—Pues en treinta y cuatro años que tengo, es la primera vez que se lo propongo a una mujer completamente en serio —dijo antes de salir.